miércoles, 30 de diciembre de 2009

Trenes arrumbados

El estadio San Eugenio es uno de los más antiguos de Santiago. Ubicado en el límite entre las comunas de Santiago Centro y Estación Central, muy cerca del Club Hípico y del Parque O´Higgins, pertenece a uno de los clubes fundadores del fútbol profesional chileno: Ferroviarios.

El club, actualmente en Tercera B (Cuarta División), debutó en primera en 1934, una sola temporada, y no volvió sino hasta 1950 tras la fusión con otro histórico como Badminton, pasándose a llamar Ferrobádminton, manteniéndose en la división de honor de manera ininterrumpida hasta 1964, año en que descendió para volver el 66 y nuevamente bajar para nunca más volver. Después de su último descenso volvió a retomar su nombre original y así se ha mantenido hasta ahora, más bien en las penumbras. Pero algo no menor en un fútbol históricamente pobre como el nuestro fue el hecho de ser uno de los pocos clubes en tener estadio propio gracias a sus dueños, EFE, la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Según la página web http://www.3division.cl/, este tuvo capacidad para treinta mil personas, cosa que pongo en duda, aunque revisando algunas antiguas revistas Estadio se nota que por las fotos albergaba al menos a quince mil. Así también me lo dijo alguna vez mi padre.
En sus mejores épocas el club tuvo una gran base social en los trabajadores de las maestranzas, los conductores de trenes y la gente del barrio cercana a la estación, quienes no solo disfrutaban de las instalaciones deportivas que incluían una piscina, sino que también formaban parte de otras ramas deportivas como el básquetbol. Pero como un viejo enfermo, el club fundado en 1916 lleva una larga agonía sin poder resucitar viejas glorias. Hoy son apenas unos pocos los que sobrellevan a un equipo tildado, junto a Magallanes, como el "último romántico" del querido fútbol chileno, con un estadio que producto de un incendio hoy solo puede albergar a mil doscientas personas en muy precarias condiciones, con un armazón de madera que apenas se sostiene.

Pensar en un club como este es dar cuenta de la realidad de muchos otros que apenas sobreviven el día a día. Es hablar de pobreza, orgullo y pasión. Pero Ferroviarios siempre fue algo especial. Alguna vez representó la modernidad de los trenes que bordeaban la zona urbana de un Santiago más provinciano. Alguna vez representó la promesa de una empresa estatal pujante que le proporcionaba a sus trabajadores espacios de encuentro y esparcimiento. Pero por sobre todo siempre estuvo rodeado de un halo romántico, de ese que solo los trenes con sus vagones cansados pueden dar.

El CDF, el Canal del Fútbol dueña de los derechos de transmisión del fútbol chileno y cuyos propietarios -en un alto porcentaje- son los propios clubes profesionales (un modelo de negocios único en el mundo, según la revista Qué pasa y que ha sido muy exitoso por las altas rentabilidades, producto del medio millón de abonados con que cuenta hasta la fecha), hace algunos años puso en el aire un programa llamado Con Ferro en el corazón, muy en el estilo de Atlas, la otra pasión de Fox Sports. Gracias a este, muchos se acordaron que Ferro todavía existe y que aún representa a un sector social de la ciudad de Santiago, acotado y silencioso, rodeado de rieles y eternamente en crisis como la empresa de ferrocarriles. Gracias a este programa que bordea la nostalgia muchos recuerdan que alguna vez la camiseta amarilla y negra fue protagonista de grandes jornadas. De lo contrario, en un mundo competitivo como el de hoy, donde solo sobreviven los ganadores y los perdedores desaparecen, el club estaría en el más absoluto de los olvidos.

Mi padre decía que San Eugenio era el estadio más helado de Santiago. Lo corroboré un día de agosto de 1999 cuando en una tarde muerta decidí ir por primera vez al mítico recinto para advertir en terreno el verdadero romanticismo futbolero. El recuerdo lo tengo fresco. Sentado en uno de los viejos tablones doblados por el tiempo presencié junto a quinientas personas un partido de Ferro con Deportes Copiapó (en ese entonces la primera SAD, Sociedad Anónima Deportiva) por el campeonato de tercera división. Recuerdo haber pagado 500 pesos por la entrada y haber presenciado un gran partido de fútbol amateur, lleno de las ganas y el coraje que muchas veces le faltaba a los jugadores de las divisiones mayores. Todo ese entusiasmo y amor por el fútbol que trasmitían los jugadores alcanzaba para levantar la pasión de los viejos hinchas, y algunas mujeres y niños. Las banderas, mantas, termos, cigarros y algunas cajas de vino alcanzaban para alegrar la tarde dominguera de un Santiago aún con la resaca de la crisis asiática. Al caer la tarde, el viento que provenía del sur y que se colaba por la Maestranza, efectivamente hacía remolinos en los pies y generaba una humedad en las narices similar a la que se produce en los perros.
Por estos días decidí volver para dejar registro fotográfico de una ruina. La presidenta Bachelet ha anunciado la construcción de la línea 6 del Metro y San Eugenio será una de sus estaciones. Quizás las retroexcavadoras modifiquen el mapa urbano. Se hacía necesario, entonces, una vuelta antes de todo cambio para fijar en la memoria los últimos vestigios de un pulmón futbolero. El estadio estaba cerrado y las viejas tribunas parecían trenes arrumbados, desnudos y raquíticos. El barrio parece ser el mismo de hace diez años. De hace cincuenta años. Viejos almacenes y hermosas casas de un Santiago antiguo. A lo lejos se ven las vías férreas que van al Sur. Pese a todo, San Eugenio sigue vivo, en pie, apenas sostenido por la pasión de unos pocos.

lunes, 21 de diciembre de 2009

La revista Golazo

A los futboleros de antaño.
A los que están lejos. A los que están cerca.
Salía todos los martes. Durante la semana adelantaba reportajes y el lunes sellaba los últimos detalles con los resultados de la fecha futbolera aún frescos. Se trataba de un ejemplar único que el Sapo - a cambio de su lectura gratuita- arrendaba por 30 pesos el primer año y 40 -por la inflación- el segundo, a los compañeros de curso y profesores. Así ganaba unas pocas monedas que servían para comprar algunos diarios distintos a los tres que papá acostumbraba comprar día a día. Así también reunía material suficiente, especialmente fotográfico, para ilustrar las notas y comentarios.

La revista tuvo dos antecedentes previos antes salir a luz de manera madura: una era la Deporte espectacular, que era mensual y la hacía a máquina. De esta solo tengo dos números, de junio-julio de 1988. La otra fue Fútbol Grande, que salía de manera quincenal y que duró solo tres números hasta que de una semana a otra, sin explicación, surgió la Golazo. Esta duró casi un año en su faceta semanal. Desde el 11 de octubre de 1988 (foto de más arriba) hasta el 20 de junio de 1989 (foto de más abajo). 37 números que aún conservo en muy buen estado.

Después saldría en formato de anuario fotográfico con pequeñas notas, rescatando lo mejor del año, ¡hasta 1995!, ya bastante crecidito. Estas ediciones ya no las arrendaba, sino que simplemente las hacía circular a unos pocas personas, más privadamente. También hubo ediciones especiales: la U 88-89 con la historia del descenso y el inmediato ascenso, una de Francisco Ugarte y Osvaldo Hurtado en Bélgica como muestra de los escasos jugadores chilenos que por entonces jugaban en el extranjero, otra edición especial con motivo del Día del Trabajador, porque efectivamente me sentía un trabajador, una de la Copa América del 89, otra del Mundial de Italia '90 y una muy completa sobre la Copa Libertadores del 91.

Al principio la hacía solo. Pero prontamente aparecieron colaboradores entusiasmados por formar parte de la revista. El Champion fue uno de ellos. Era el subdirector. Él había hecho una revista que le hacía competencia a la Golazo. Se llamaba Fu-Tenis, agregando otro deporte masivo como plus. Pero pronto abandonó su proyecto y se sumó al mío. El otro gran colaborador fue el River. Ambos aportaban con reportajes y notas "exclusivas". Pero también hubo otros que, sin ser amigos, también se sumaron al proyecto, universalizando una revista que solo comenzó como un hobbie muy, pero muy personal. Reviso algunos números y me encuentro con una nota del Chumi, por ejemplo. Toda una rareza. Con el River y el Champion, en cambio, íbamos muy seguido al estadio y después que se acabó la revista, porque demandaba mucho tiempo y ya era hora de dedicarse a estudiar, hacíamos los comentarios deportivos de los lunes, en la primera hora de la mañana, en los breves quince minutos que, educativamente, nos proporcionaba don Rola, nuestro profesor jefe, para que pudiéramos seguir expresando nuestra pasión.

La Golazo se nutría especialmente de las ávidas lecturas que realizaba semana a semana de las revistas Minuto 90, que me compraba mi abuelita, Deporte Total y Triunfo, que compraba esporádicamente, además de las secciones deportivas y los suplementos de El Mercurio, La Tercera y La Época, que eran los diarios que llegaban a mi casa. En muchas ocasiones, se trataba de meros resúmenes de reportajes aparecidos en esos medios, en una época en que la información deportiva no estaba tan desarrollada como ahora e Internet era apenas un elemento de ciencia ficción. El resto era toda invención nuestra, con especial énfasis en lo que veíamos directamente en los estadios o lo que escuchábamos por radio. Así, los lectores tenían un comentario actualizado de la fecha que resultaba un complemento a todo lo que ocurría el fin de semana y a lo que decían los maestros periodistas por TV como Julio Martínez o Alberto Fouillioux.

Pero también había otras curiosidades. Como por ejemplo la realización de concursos que posibilitaban la lectura gratuita. O la inclusión de publicidad tan extraña como diversa: Eno, Revista Análisis, La Tercera, Radio Cien, etc. El mejoramiento del diseño con inclusión de colores, etc. Si uno compara los primeros números con los últimos, se constata toda una evolución en su presentación, haciendo de la revista algo ameno de leer en aproximadamente 30 páginas a todo color. Eran tantas páginas que los cuadernos escolares de 100 hojas muchas veces quedaban reducidas a 40 o 50 fácilmente. Y tenía que comprar varios al año.

Supongo que estaban dadas las condiciones materiales para su surgimiento. La Golazo respondía a una necesidad. No solo de expresión personal. Porque surgió en el contexto de un curso de hombres donde el 90% era bueno para la pelota y un tercio éramos fanáticos-fanáticos: jugábamos todos los días, hacíamos campeonatos internos, participábamos de los campeonatos del colegio, íbamos al estadio, nos probamos en algunos clubes. En fin, aparte del estudio, casi todo lo demás era el fútbol. En muchos de nosotros, hasta el día de hoy. La Golazo marcó una época y por eso muchos me la recuerdan. Esta nota, en cierto modo, no solo es su recuerdo, sino que también el homenaje que le debía.

La revista terminó justo la semana anterior al inicio del Campeonato Nacional 89, tan abruptamente como empezó, con una nota anunciando el debut de la U en Segunda División a la semana siguiente. Sin saberlo, se trataba de una despedida. Pese a que anunciaba nuevas secciones para las futuras ediciones, fue lo último que se escribió. El último respiro de una hermosa época que transpira todo el fanatismo y amor por un deporte único. Un deporte que, como entonces, sigue motivando la escritura. Como dice una canción de ese tiempo: a pesar de los años, los momentos vividos.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

En una final de fútbol

A veces es bueno tener tanto inútil conocimiento futbolero. Escuchando el programa deportivo de la tarde de Radio Cooperativa, me enteré que estaban regalando entradas para la final entre Católica y Colo Colo por el Clausura 2009. A diferencia de otras ocasiones, no daban la pregunta al aire (así gané una vez entradas para un amistoso Chile-Perú, cuando preguntaron quién era el goleador chileno ante los del Rímac: Carlos Caszely, 4 goles), sino que esta vez había que contestar lo que directamente te preguntaban por el otro lado de la línea telefónica. Tambaleé un poco, pero acerté: ¿Qué jugadores de los actuales planteles finalistas había salido campeón en otra ocasión y con otra camiseta? Nombre tres. Y, poco a poco, nombré tres, en este orden: Ormeño con Wanderers, Meléndez con Cobreloa, Henríquez con Colo Colo. Mis espureos conocimientos futboleros permitieron que fuera a Santa Laura a presenciar un gran partido. Quedaba una sola cosa por resolver. Se trataba de una sola entrada. ¿Ir solo o verlo por TV con amigos? Felizmente, siempre hay un feligrés que va a la cancha. Rodrigo Mora, su padre y un amigo, habían comprado el lunes por la mañana -muy temprano- para el mismo sector al cual me habían asignado: Andes. Un angelito me dio el dato y así nos pusimos de acuerdo para ir. Definitivamente, había que dejar botado esta vez a los amigos e ir al estadio. El partido prometía. Y así fue.

Llegué temprano para ubicar asientos para todos. En el camino serpenteo la larga caminata de la hinchada cruzada por la Costanera Andrés Bello hasta Independencia. Dejo el auto cerca de un motel muy próximo a la comisaría del sector (extraña combinación de espacio), me como un pan de jamón y queso en un almacén cercano y hablo amenamente con su dueño y con el acomodador. Este me cuenta que era amigo del Kramer, ex líder de Los de Abajo, hoy en cana y me muestra su casa, ahí en la esquina. Y me pide una luca para cuidar el auto y me asegura que a la vuelta ahí va estar. Después de haber saboreado mi sandwich, me dirijo al estadio e ingreso expeditamente. El problema viene después. El problema era que las comunicaciones estaban cortadas. Mora llegaba sobre la hora desde la pega y supuestamente nos juntaríamos con su amigo incógnito, que también iba solo. No hubo caso. Una hora antes del inicio, ya estaba instalado, pero fue imposible ponerse de acuerdo con el resto. Resultado: el primer tiempo lo vi en la más absoluta de las soledades, rodeado de cabezas rubias. Milagrosamente, eso sí, nos comunicamos con Rodrigo y reparamos el entuerto viendo el segundo tiempo juntos, desde la última fila de Andes, desde donde se ve todo el poniente del Valle de Santiago, el cerro Renca, las montañas del norte y parte de los edificios céntricos de la ciudad. Todo esto, ante un implacable sol de veintitantos grados.

Por primera vez, desde que tengo memoria, la parcialidad alba es minoría ante los cruzados (excepto una vez, en verdad, pero con juveniles: la única vez que Colo Colo visitó San Carlos hace como diez años): tres cuartos de Santa Laura se tiñe celeste y blanco. Pero la parcialidad alba igual se hace sentir y canta fuerte.

El partido no puede tener mejor comienzo: 20 segundos y gol de Católica: rebotes en el área y la pesca Valenzuela. Pero un gol tan temprano no dice nada. Colo Colo ni se inmuta y hace su juego. Muchos cruzados, extrañamente, no juegan ni la mitad de lo que venían haciendo hasta entonces. Así, no extraña que bordeando los quince minutos empataran los albos con un cabezazo de Aránguiz y que poco después lo diera vuelta con un golazo de Paredes, tras vistosa jugada personal por el medio de la zaga cruzada -caño incluido-. Sí, por el medio de la zaga cruzada. El primer tiempo termina con un travesaño de Damián Díaz, el único que hizo algo decente en la UC. Los albos, en cambio, demuestran oficio y mejor juego, como en el partido de ida.

En el segundo tiempo los cruzados salieron obligados a jugarse su opción. Y lo hicieron. Pero sin mucho fútbol. Más bien a los ollazos. El empate dos a dos es producto del enésimo centro sobre el área que milagrosamente capta Gutiérrez para -desde mi posición en perfecta línea sobre la jugada- anotar de cabeza levemente adelantado. Pero Colo Colo no cambia en nada en su libreto y nuevamente va a la carga. Y rápidamente se hace del tercero con un cabezazo de Paredes -para mi, la figura- con un centro desde un tiro de esquina. Sí, desde un tiro de esquina. 2x3 y parece todo sentenciado. La UC debe hacer dos goles y no se ve por dónde. El equipo que mejor jugaba en el segundo semestre era doblegado por otro equipo que terminó jugando la segunda mitad del año de menos a más, pero con más oficio. Esa fue, al final, la diferencia. La que permitió a Bogado, a pocos minutos del final, cerrar la llave con un tiro violento cuando aún quedaban ilusos hinchas cruzados pensando en la hazaña.

Colo Colo resultó ser un justo campeón porque fue superior en los dos partidos. Y porque demostró tener jerarquía. La misma que le faltó a Católica. Mientras los jugadores albos demostraron toda su capacidad, jugando a un nivel apto para una final, como Miralles, Millar, Torres, Paredes, los cruzados se vieron apagados, sin brillo y sin ese fútbol asociado y dinámico que habían mostrado antes. Como tantas veces, los albos mostraron esa cosa diferente para quedarse con el título, mientras los cruzados fueron fríos, algo nerviosos y sin ideas.

Más allá de que no sea hincha de uno u otro equipo, igualmente fue bueno haber ido a Santa Laura. Porque fue un buen partido. Uno digno de una final. Eso sí, una pregunta para los dirigentes cruzados: ¿Cuántos títulos no habrán perdido cediendo su condición de local? Lo puedo firmar: sin duda, más de uno. Es extraña esta manera de ser estos dirigentes. Si este partido se hubiera jugado en San Carlos -como tantos otros contra la U y Colo Colo- tal vez la historia hubiera sido distinta. Es extraño que estos partidos sí puedan disputarse en Independencia, pero no en Las Condes. Una situación como esta, todavía nos habla de un país segregado, mientras las hinchadas locales siguen demostrando, poco a poco, que algunos hechos de violencia parecen ser más del pasado. A la salida, todo tranquilo. El acomodador de auto no está. Pero saludo amablemente al dueño del almacén, quien afuera de su negocio ve a la gente pasar. Culpable, regreso a casa y llamo a mis amigos olvidados en un bar. Y pienso, finalmente, que a veces es bueno saber de fútbol, porque permite disfrutar tardes como esta.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Fe en la palabra

Santiago es una ciudad que ha cambiado notablemente en los últimos veinte años. Algunas modernizaciones viales, sin dejar de ser impactantes para ciertos grupos de vecinos, permiten, por ejemplo, atravesar la ciudad -en auto- de poniente a oriente o viceversa en veinte minutos cuando hace unos años la odisea podía significar fácil dos horas. Edificios de gran altura, tan violentos como grotescos, han reemplazado las viejas casas de grandes patios de barrios tradicionales de Ñuñoa y San Miguel, por ejemplo. Los grandes grupos económicos construyen inmensas torres corporativas intentando batir récord de altura a nivel sudamericano y haciendo muestra de que todo su poder es, verdaderamente, insaciable. Uno de esos edificios altos, tan extraño y simbólico como un celular, en un país como este donde hay más teléfonos celulares que personas, se construyó sobre un terreno que durante muchos años estuvo baldío y en donde tuve la posibilidad de ir por primera y única vez a un circo, siendo niño, acompañado de mi tía Nancy.

Pero perdón por esta regresión. Si los años de dictadura fueron los ideales para cultivar un modelo económico infranqueable, tan férreo como infalible, los años concertacionistas posteriores fueron los mejores para administrar ese modelo como el mejor de los empleados, bajo la supervisión atenta del patrón, quien desde las sombras solo vigilibaba, levantaba la mano de vez en cuando para hacer alguna indicación o alzaba la voz firme para dar la orden precisa, cuando correspondía, porque había que cuidar el fundo. A veces, muy pocas veces, y solo porque las ganancias fueron exorbitantes, los patrones premiaban a su capataz con grandes aplausos y declaraciones, premios y distinciones, editoriales y columnas de opinión. Así fueron los últimos días del mejor capataz de todos, Ricardo Lagos.
Chile es un gran fundo, dice Jorge González, no el cantante, sino el personaje que encarna al cantante en la buena obra del poeta Pablo Paredes, Jorge González murió. Es cierto, las estructuras relacionales de nuestra sociedad son tan antiguas y enraizadas que se terminan reproduciendo, siempre, de distintas maneras, pero con el mismo fondo. Tal como lo ha sido el esclavismo encubierto que ha exisitido en nuestro país desde la colonia, cuya máxima muestra fueron el sistema de inquilinaje, los trabajos en las minas del salitre y el carbón, y el sistema de nanas puerta adentro, situación esta última que tanto ha llamado la atención, a raíz, justamente de la película La nana, dentro de las culturas liberales europeas. Algo de todo esto, por cierto, lo ha tratado de mostrar y explicar nuestro querido historiador de lo social, el profesor Gabriel Salazar, todavía ninguneado dentro de ciertos círculos oficiales.

Pero estas notas pseudosociológicas solo quieren llamar la atención sobre una cosa no menor dentro del contexto cultural de nuestro país, hoy, en sus doscientos años: que el sistema que nos fue impuesto desde hace ya treinta a cuarenta años, tan seductoramente perverso con sus invitaciones a la fiesta del consumo, tan mentiroso y desigual, te deja muy pocas posibilidades de acción: o te sumas a él sin asco, o te sumas con descontento, pero te tienes que sumar. El reverso, significa la exclusión. Y la exclusión se castiga con severidad. Hay muchos que intentamos resistir desde trincheras precarias, pero con la dignidad de la resistencia: desde la docencia, desde la práctica social, desde el sindicalismo, desde el anarquismo, desde la creación artísitca, desde la escritura.

El documental de Francisco Hervé, El poder de la palabra, nos habla de esta derrota que se asume con resistencia, orgullo y dignidad. Nos muestra cómo, producto de la implementación del Transantiago, los vendedores ambulantes asociados al SINTRALOC, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Locomoción Colectiva, se vieron amenazados en sus fuentes de ingreso al anunciarse que con el nuevo sistema de transporte ya no iban a poder subirse a las micros a realizar su trabajo. Liderados por un grupo admirable de personas, se organizaron, lograron agrupar a sus compañeros, hacerse oír y entender y llegar con sus reclamos ante las autoridades para defender sus intereses y poder seguir trabajando. Obligados a movilizarse para no ser arrastrados por la aplanadora de los nuevos buses articulados, estos trabajadores se vieron en la necesidad de mostrar una cara seria, organizada, como lo exige el sistema que extiende sus brazos y acoge a quien quiera acogerse, aunque quedes en un rincón, pero lo hicieron por ellos mismos, porque eran lo que sabían hacer y lo que les gustaba hacer, como esos payasos que se ríen de uno de los integrantes de la comisión seleccionadora de artistas para que puedan subirse a la locomoción colectiva. Obligados a nadar en medio del mar, tomaron clases de oratoria, eliminaron a los malos elementos de sus filas y proyectaron una imagen grupal coherente. Solo así pudieron sobrevivir y hoy pueden seguir trabajando como cuando lo hacían con las micros amarillas.

Hay otros como el Bucanero quienes fueron obligados a resignificarse. Ya no podía tener su habitáculo de chofer de micro lleno de adornos, espejos, banderines y calcomanías. El nuevo sistema no lo consideraba. Pero debía seguir trabajando, ahora con su "Raspesantiago", su micro amarilla enchulada. Así, como ya no podía tener su nombre gigantescamente puesto en el vidrio trasero de su micro, se lo tatuaba en la espalda para no olvidar, para no olvidarse de ese otro tiempo en donde en donde su vida cotidiana transcurría rodeada de pequeños afectos.

La película de Hervé nos muestra a un Chile en transformación, permanentemente en construcción, un país donde pasan muchas cosas. Resulta interesante, pese a todo, esa intensidad. Como también son interesantes, en la película, los momentos dedicados a mostrarnos las capacitaciones a los nuevos choferes del Transantiago, los discursos que allí se dan, las situaciones que se construyen y las expectivas nuevas que recaerán sobre los nuevos "operadores". Los momentos relacionados con su caótica puesta en marcha. Gestos, diálogos, miradas de cámara como de reojo, utilizando una excelente gráfica micrera y un ritmo de narración tan rápido como los cambios que se suscitan en este periodo de nuestra vida nacional, ávido de sumarse a los países más ricos de nuestro planeta a costa, aún, de mantener una de las sociedades más desiguales en términos de ingresos.

Cuando era estudiante universitario propiciaba un extraño anhelo por la ficción. Es extraño, pero ahora que estoy un poco más viejo, me parece mucho más interesante la no ficción. En esa categoría entran los documentales. Y será porque Chile es y ha sido, siempre, un país de documentalistas, que es impresionante la gran cantidad de estos que se producen en nuestro país. Su circuito, sin embargo, es reducid y su propaganda, escasa. Un canal de cable y la televisión nacional dedican, con cierta regularidad, espacios para su difusión, aunque en horarios generalmente nocturnos, cuando la mayoría de la gente duerme. Aún así, gracias a esta programación he podido ver últimamente buenas películas. Algunas dedicadas a escritores como Stella Díaz Varín o José Donoso, otros dedicados a personajes extremos de nuestra ciudad, como el Divino Anticristo, y uno de un soldado chileno que participó como mercenario en la Guerra de las Malvinas que me provocó gran impacto. Cuando uno va al cine a ver estas películas, en tanto, como la de Un diplomático francés en Santiago, o, La ciudad de los fotógrafos, o, El diario de Agustín, tres de las que he visto últimamente en pantalla grande, generalmente uno está acompañado de no más de tres o cinco personas, y la sensación de qué pena que esto no sea más público resulta terrible. Se anhela mayor difusión y el deseo de propiciar una discusión con estos excelentes trabajos de nuestros realizadores. Este texto, en parte, quiere incitar a eso, colaborar con eso. Porque estos documentales nos muestran una parte de nosotros mismos que tal vez no entendemos o queremos ocultar, porque nos hablan de un Chile diverso y complejo, en donde suceden tantas cosas que es bueno detenerse a contemplarlas y pensarlas. Un país acostumbrado a obedecer. Un país que requiere de más acción. Un país que no acostumbra a verse al espejo y hablar. Hay que tener más fe en la palabra.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Fútbol cota mil

He ido pocas veces a San Carlos de Apoquindo. Es un estadio que queda lejos, en los faldeos precordilleranos de la ciudad de Santiago. Allí suele hacer frío en la noche y a veces cae nieve en invierno, como se aprecia en la foto. Ahora que uno es grande y anda movilizado resulta más fácil ir. Pero antes, la escasa locomoción y el largo trayecto siempre fueron una dificultad. La primera vez fue -reviso mis archivos- el 12 de marzo de 1989, una mañana de domingo a la hora de misa. El Sapo y el River fueron testigos de ese partido entre la UC y Audax por la Copa Coca Cola-Digeder. Con dos goles de Olmos y uno de Estay, los cruzados ganaron 3-0. La verdad es que poco recuerdo de ese día. Solo sé que por entonces la institución dueña de casa acostumbraba jugar en ese horario, atrayendo siempre mucha gente a su pequeño, pero hermoso estadio.

Recuerdo con mayor nitidez, sin embargo, la segunda vez que llegué a este estadio cota mil, porque es algo histórico e insuperado hasta ahora y porque muy pocos pueden contar la gracia. Se trata del único clásico universitario que se ha disputado alguna vez en el recinto. Fue el 24 de febrero de 1991 por la Copa Ladeco-El Mercurio o, mejor dicho, un partido amistoso. Disputado a la agradable hora del crepúsculo, con el Boban hicimos el largo viaje en micro desde Plaza Egaña para ser los únicos testigos de un partido que no se ha vuelto a repetir, porque la UC no disputa sus partidos de local frente a los otros dos grandes. Para el anecdotario, las formaciones de los equipos: La UC alineó a Toledo; Romero, Del Solar, Contreras y Ovalle; Lepe, Parraguez, Estay, Reinoso; Percudani y Barrera. La U, en tanto, jugó con Mella (Fournier); Eladio Rojas, Reyes, Pedro Soto y Reynero; Bello, Cisternas, Juan Soto (Galindo) y Puyol (Goldberg); José Manuel Pérez (Hugo Vilches) y Cristián Torres. Ganaron los locales 2-0 con goles de Percudani y Lepe y la barra de la U tiró piedras y lanzó unos tablones a la cancha. Los azules nunca han disputado un partido oficial aquí desde que fuera inaugurado en septiembre de 1988.

Ayer volví otra vez. Con Gastón queríamos ver fútbol. Disfrutar una noche primaveral de fútbol, relajados y dispuestos ante la promesa de un buen partido: play-off, cuartos de final, la UC del Fantasma Figueroa versus el Everton de Nelson Bonifacio Acosta. La UC había ganado 2-0 en Viña y con Gastón pensamos ilusamente que los ruleteros se vendrían a jugar su opción. Lo hizo, pero tarde, sin mucho fútbol. La UC dominó ampliamente y pese a que el marcador no se quebró, debió haber ganado. La UC del Fantasma, sin ser una maravilla de equipo, practica el mejor fútbol del campeonato, el más consistente y vistoso, pero ayer solo se limitó a administrar el balón, crearse un par de oportunidades, sin alcanzar a deleitar a la parcialidad local que llenó la aposentadurías.

Son tan pocas las veces que uno va hasta San Carlos que, en verdad, son muchas las cosas que llaman la atención. Primero, un tipo de público -en las galerías- que no se ve en otros estadios de la ciudad sino escasamente: o sea, un público pirulo, siguiendo a un excelente e ilustrador término chileno para referirse a determinada gente de clases más acomodadas, bien alimentadas y mejor aspectuadas que el común de los mortales. Pero resulta curioso cómo esta predominancia se mezcla armónicamente con gente de otra ascendencia, pero igualmente fanática de los caballeros cruzados, formando una variopinta mezcla que hace pensar, cada vez más, que el público cruzado, hace tiempo, dejó de ser privativo de una clase social. Eso sí, una cosa es cierta: cada estadio tiene su público cautivo. No se explica, de otra forma, que cuando la UC visita el Monumental o el Nacional, el número de su hinchada se reduce notablemente, quizás también por razones asociadas a la "seguridad". Este público, finalmente, forma parte de ese gran número de hinchas que a partir de los años 90, aproximadamente, dejó de asistir de modo paulatino a los estadios. San Carlos se convierte, entonces, en un refugio, un espacio de encuentro sano, lleno de mujeres jóvenes y niños y que remite a un público de antaño: respetuoso, ni tan fanático, que disfruta sentado un lindo espectáculo sobre una bella alfombra, allá arriba de la ciudad, lejos de los centros, de los focos de delincuencia y pobreza, lejos de toda violencia cotidiana. Con buena vista, aire puro, rodeado de montaña y el fútbol elegante que siempre caracterizó a este club de exigentes hinchas.

En San Carlos la gente fuma mucho, alienta a sus jugadores y de vez en cuando se suma a los cánticos de su barra organizada. También son múltiples los vendedores de maní, bebidas y churros, muchos más de los que habitualmente se ve en los estadios ciudad abajo. Algunos difrutan los sandwiches del Lomitón y otros, en la tribuna preferencial, se sirven un whisky, según las crónicas de algunos periodistas deportivos de hace unos años. No sé si esto último se dé actualmente, pero de que alguna vez fue así, fue así. Es lindo ver fútbol en San Carlos: si no fuera porque las aposentadurías aún son de tablón y porque los estacionamientos son de tierra, parecería una postal sacada de un estadio de algún país miembro de la OCDE. Sin embargo, en su coquetería, remite a la simpleza austera de sus dueños, la misma que ha impedido que este club sea mucho más grande de lo que puede ser en el concierto chileno y latinoamericano.

Dice Luis Ortega en "De pasión de multitudes a rito privado" (Historia de la vida privada en Chile, Tomo 3) que el fútbol chileno está en crisis desde hace unos treinta años y que esta se ha ido agudizando profundamente. Escrito en la época inmediatamente posterior al fracaso de las eliminatorias de 2006 -es decir, sin saber nada aún del esperanzador cambio que han liderado, cada uno desde su posición, Michelle Bachelet con la construcción de estadios y su apoyo al deporte, Harold Mayne Nicholls con una dirección seria y Marcelo Bielsa con su ultra profesionalismo-, Ortega señala que una de las crisis de nuestro fútbol tiene relación con que hoy la gente ya no va al estadio a vivir una fiesta multitudinaria como sí lo fue en una época no tan lejana, que el estadio ya no es un lugar de encuentro público, ameno, civilizador y de sana diversión, sino que es un deporte que se ha privatizado. Dice: "Se ha transformado en una actividad esencialmente personal; en ocasiones en una nueva instancia de sociabilidad familiar con sus características, formas y maneras. Un verdadero rito casero que en muchas ocasiones implica preparación de comidas especiales, pero que la mayor parte de las veces se vive, se disfruta o se padece individualmente frente al televisor, en la intimidad del hogar, ajeno a las miradas de los otros, sin la efervesencia que provoca la multitud reunida, lejos del ambiente de un estadio, sujeto a lo que la pantalla y el sonido puedan proporcionar a un hincha cada vez más despojado de pasión y cada vez más domesticado por el rito de ver un partido."

Porque existe una resistencia, justamente, a esta privatización del fútbol es que nace la imperiosa posibilidad de asistir un martes a la noche tras la jornada laboral, a ver un partido de fútbol bien acompañado por el simple hecho de poder disfrutarlo. No importa que el estadio quede lejos, no importa que no seamos hinchas ni de Católica ni de Everton. Simplemente vamos al estadio en parte por la multitud, en parte por el juego mismo, pero por sobre todo porque existe la convicción de que el fútbol sigue siendo el deporte más lindo de todos, el más efusivo, el más socializante, el más ético e instructor, el que posibilita el encuentro e intercambio social, anula las diferencias y produce un sueño de convivencia social totalmente opuesto al cada más vez enajenante y solitario mundo de lo privado.

martes, 24 de noviembre de 2009

El club de los perdedores

Hace unos años nos juntábamos un grupo de familiares, cuñados y amigos cercanos a jugar fútbol en las multicanchas del viejo Estadio Nacional. Éramos seis a ocho entusiastas de cancha dura, pelota desinflada, camisetas de distintos colores, sin canilleras, sin hacer calentamiento y que únicamente nos reuníamos para divertirnos unas dos horas cada mañana de domingo, aburrida, de poco aliento, sin mucho más que hacer que dormir hasta la hora de almuerzo o sacudirse del peso del trabajo semanal moviendo un poco el cuerpo.

Todos teníamos un cierto pasado glorioso con el fútbol. Me refiero, por cierto, a lo que puede ser memorable a nivel amateur: participación en selecciones escolares o universitarias y en ligas de fútbol, de esas que abundan en los sectores altos de la capital. Todos teníamos alguna historia sabrosa con un ex futbolista profesional contra el que nos había tocado jugar alguna vez, alguna pelea con un árbitro, un gol inolvidable y muchos horas de tercer tiempo en algún bar. Eran historias que afloraban de repente, en el peloteo previo, en el sucio camarín, bajo el chorro de agua caliente que relajaba los músculos, o, en los asados familiares. Y ese pasado afloraba a chispazos, cada domingo, con alguna buena jugada, un buen pase, una pared fulminante o una finta quebradora. Éramos todos buenos para la pelota y lo pasábamos muy bien, haciendo jugadas notables y convirtiendo muchos goles.

Nuestro rival era siempre el mismo. Un grupo de gorditos más o menos de la misma edad nuestra, la que oscilaba entre los dieciocho y los cuarenta años, que un día aparecieron por ahí y no tenían rival. Jugamos una vez y quedamos de volver a juntarnos la próxima semana. Y así fue que ya casi no había que ponerse de acuerdo, porque sabíamos que el siguiente domingo nos volveríamos a enfrentar. Ellos venían siempre preparados con una pelota mejor que la nuestra, vestían camisetas de diferentes equipos del mundo y usaban zapatillas adecuadas para la superficie. Algunos elongaban un poco y daban unas vueltas alrededor de la cancha. Pero nosotros siempre les ganábamos. Y a veces por goleada. Con el Pablo al arco, el Julio moviendo la pelota por el medio, el Jaime siendo un patrón atrás, y con Rodrigo y el Salva jugando de punteros. Otras veces aparecían el Sergio y el Jorge. Todos podían hacer algo con la pelota. Pero nuestros rivales, no. A veces nos daban pelea, luchábamos hasta el final, pero siempre ganábamos, divirtiéndonos, y pensando que esta, ahora sí, sería la última victoria, porque ellos ya no volverían. Pero al domingo siguiente ahí estaban, dispuestos a ser vapuleados de nuevo.

Alcanzamos a jugar unos tres años en esas ripiosas canchas del Estadio Nacional, donde cada caída te dejaba algo de tierra entre medio de la piel y debía ser limpiado más tarde por una mano femenina y su Povidona Yodada. Nuestros rivales habrán ganado unas tres veces. No más. Se abrazaban efusivos y se iban felices, radiantes, a sus casas, mientras nosotros pasábamos la rabia de una semana agria, sin sentido, por no haber jugado bien y esperando con ansia el otro domingo para desquitarse con hartos goles esta afrenta. Nuestros rivales, pese a todo, eran buenos tipos. Celebraban nuestras buenas jugadas, no hacían fouls violentos y si lo hacían, perdían perdón. Siempre tiraban tallas y la vida parecía en ellos una ligera hoja, despreocupada, amena, sin mayores complejidades. Me caían bien. Todo se hacía en un ambiente de antigua cordialidad, aunque ni siquiera supiéramos sus nombres. Y porque además siempre les podía hacer el mismo desborde de la semana pasada como si fuera algo realmente nuevo. Eso sí, nunca entendí porque iban todos los domingos si siempre perdían. Creo que tal vez tiene que ver con el simple hecho de jugar y vestirse de corto. Nada más que vivir la ilusión de estar en un campo deportivo poniendo en suspenso toda conexión con la realidad, liberar algo de endorfinas y reír. Esto lo digo porque quizás ahora me toca a mí formar parte del club de los perdedores, porque en la liga donde yo juego ahora, cada domingo, un triunfo es más bien algo esquivo y evanescente, una verdadera ilusión.

Los domingos en el Nacional poco a poco se fueron haciendo rutinarios. Ya costaba alcanzar a hacer el equipo. Uno comenzó a faltar seguido. Había que buscarle un reemplazo. Otro llegaba de vez en cuando. Y el equipo al que le ganábamos siempre también empezó a faltar. Como si se hubieran dado cuenta de que no tenía ningún sentido ir a jugar cada domingo para ir a perder. Como si de pronto el mundo hubiera cambiado y surgieran cosas más interesantes que hacer. Todo fue muriendo de manera natural. Ante la nueva situación, jugábamos entre nosotros, tres contra tres, o contra algún equipo que de pronto apareciera. Pero ya no era lo mismo. Ya no nos divertíamos. Los rivales nuevos no eran tan respetuosos como los anteriores. Algunos eran agresivos y mala leche. A ellos no les daba lo mismo perder como a los anteriores. Una vez se armó una pelea. Hubo combos, insultos y narices rotas. A la semana siguiente nadie fue. Y a la subsiguiente tampoco. Ya nunca más volvimos a ir. Había sido la justificación perfecta para dar fin a algo que había terminado hace tiempo, cuando los perdedores dejaron de ir. Necesitábamos de ellos, pero ellos nos habían dejado por otras preocupaciones. Algo más importante que el fútbol. Algo que cambiara el repetido panorama de un domingo saliendo de la cancha cabizbajos, enojados, y, sin embargo, alegres. Habíamos perdido la esencia del juego, la pura diversión. Habíamos perdido su lección y nuestro alimento.

jueves, 19 de noviembre de 2009

La representación de la infancia en la poesía de Enrique Lihn

Este texto fue leído a comienzos de noviembre de 2009 en el XXX Congreso Internacional de la Sociedad Chilena de Estudios Literarios (SOCHEL) en Valdivia. Aunque me piden que no haga público este estudio, este es solo un extracto de algo mucho mayor. Espero no se enojen.

El presente trabajo se inserta dentro de una investigación aún en desarrollo en relación a las representaciones de infancia en la poesía chilena de segunda mitad del s. XX hasta nuestros días. Su presentación más sistemática y formalizada será publicada, según me han prometido desde una revista especializada del sur de Chile, durante el primer semestre del próximo año. Es por esto que aquí intentaré apuntar tan solo a unas pocas ideas centrales respecto a lo que creo se desprende tanto de la propia obra de Lihn como de sus disquisiciones ensayísticas en relación al tema de la infancia.

Este tema, sin duda, ocupa un lugar central dentro de muchos de los poetas que comenzaron a publicar en los años 50. Casi como actitud generacional, encontramos que su presencia se inscribe de manera especial en poetas como Efraín Barquero, Jorge Teillier, Alberto Rubio y Sergio Hernández, por nombrar solo a algunos. Existe, por tanto, una problemática en relación a qué se dice de la infancia y por qué se escribe sobre ella dentro de las poéticas de estos autores y que hoy parece importante poner en cuestión cuando constatamos que muchos de los poetas que comenzaron a publicar en los primeros años del tercer milenio también, casi generacionalmente, han vuelto a situar la infancia en un espacio relevante de sus trabajos poéticos. Con esto último, me refiero a autores como Pablo Paredes o Diego Ramírez, por nombrar a solo dos poéticas aún en construcción. Por esto mismo, cabe preguntarse por qué la infancia no ha sido lo suficientemente estudiada por la crítica especializada, como si se tratase de un tema poco relevante o sobre el cual poco se puede decir. Es por esto que un trabajo como este espera aportar al enorme caudal crítico existente respecto a la obra de Lihn, específicamente, en especial a partir de la obra que, creemos, inaugura su potencia escritural. Me refiero a La pieza oscura.

En esta obra y en otras producciones inmediatamente posteriores, nos encontramos con dos movimientos relacionados con las representaciones de infancia. En primer lugar, como regresión y en segundo lugar, como oposición al mundo de los adultos. Ambas, para saldar una deuda con un presente que se vive de modo traumático. Este hablante se configura como un adulto que vive un presente en ruinas, caracterizado por la angustia, el fracaso matrimonial y la imposibilidad de atenerse a las normas que rigen la vida social. Esto hace que el sujeto de estos poemas vuelva hacia una infancia que se le presenta de modo fantasmal y se sitúe en ella para encontrar una causa explicativa, pero también para situarla como un tiempo y un espacio posterior al de la creación poética a través de la figura de un niño anciano, un puer senex medieval, pero remasterizado en el contexto de una modernidad en disolución, en palabras de Naín Nómez, una modernidad que se vive críticamente en la urbe desde la marginalidad, la orfandad, la degradación, lo oscuro y ajeno, y que termina por mostrarnos un “Narciso grandilocuente, ampuloso e impositivo”, como diría Carmen Foxley, que no tiene fe en el mundo vacío que le ha tocado vivir, un Narciso subyugado en su cápsula de cristal.
Señalaba el propio Lihn que, cito,

Infancia y poesía están asociadas por el principio de la casualidad y la lógica de la indeterminación. La segunda debiera ser el efecto de la primera, pero está la ley de las excepciones. Según esta, como la infancia es una consecuencia de la poesía, habría una ancianidad previa al acto poético.

Creemos que esta premisa la intenta desarrollar Lihn de modo programático especialmente en La pieza oscura (1963), al hablarnos de la infancia desde una cierta ancianidad, una “situación” previa al acto poético que comienza a manifestarse con la evidencia de un presente temporal que envuelve y encoje al hablante y lo hace sentirse como Jonás: en el vientre de la ballena, protegido, pero frágil e inestable. Cito: “Asísteme señor en tu abandono”; “soy un náufrago de la carne en la carne”; “solo sé que seremos destruidos”. De acuerdo a Gastón Bachelard, “el complejo de Jonás” es la necesidad del sujeto de refugiarse en un espacio que otorga las seguridades primarias de la vida en tanto imagen de una intimidad tranquilizadora en contraposición a una exterioridad amenazante. En este sentido, el refugio circular equivale al vientre materno. Podríamos entender esta regresión infantil como una metáfora de un desacomodo como poeta en el mundo, que busca un lugar donde instalarse dentro del campo literario. Recordemos que por entonces, como revelaran cercanos al propio poeta, Lihn no se sentía seguro aún respecto a su producción poética y de hecho, tras el éxito de recepción de La pieza oscura, termina por desechar casi por completo sus dos primeras obras. Se sentía, entonces, como Jonás en la historia bíblica: frustrado por la nulidad de su discurso.

Esta intuición de que todo intento con la poesía está destinada a una pérdida irremediable –quizás el gran tema de la poesía de Lihn- se evidencia con mayor fuerza aún en sus famosos “Monólogos”, en donde la regresión a la infancia se realiza desde la voz de un sujeto que utiliza la ironía como mecanismo para acentuar precisamente esta fatalidad. En “Monólogo del padre con su hijo de meses” el hablante señala: “Nada se pierde con vivir, ensaya; aquí tienes un cuerpo a tu medida”, como si en la vida no hubiera ya novedad, todo se hubiera experienciado tempranamente o estuviera predeterminado dentro de límites reconocibles: por esto, el padre no cree que el niño podrá ser feliz cuando sea adulto, presentándolo como una proyección de sí mismo, hablándole desde un presente anciano. El niño, a su vez, no puede responderle. O, como señala en el “Monólogo del viejo con la muerte”: “Y bien, eso era todo”, como diciendo esto era la vida, ni tan gran cosa. Frente al espejo (Narciso), el sujeto se ve a sí mismo en diferentes etapas: desde niño a anciano, configurándose como un sujeto que ha sido golpeado por la existencia (se señala en dos ocasiones en el poema la frase “le han pegado en la cara”). En este poema, como en el anterior, el sujeto se da espacio para pensar la existencia y en esa reflexión, la infancia aparece como parte fundamental de un ciclo vital amenazado, desde su origen, por la muerte, por el vacío y la incapacidad de comprender el mundo. Pero estos dos poemas no pueden entenderse sin un tercero, que lo completa y lo cierra: se trata del “Monólogo del poeta con su muerte” presente en el libro Poesía de paso, inmediatamente posterior a La pieza oscura, y en donde el hablante de varios textos retoma el tema de la infancia. En este poema, el sujeto regresa a la niñez a través de la figura del Narciso que se ve a sí mismo cada siete años (aludiendo con esto a otro tópico de origen medieval: las etapas de la vida) en un espejo sangriento:

Cuánta inocencia ahora
que la muerte prepara tu bautismo
en las aguas servidas de la sangre
una y mil veces transformadas en vino
quieres que tú te mires en ellas sollozando,
como si todo tu pasado fuera
algo por verse allí
en ese triste espejo que volvía a trizarse
cada siete años, con tu cara adentro.
Todo lo tuyo fue –dicen las trizaduras-
altos y bajos de la mala suerte.


Este Poeta-Anciano-Narciso, del cual el hablante señala “te miras el ombligo del mundo”, termina, como en reversa, en su infancia, en donde, cito, “no más / juega tu corazón, como en un viejo patio / casi vacío”. Entonces ahora el Poeta-Niño-Narciso, infante “con las orejas y las manos sucias”, vuelve junto a su madre “para aventar del patio los recuerdos / turbulentos”. Esa madre, como señala Kristeva (1996) es la madre de quién el sujeto se está recién separando para configurar su identidad, puesto que el Narciso freudiano “no sabe en absoluto quién es”: su imagen es inestable, fronteriza, aún demasiado dependiente del “otro”. Pero es, también, en cierto sentido, una suerte de madre-poesía que lo cobija, como a Jonás, y lo salva de la crisis. Este poema resulta clave para entender la concepción que Lihn tiene de la infancia y cómo la relaciona con la poesía: como un espacio de configuración de la identidad del hablante que intenta construirse, encontrar su espacio y crecer, de modo que después, ya adulto, pueda reírse de ella bufonescamente en su cara. Es ahí, entonces, cuando se puede ver a un espejo, ya no trizado: cuando reconoce la imagen del yo, separada de la imagen de la madre (Kristeva).

Pero también la infancia se tematiza en la poesía de Enrique Lihn a partir de la distinción entre mundo de los niños y mundo de los adultos, y, dentro de esta oposición, el fin abrupto de la infancia a partir de una inquietante precosidad que deviene en la figura de un niño envejecido. En el poema “La pieza oscura” (23-25) la niñez es descrita de “ojos brillantes”, en cambio la adultez es de “ojos opacos”; la rueda, en tanto, gira para una generación para adelante y para la otra para atrás (“en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido”), lo que hace que el juego de los niños que giran entre sí por el suelo también sea, de manera extrapolada, el juego de dos adultos. Por entonces, “el tiempo volaba en la buena dirección” y avanzaba “más rápido que el reloj del comedor”, es decir, era un tiempo cargado de intensidad y sentido: “volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas espumosas”, más rápido que “la rueda del molino y con alas de gorriones”, ambos “símbolos del salvaje orden libre”. Ahora, en cambio, el hablante (revestido en niño), tras el impulsivo juego en donde él ha mordido el cuello de su prima, cae de rodillas “como si hubiera envejecido de golpe”, preso “de empalagoso pánico / como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la / crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y / luego… el carozo sangriento, afiebrado y seco”, como si hubiera conocido temprano, de manera absoluta, el amor y cuán rápidamente se corrompe.

Es este niño-adulto del poema el que da cuenta del fin de su infancia de manera precoz, es un niño envejecido que nos habla desde una cierta ancianidad: un puer senex tempranamente experimentador y conciente de que ya no hay vuelta atrás. Por eso este presente es un tiempo náufrago cargado de nostalgia que lo hace preguntarse: “¿Qué será de los niños que fuimos?” y constatar que cuando se entra en el tiempo “nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio”. En este juego de máscaras vemos que el hablante termina por declarar, al final del poema “La pieza oscura”, que una parte suya se ha negado a girar al compás de la rueda y que es “en parte ese niño que cae de / rodillas”, por lo que no ha cumplido aún toda su edad ni llegará a cumplirla como ese niño “de una sola vez y para siempre”. Así, el hablante lírico intenta desmarcarse, no reconocerse en esa niñez que rápidamente se clausuró, antes de tiempo, aunque sea esencialmente él mismo el que se configura en el presente como un “fantasma”, como un “náufrago”, como un ser fracturado en esa parte de las etapas de la vida que da cuenta del paso de la niñez a la adultez. Como señalara Lihn en las Conversaciones con Pedro Lastra, este momento “comprende la disponibilidad plena del niño para ser un adulto antes de que eso ocurra y empiece con ello un proceso de constante degradación”, una filosofía negativa de la existencia que concibe la vida como una cuenta regresiva que termina en la muerte, como lo expresa en sus “monólogos”. Esta negatividad de la existencia se completa a través de su oposición “positiva”, es decir, que es posible neutralizarla, como dice Lastra, “con la creencia en la creación poética como un modo de enmendar la existencia, produciéndola en otro plano, en el lenguaje”, esto es, en un espacio otro, como aparece en el “Monólogo del poeta con su muerte”: “un salvaje orden libre”, junto a la madre-poesía que lo cobija en su regresión pero que lo fortalece y lo blinda ante lo exterior.

Existe, por cierto, en la obra de Lihn una serie de otras implicancias en relación al tema de la infancia y que pueden resultar mucho más profundas que las que aquí se han expuesto. Queda esto para la promesa de una futura publicación. Quisiera detenerme, sin embargo, en un último punto en relación a la oposición entre mundo de los niños y mundo de los adultos, y que revela una cierta tiranía y represión que se vive de modo traumático. Llanos recuerda en una conferencia titulada “Hacia Enrique Lihn” que “antiguamente, cuando los niños se portaban mal, se los castigaba encerrándolos un rato en una pieza oscura, que solía ser el espacio más ingrato de la casa” (Llanos 51). En efecto, en el poema “La pieza oscura” el espacio que se describe parece más un lugar de castigo que una pieza de juegos, con frazadas que se confunden “unas con otras a modo de nidos como celdas, de celdas como / abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las manos”. Aquí, todos son “villanos, pero igualmente dulces”; los adultos, en cambio, son “sempiternos cazadores de niños”. Sin embargo, cuando los adultos entran a la pieza, los niños ojean revistas ilustradas, ellos en un extremo, ellas en el otro, “en un orden perfecto, anterior a la sangre”. Aquí, los niños están marcados por una precocidad iniciática que hace que hayan cumplido toda su edad “de una sola vez y para siempre”, interiorizando la represión que los adultos ya no necesitan ejercer: su infancia se rompe abruptamente haciendo de estos niños unos “fantasmas perdidos” que buscan infructuosamente “una calle en el desierto”, como señala el hablante en “Invernadero”. Estos huéspedes silenciosos de un hogar que no les pertenece, como señalara Benjamin (1969), son los niños obligados a someterse a este espacio ajeno, haciendo de él “un huésped errante e inseguro” (Benjamin 98). De esta manera, los niños en el poema de Lihn son “los ausentes”, son “una especie de fantasmas / pero de esos que nadie invocaría”, son los “pequeños salvajes” migratorios que terminan siendo apartados por los adultos, quienes imponen las condiciones y normas de vida, relegándolos a la subalternidad. La infancia, por tanto, es revivida mediante su conjura, como una invocación de esos huéspedes: los fantasmas, dice en el poema “El bosque en el jardín”, “siempre están allí, en su lugar / esperando el momento de aparecer en escena, solo por un momento que / nadie les disputa / y que nadie quisiera disputarles” (39). La infancia, de esta manera, es vista desde el punto de vista de un duelo, por lo que se hace necesario identificar los despojos y localizar a sus muertos. En esta tarea de identificación de los restos, se comienza a vivir, verdaderamente, una nueva etapa. Sin embargo, si no es posible cerrar el ciclo, estos restos aparecen como “espectros”. Estos nos hablan, entonces, de una niñez inacabada. Como afirma Derrida (1995): “un espectro es siempre un (re)aparecido” (27), un fantasma que asedia, que siempre está por aparecer y reaparecer, que no muere jamás, que hace mover los signos (146). Su venida, su visita, provoca que el sujeto deba desarrollar una rearticulación del tiempo presente en cuanto se vivencia como experiencia de algo inacabado, un desajuste, un trauma y que se manifiesta como revuelta: crisis que necesita ser rearticulada a partir de la ruptura o dislocación, un situarse en otro lugar; un lugar oponible a desierto, a matrimonio, a la vida normal, un lugar que bien puede ser el vientre de la ballena, la infancia, la creación poética.

En conclusión, aludiendo al concepto lihneano de “poesía situada”, la infancia en esta poesía se sitúa entre dos mundos: los niños son representados como los invitados, los ausentes, los fantasmas, los pequeños salvajes, los precoces. Los adultos, en cambio, son los cazadores de niños y ejercen coerción sobre ellos. Estos niños, además, se mueven en espacios asfixiantes y amenazantes: piezas, pozos, muros, cardos, desiertos; en definitiva, son pequeños y ajenos reos en un mundo cargado de una grave adultez. Recurriendo a tópicos de origen medieval, la presencia de estos niños-fantasmas terminan siendo consecuencia y signo de un asedio, por lo que se los invoca para “hacerles justicia” (Derrida, 251); su conjura, en consecuencia, es una posibilidad de vivir, de otra manera, en un nuevo ciclo, para cerrar un presente en deuda. Ese nuevo vivir es la decisión de intentar hacer poesía a partir de La pieza oscura con aquello que el lenguaje no nombra sino “viciadamente”, como refuerza en todo su trabajo posterior hasta Diario de muerte, por lo que esta posibilidad es el consuelo y aparataje para reparar una experiencia traumática de la vida moderna que va a acompañar al hablante de los poemas de Lihn a lo largo de toda su obra con diferentes máscaras (Narciso, mendigo, Pompier, etc.), pero siempre en su “celda de vidrio” posmoderna: rodeado de la nada. Es así como el Poeta-Niño-Narciso de estos poemas, el puer senex enmascarado que nos habla desde una cierta ancianidad anterior a la poesía, vuelve a aparecer en la última obra linheana, publicada poco después de su muerte, como el bebé “mezcla de sapo y ángel” (65) que se posa sobre el pecho de “la mujer reemplazada en Klinger por una estatua yacente” (65), para mirarnos burlonamente a nosotros, los lectores, con su rostro de niño-adulto “como en un teatro / donde se representa una obra congelada” (65). Esa obra congelada, muda, fantasmal, es el abismo final de una poética que se aferra, hasta el último instante, autorreferente, especular, burlesco y dramático, a su pequeño espacio de creación en un mundo como el de hoy que valora muy poco la poesía como producción cultural y que extrema a los poetas insistentes y obsesivos como Lihn a contemplarse delante del terrible espectáculo de la muerte.

martes, 10 de noviembre de 2009

Sobre el sentido de tres días en Valdivia

La semana pasada estuve en Valdivia en el aniversario número treinta de la Sociedad Chilena de Estudios Literarios. Fueron tres días de intensos debates y exposiciones, escuchando, por supuesto, a algunos buenos exponentes de los estudios literarios en Hispanoamérica como Naín Nómez, por ejemplo; yo mismo también hablando de las relaciones entre poesía e infancia en la poética de Enrique Lihn, y de modo menos formal, estableciendo diálogos en los pasillos y en algunos bares también, por supuesto, degustando la mejor cerveza alemana de la región de los ríos. Todo esto, acompañado de buenos amigos interesados en la literatura como fenómeno intelectual que está siempre relacionado tensamente con la cultura.

En medio de lluvias intermitentes, fríos matutinos y nocturnos, las casas alemanas, los ríos Calle Calle, Valdivia y Cruces, los bosques nativos de la Isla Teja, los paseos en lancha y a pie, los lobos marinos, el submarino inglés, los rumores de una charla dada por Marcelo Bielsa, los museos históricos y la hermosa Universidad Austral de Chile (UACH), terminamos por reafirmar una serie de premisas respecto al rol que deben cumplir ciertos intelectuales hoy, sobre todo si estos están insertos en instituciones educativas como las universidades, cuyo deber esencial es, primeramente, hacer pensar.

En la línea de Edward Said en su libro Representaciones del intelectual confirmamos la idea de que muy poco sirven aquellos discursos que no se construyen sobre la base de una dimensión política, que no traten de explicar el mundo actual en base a las producciones artísticas que se generan dentro de ella, que no intenten tensionar esos discursos frente a los campos de fuerzas predominantes en la cultura. Este tipo de discursos -frecuentes, lamentablemente, en muchas de las exposiciones de este tipo de encuentros, revelando sin saberlo una completa y absoluta organicidad con el poder- terminan siendo, por sus limitaciones tautalógicas, para no ser más expresivo, estériles. Para que este tipo de reuniones científicas tengan algún valor que vaya más allá de la Academia debieran contar, entonces, con exponentes cuyas construcciones discursivas intenten iluminarnos sobre aquellos insterticios o vacíos que por un motivo u otro se silencian o se callan: hacer visible las acciones del poder y ejercer su crítica.

Felizmente, un sector de la masa crítica del campo de las humanidades tiene las cosas bien claras y provoca pensamiento crítico, genera cuestionamientos, abre preguntas e instala el diálogo y la discusión. No pierden su verdadero norte, el que les da un sentido. Nos dicen, en cierto modo, que mientras existan sensibilidades, miradas y juicios, podremos pensar y cuestionar algunas de las cosas que vemos a nuestro alrededor y no entendemos o las consideramos injustas. En este sentido, es una linda tarea el poder difundir esas ideas más allá del ámbito universitario. En ese sentido, también, este blog -desde su hibridez intrínseca, tan latinoamericana, desde un lugar siempre incierto- se abre a esa posibilidad que advierte que el mundo de las ideas no están tan lejos, allá en el cielo, sino que deben estar imbrincadas, de todas maneras, con la realidad, la cotidianeidad, en una pregunta constante, permanente, por el sentido de las cosas.

jueves, 15 de octubre de 2009

Vidas en crisis

Creo que una de las mejores formas de ir al cine es simplemente yendo sin saber nada de la película a la cual vas a entrar. La apuesta es arriesgada, es cierto. Pero a la larga, los beneficios superan con creces a las desilusiones. Todo tiene que ver no tanto con las cualidades de la película misma, sino con la actitud del espectador que se deja llevar como un niño por un parque de imágenes. De este modo, estas vienen sin apuro, plácidamente, a los ojos de un receptor que no tiene ningún horizonte de expectativas. Me explico: a un receptor que se configura como puramente receptor. Así, todo llega limpio, sin contaminación, sin prejuicios: el sueño de los fenomenólogos.

Este criterio lo he intentado defender ante diversos oponentes usando un argumento que creo infalible: nadie olvida con facilidad una película que se empezó a ver porque sí, como si nada, casi aburrido y que terminaste de ver incluso a veces sin saber su nombre ni el nombre de los actores. Por un solo motivo: porque por alguna oscura razón te magnetiza y te hace concentrarte en ella. Quedas tan enganchado que debes terminar de verla y, sobre todo, la quieres comentar con los demás. La primera vez que me pasó esto era un estudiante secundario. Y sucedió que un día de semana me pilló por Megavisión una película sobre la vida de unos niños de un pueblo italiano que iban a una escuela en donde se burlaban de los profesores, se masturbaban en grupo, acechaban a una loca, las familias se peleaban a gritos y un tío loco se subía a un árbol gritando a todo el mundo que quería una mujer. Uno de los chicos, en tanto, se enfermaba después de haber sido acosado por la dueña de una tabaquería por culpa de sus senos gigantes. Al final de la película supe que esta se llamaba Amarcord y que el director era Federico Fellini. Al día siguiente no jugué la tradicional pichanga del primer recreo, sino que se la conté emocionado a un compañero mientras caminábamos alrededor de la pista atlética. Tiempo después decubriría que amarcord en dialecto italiano significa "Yo recuerdo". A partir de entonces se convirtió en una palabra que me acompañaría por siempre, casi intuitivamente. Luego, vería muchas películas más de Fellini y escribiría mi primer ensayo (literalmente, un intento) sobre su obra. Así resultó mi primer descubrimiento cinéfilo y la fórmula volvió a repetirse muchas veces, entregando, casi siempre, impecables regalos frente a la pantalla.

Con este método fui al cine a ver una película chilena: Turistas. Mis únicos conocimientos eran: que actuaba Aline Kuppenheim, una mujer que me parece una buena actriz y que había visto en la última película de Andrés Wood; que actuaba un joven de apellido Noguera, lo que me hacía suponer que era hijo del connotado actor ya geriátrico y, por lo tanto, cierta garantía de buena actuación; que la directora era una mujer y que esta era su segunda película después de haber hecho Play, película que no he visto y que, después de esta, por cierto me gustaría ver. Después de la película descubrí varias cosas, algunas de las cuales comentaré acá. Una, quizás menos relevante y más anecdótica que nada, tiene que ver con la canción que la protagonista intenta recordar todo el tiempo y que hablaba de la vanidad y que resultó ser un tema de la banda Los muebles, del desaparecido poeta-niño-encanecido Santiago Barcaza.

Los personajes de esta película son sujetos que viven en crisis. Como que la vida los sobrepasa y los hace huérfanos. Me llama la atención esta situación. Últimamente, varias películas chilenas contemporáneas nos están presentando a personas que viven vidas fragmentadas, parciales, algo líquidas. Están medios perdidos en la ciudad, ahora en el campo. Algunos fingen llevar una buena vida, se inventan nombres y una historia como el noruego de esta película. Otros no soportan el fracaso, la pérdida. Me parecen películas -pienso en La buena vida, en Toni Manero, en La nana, por ejemplo- que hablan desde cierta desesperación ahogada y nos presentan un Chile en donde el esplendor parece solo de superficie. Los dramas personales tienen que ver con la soledad, con la incapacidad de comunicarse y darse a entender al otro, con vidas mentirosas, insatisfechas a veces por razones difíciles de entender, pero también con el humor ácido tan propio de nuestra ideosincracia. Se trata de vidas -y aquí funciona la metáfora- que andan de paseo, como turistas, pero sin asentamiento fijo, sin domicilio ni morada habitable. Su mundo, en cambio, el exterior, es a veces amenazante, a veces complejo y en otros momentos extremadamente simple, tan simple que no se alcanza a disfrutar por su invisibilidad. Estas películas que tienen algo de sociológicas terminan por gustarme porque nos muestran un corte, un punto de vista, en relación a cosas que vemos y vivimos a diario en un país como este, tan poco dado a mirarse al espejo.

Quisiera destacar de esta película, por último, lo bien que está hecha, su ritmo de narración que entrega a veces pequeños guiños al cine de Antonioni o al de Sofía Coppola, una banda sonora muy sugestiva, cierto grado de interactividad dada por el uso de lo digital dentro del marco de la pantalla y pequeñas escenas que van configurando un correlato, una vía paralela de narrar. En este caso, las imágenes asociadas a la naturaleza, las que sirven como ecorrelato como señalando que la experiencia de la modernidad y las modernizaciones también hacen ruidos amenazantes no solo en la propia vida de las personas sino que también en los pequeños santuarios naturales que sirven para vender al exterior una imagen-país llena de belleza y esplendor. Pero, volcando la mirada hacia adentro, ¿qué pasa con los habitantes de este espacio? ¿Son ellos capaces de crear sus propios santuarios? ¿Cómo está siendo la vida cotidiana de las personas cuyos rostros parecen impermeables? Creo que esta película entrega algo de eso, una pequeña ayuda para tratar de responder estas preguntas. Sin duda, tiene muchos otros elementos que son dignos de comentar, incluso algo más técnicos y profundos que este somero texto. Pero una cosa es cierta: esta película me gustó porque hizo que la quisiera comentar en este pequeño recreo y porque ayuda a mirar(se) en un espejo rodeado de los otros, los que están al lado y a veces no queremos ver ni oír. Como en las fotos que se sacan los personajes (una de ellas encabeza este texto), esta película logra reunir distintas miradas dentro de un mismo marco. En la cohabitación de ese espacio, aunque temporal y precario, se nos va algo de la vida que a veces es bueno intentar(se) explicar.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Anoche, horas después de haber ido al estadio

Terminé de escribir esta historia. Al fin. Tengo 30 años y ya me siento capaz de decir, con toda seguridad, que he podido dar un punto final.

Fue anoche. Pero antes, debo decirlo, fui al estadio. En la tarde. Sí. Allí me sacudí de algunas bajas pasiones y a la salida encontré una revista del año 62 que andaba buscando hace muchos años y que me la vendió un tipo que tenía un visible tajo en la cara. Me dio su tarjeta y me dijo que tenía muchas más en su casa. Le pregunté por una del año 40 con la formación de la U campeón que necesitaba con urgencia y me dijo que también la tenía.

No me aguanté. Lo esperé a la salida, hasta que se fuera el último hincha y lo acompañé a su casa. Hacía calor y tenía sed. Bebí muchas cervezas. De todo tipo y sabores. El tipo de la cara cortada resultó ser un gran bebedor y conversador. No me moví de mi asiento, sino que apenas para ir al baño en unas cuatro o cinco ocasiones. Lo recuerdo muy bien. Estábamos en una mesa bebiendo cerveza y fumando, fumando mucho, pues el humo también es importante a la hora de hablar. Pudo haber sido café, también, pero esta vez bebí cerveza, muchas cervezas, pues no hay nada mejor en verano que una cerveza bien helada.

Pero todo esto es quizás anecdótico. El cuento es que anoche terminé de escribir esta historia. Fue llegando de Puente Alto muy avanzada la noche. Llegó un punto en que el tipo de las revistas me pareció insoportable y decidí partir. Recorrí gran parte de la ciudad en colectivos, pues ninguno me llevaba directamente hasta mi casa. Por lo tanto, abrí y cerré tres puertas en tres esquinas distintas. Lo curioso –y esto, para comprobar que dentro de acciones aparentemente sin importancia y sin mayor conexión, es posible encontrar alguna relación-, lo curioso, decía, es que siempre me tocó ir en el asiento del medio. De esta manera, involuntariamente, varias veces me vi cruzándome con los ojos del conductor a través del espejo retrovisor.

Pero esto tampoco tiene mayor importancia. Lo rigurosamente cierto es que no encontré ninguna verdad relevante en los ojos del conductor de cualquiera de los tres colectivos que tomé. En cambio, lo que sí verdaderamente me ayudó fue la sopa que me sirvió mi esposa una vez que llegué a la casa y luego de haber caminado una media cuadra. Porqué digo esto último, algo que aparentemente no tiene mayor importancia. Pero la verdad es que sí. Sí tiene importancia. El hecho de que haya caminado media cuadra antes de llegar a mi casa dio pie a que mi esposa me sirviera una rica sopa de pollo, aún cuando ella me esperaba en bata y eso, a veces, suele ser irresistible.

Hacía frío. Ese es el punto. Y no otro. Se comprenderá, por consiguiente, que habiendo estado en la casa de un desconocido bebiendo muchas cervezas hasta el punto de no recordar cuántas, habiendo recorrido la mitad de la ciudad en tres colectivos distintos –siempre en el asiento del medio- y habiendo tenido contacto directo con un frío aire de verano, todo esto únicamente por el afán de apropiarse de una revista del año 40, resultara el hecho de que mi querida esposa –llevamos pocos años de casados- tomara la decisión de servirme una sopa.

El ejercicio del matrimonio ha llegado hasta tal punto que, sin hablarnos, ella sabía que era extremadamente importante –en ese minuto- tomarse una sopa. Esta, en todo caso, ya estaba hecha. Solo había que calentarla. Pero esto último pareciera que tampoco reviste mayor importancia. Es más, cualquiera podría apuntar que este hecho carece, en toda su dimensión, de total relevancia dentro de esta historia. Y creo, en efecto, que no dudaría en señalarle a este eventual crítico, que verdaderamente tiene toda la razón. El hecho de que la sopa ya estaba hecha y solo había que calentarla, de verdad, no tiene mayor importancia. He decidido nombrarlo aquí, en este punto de la historia, para que no se creyera que este poco perfilado personaje –mi joven esposa- rayara en la bondad y perfección extrema. Si lo dije, fue para que se advirtiera un dato no menor: si la sopa no hubiera estado hecha, mi esposa en bata no me hubiera dado nada y yo, sencillamente, hubiera ido a parar en seco a la cama y no hubiera terminado de escribir, anoche, mi historia.

Así que tanto la sopa como mi esposa en bata tienen un rol fundamental dentro de todo lo que sucedió anoche, aunque después me haya olvidado de la bata. Por qué. Porque esperando la sopa fue, sin ir más lejos, que prendí el televisor y justo –créanme, no miento, aunque parezca cuento-, justo estaba comenzando una película. Se trataba de Scarface. Con Al Pacino.

(¿Será necesario hacer esta nota? Ah, bueno, por si alguien no sabe: Scarface es la historia de un cubano anticastrista refugiado en Miami que, empezando de cero, se arma su propia vida en medio del oscuro ambiente de las bandas de narcotraficantes. Se podría decir que se trata de una apología del manoseado tema del sueño americano, del suelo de las mil oportunidades, del hazlo tú mismo, solo depende de ti. Claro que, como se trata de la mafia, con un final catastrófico).

Pues bien, a estas alturas más de alguien se estará preguntando qué tiene que ver Al Pacino con todo esto. Y la verdad es que este hipotético lector tiene, sin duda, toda la razón. Creo que yo me haría la misma pregunta.

Con toda confianza puedo señalar que anoche terminé de escribir una historia que rondaba hace mucho tiempo por mi cabeza, algo realmente relevante para mi vida de 30 años con olor a cerveza –sobre todo si me pongo a pensar en cuáles han sido los aportes que he hecho a la sociedad a lo largo de estas tres décadas de vida- y que no hubiera podido concluir si anoche, por casualidad, no hubiera visto esa película.

Qué puedo decir. Quiéralo o no, uno establece relaciones afectivas con ciertas cosas y yo, en lo que nos compete, me encariñé con la historia de Tony Montana, el mafioso de origen cubano. A veces, los nexos llegan a ser ridículos. Tony –me permito llamarlo por su nombre- tenía una cicatriz en la cara igual que el tipo de las revistas a la salida del estadio; yo, tengo una en el estómago y otra en un brazo. Tony estaba empezando algo grande, como ellos dicen; yo estaba terminando algo grande. Por lo tanto, no podía dejar de sentirme cercano a este personaje. Sin dejar lugar a dudas, puedo señalar que haber visto anoche Scarface tomando una sopa de pollo servida por mi esposa resultó vital para poder concluir mi historia.

Fue anoche. Al fin. Tengo 30 años y ya me siento capaz, qué duda cabe, de dar un punto final a mi historia. La historia de un hombre de 30 años que colecciona revistas Estadio de hace 30 o más años y que busca por todas partes aquellas tapas donde salen las formaciones de los equipos de la Universidad de Chile los años que salió campeón. La historia de un hombre que compra una revista del año 62 a la salida del estadio, se hace amigo del librero que vive en Puente Alto y tiene en su casa una Estadio del año 40 con la formación del primer equipo de la U que salió campeón. La historia de un hombre que logra completar su colección después de años de búsqueda, que tiene un tajo en la cara del estómago, le gusta fumar, conversar y tomar cerveza al mismo tiempo que se da el lujo de escribir una historia. Pero, en fin, esto, definitivamente, es otra cosa. Ya no tiene mayor importancia. Tal vez lo importante radique en la sopa de pollo.

martes, 6 de octubre de 2009

Santa Laura: santuario futbolero

"Amo a Santa Laura, no lo comparo con ningún otro del mundo, aunque los otros sean suntuosos, grandiosos y eso. Y lo amo porque es acogedor y querendón, porque allí el fútbol se paladea mejor y resulta más sabroso. Y lo amo por su tradición y por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por el aporreado fútbol de mi tierra".
Renato González, Mr. Huifa.

"Tarde o temprano, Santa Laura irá engrosando los recuerdos y las añoranzas de un pretérito imborrable. Todavía quedan vestigios del antiguo frontón y la pelota vasca, de la bolera para goce de los asturianos, de las canchas de tenis por el ingreso a la galería norte. La piscina, en cambio, dio lugar a un amplio estacionamiento para automóviles. La metamorfosis grafica el cambio de épocas y por ende el cuadro costumbrista".
Julio Martínez.

El jueves 1 de octubre visitamos Santa Laura el Sapo, Enzo, Mauro y yo para presenciar el partido entre Unión Española y Vélez Sarsfield. El Sapo, viejo amigo de infancia, alguna vez me regaló una pelota de fútbol; con Enzo, un querido amigo argentino hincha de Boca, a veces ensayamos ridículamente algo de tenis; Mauricio Márquez, en cambio, es el autor de las fotografías que acompañan esta crónica y se animó a ilustrar esta página aportando desde su propio punto de vista: desde el lente de la cámara. Sin embargo, como fanáticos del fútbol que somos, de alguna forma los cuatro escribimos esta pequeña historia.


Las calles del barrio, sumergidas en una semipenumbra de barco apenas iluminado por la luna, descansan bajo los ancianos faroles de la misma forma que lo hace un señor apoyado en una pared -formalmente vestido, sesenta años, impecable chaqueta, chaleco y camisa, más un sombrero café de otra época- con la mirada algo perdida y apagada, no sabemos si está ebrio o es un fantasma que viene del Cementerio General a saludarnos.

Algunas personas van a comprar a la botillería algo para calentar la noche, mientras algunas mujeres solitarias en las puertas de sus casas miran para afuera aquella nebulosa que no forma parte ni tiene que ver con lo que, suponemos, está adentro: la casa ordenada a la hora del té previo a la telenovela, antes de cerrar los postigos, antes de dejar colgado en la cocina el paño que seca la loza y deja descansar por una noche más a la vieja cocina, compañera de silencios.

En los alrededores del estadio la gente camina sin apuro. Se trata de un partido por los octavos de final de la Copa Sudamericana, pero el hincha de Unión es, por naturaleza, doméstico, apacible, sin aspavientos. Les muestro a los muchachos la casa de mis sueños: aquella cuyo patio trasero da a la cancha dos de Santa Laura, donde alguna vez siendo adolescente jugué un partido de prueba pensando ilusamente que podría llegar a ser futbolista. Esa casa donde tal vez muchos de nosotros debimos haber nacido, esa casa en donde pasaron su infancia y juventud los amigos italianos de uno de mis hermanos. Alguna vez viví cerca de un estadio, muy cerca, a solo cinco minutos a pie y puedo señalar con certeza, pese a lo que dicen algunos vecinos asustados de otros estadios santiaguinos, que es el mejor barrio posible para vivir: el lugar donde cada cierto tiempo la gente se junta solo por pasión, gusto y amor por el deporte. Algo difícil de explicar, es verdad, pero que tiene relación con la nobleza y la fraternidad. En los barrios que circundan los estadios se esconden miles de historias y ruidos lejanos de gente que ha ido a una cancha de fútbol a vivir un simple, pero apasionado momento de distracción o, quizás, la gloria que no se vive de modo cotidiano. En estos lugares, un aire a experiencia de la temporalidad deja su huella en las paredes y fija en la memoria un recuerdo indeleble.

Los árboles, la gente y las casas que circundan Santa Laura parecieran hablarnos de otra época: de un barrio tradicional de Santiago de Chile que ha logrado sobrevivir a la retroexcavadora animalesca de las modernizaciones urbanas, un barrio que nació y creció en torno a la hípica y el fútbol y que se define a sí misma por esa condición (antiguamente, por estas calles estuvieron también las canchas propias de la UC y de Audax y viven en ellas muchos ex futbolistas). Por eso, aquí todo parece eterno y es el mismo de hace ochenta años el grito del vendedor de banderas como el de la vendedora de maní. La manera de jugar al fútbol ha cambiado, la manera de ver el fútbol ha cambiado, algunos hinchas son particularmente molestos por su excesiva agresividad, pero el de Unión parece el mismo de siempre, el que nos habla de cierta civilidad, pero al mismo tiempo de una cierta negativa quietud, que no transmite la pasión necesaria para que su equipo ponga en la cancha la mística que a veces se necesita para ganar los partidos.

Ubicados en algún sector de la Galería Honorino Landa, donde se ubica la parcialidad local, algunos cumplen con uno de los ritos santalaurescos: golpear con los talones el latón que cubre el espacio entre el asiento y los pies, simulando algo así como un temblor, en la expresión más genuina e infantil que puede haber en el hincha del fútbol chileno. En el sector del frente, en cambio, un respetable grupo de seguidores de Vélez llenan de lienzos los espacios vacíos y hacen sentir su presencia con el caractaerístico cantito trasandino, aquel de acento lento y afinado, pero que se escucha con fuerza en algunas ocasiones.

Nuestro fotógrafo, en tanto, se pasea por diversos lugares tratando de captar algo propio del ambiente: generaciones de hinchas hispanos (abuelo-padre-nieto), las vendedoras de sandwichs de carne mechada, las banderas rojas y amarillas, la salida del equipo. Pronto va a comenzar el partido y ya hay cierto ambiente copero.

En el primer tiempo, la Unión sorprende con buen fútbol y dos aciertos que lo dejan al borde de la clasificación. Pero Vélez nunca renuncia a la paciencia y ayudado por el tempranero descuento comenzando el segundo tiempo, se vuelca con toque hacia el arco de Limenza hasta encontrar, en los minutos finales, el gol que les permite pasar a la siguiente ronda. Recién entonces el elenco hispano logra despertar de su largo letargo, que hizo que pasaran todo el segundo tiempo en su propio campo, muy lejos de lo mejor que saben hacer: tener la pelota y hacerla rotar, como hace siete días en el Amalfitani, como en todo el Apertura 09 que valió un subcampeonato. La Unión termina pagando su adormecimiento con una eliminación tan justa como inesperada. Esta aparente contradicción tiene una única explicación: los errores defensivos y las desconcentraciones en los últimos minutos de juego, algo que en estas instancias se paga demasiado caro. La Unión hizo ver por momentos muy mal al último campeón argentino, pero fue incapaz de abrochar una clasificación por su inexperiencia y su falta de jerarquía necesaria para estos partidos. Vélez, de la mano de Caruso, el banquero que dio vuelta la tortilla, vuelve al otro lado de la cordillera junto a su bullanguera hinchada, como sobrevivientes de un duro duelo de 180 minutos del cual se levantaron estando en el suelo.

Con el fatal destino encarnado en el pito del árbitro, los hinchas rojos poco a poco se retiran del recinto cabizbajos, decepcionados, profiriendo insultos hacia su entrenador, aún no creyendo cómo su equipo regaló los dos partidos. Nosotros, en tanto, también nos retiramos tratando de encontrar una explicación futbolística para este resultado y apreciamos cómo la noche de primavera santiaguina de pronto parece más oscura y el barrio algo más melancólico. Santa Laura queda bajo una penumbra triste y solo los hinchas velezanos disfrutan. Nosotros, en cambio, nos contagiamos con el pesar general y parecemos un hincha derrotado más, silenciosos, tímidos, avergonzados.