lunes, 1 de marzo de 2010

Vivir en un país catastrófico

Foto: Gentileza de Felipe Guerrero
Es extraño. Ya han pasado casi 48 horas desde que un tremendo terremoto y varios tsunamis han sacudido a nuestro país y recién baja una cierta angustia que hace que a esta hora de la noche, en medio del silencio que se "escucha" en la ciudad, salgan estas palabras algo atontadas e inconexas reviviendo parte de las terribles emociones experimentadas en estas horas. Como si escribir aliviara en parte los nudos apretados de una cuerda demasiado tensa y enredada como madeja de lana. Como si todo sirviera para pensar que esta noche se puede dormir un poco mejor arriba de un suelo en permanente movimiento.
Mi hermano Felipe, el autor de la foto que acompaña esta crónica, esa cruz caída que no cae del todo, me comenta hace poco que ya van más de cien réplicas sobre grado 5 desde el terremoto del sábado 27 de febrero de 2010, a las 3:34 de la madrugada. Cada temblor fuerte hace bailar el edificio donde vivo. Cada temblor fuerte hace que con Alejandra nos movamos y levantemos y saltemos a la cuna a ver a nuestro hijo recién nacido, con los brazos extendidos por si debemos tomarlo y partir a donde el instinto de sobrevivencia nos lleve. Cada temblor fuerte es una pequeña angustia que revive.
Han pasado varias horas desde que nos despertamos una noche más con un sacudón ruidoso, un temblor más, que ya va a pasar. Pero este no pasó, este rugía, este hizo que tomara en brazos a mi hijo de dieciocho días de vida y nos pusieramos bajo un dintel piruja a que pasara todo, mientras mi esposa rogaba para que todo fuera rápido ya, pero nada era rápido, todo era como en cámara lenta, mientras el suelo se movía y se movía, hacía que nos golpéaramos nuestras cabezas, y en tanto escuchábamos cómo todo rugía a nuestro alrededor, tantas cosas que caían, yo tratando de mantener la calma y ella rezando para que todo acabara ya. Luego, un silencio prolongado todo alrededor. El silencio que viene después de toda catástrofe. Luego, moverse rápido. Vestirse. No encontrar mis lentes, ponerse los de repuesto que felizmente estaban a mano. Cortar los tapones de la luz. Ver un montón de cosas en el suelo. Vidrios. Cuadros. Libros. Salir y escuchar golpes. Gente atrapada en sus departamentos. Ayudar a botar las puertas. Todos los vecinos que se reúnen abajo. Frío. No se vaya a resfriar nuestro hijo. Alguien nos presta una frazada y lo tapamos. Subo de nuevo, pero está oscuro. Alguien me presta una linterna. Recojo una frazada y la leche que mi hijo tomará plácidamente media hora después sin enterarse de nada, para luego dormir hasta el alba. Veo un poco mejor cómo están las cosas de mi departamento. El televisor y el computador sobreviven. La biblioteca se vino abajo. El suelo está pegote. Hay restos de jugo y salsa de tomate. Sobre todo, salsa de tomate. Dos días después, el olor de la salsa aún me dan ganas de vomitar.
Hay mucho movimiento en el edificio. Felizmente vive entre nosotros un ingeniero de prevención de riesgos, quien lidera en materia de todas las precauciones a tomar. Cerramos las llaves de gas, abrimos el portón de salida de vehículos, constatamos de que no haya nadie más atrapado. El edificio ha resistido bien. Estamos todos afuera hasta que esclarezca. Sobrevienen las típicas conversaciones entre vecinos que apenas se conocen. De pronto vienen la Giannina y Cristian en auto junto a su hijo de un año y cuatro meses y pasamos el resto de la noche afuera escuchando la Radio Cooperativa, sintiendo nuevas réplicas, viendo a lo lejos el resplandor de los golpes eléctricos. Vamos a su edificio y ayudo a reincorporar la puerta de su departamento que desmontaron desde los postigos. Volvemos al auto y hace frío. Volvemos a nuestro edificio y vemos en el camino a mucha gente fuera de sus casas, fuera de sus edificios, agrupados, envueltos en frazadas. Siento que la compañía ayuda a pasarlo algo mejor. La compañía ayuda a botar las tensiones. La compañía ayuda a pasar la mañana juntos hasta mediodía en un improvisado campamento en el living con nuestros niños durmiendo el más inocente de los sueños. La compañía se agradece mucho, de verdad. Increíblemente, tenemos luz, agua e Internet. Tenemos, entonces, un margen de cosas prontamente resueltas. Pero vemos las noticias y poco a poco comenzamos a dimensionar a través de Televisión Nacional de Chile todo lo que ha sucedido, todo lo que está sucediendo. Mientras tanto, las conexiones telefónicas están bloqueadas y es difícil saber de familiares y amigos. Pasan varias horas más hasta enterarse que todos están bien, mientras por tevé las cifras de muertos aumentan y aumentan y esto se vuelve cada vez más trágico. Sobre todo cuando vemos edificios como el nuestro botados en el suelo como árboles podridos, pero llenos de gente atrapada.
Todo el fin de semana consiste en llamadas y visitas breves. En ordenar de a poco el caos existente. En coordinar con gente del edificio las acciones a seguir respecto a los daños ocasionados. Converso con algunos vecinos, entro a sus departamentos y tomo registro fotográfico de los daños. De algo servirán. Algún seguro se podrá cobrar. El lunes reunión extraordinaria. Veremos qué pasa. Mientras tanto como que no hay hambre, como que no hay sueño. Hemos dormido unas pocas horas y el fin de semana consiste en ver la televisión y hablar por teléfono, en ordenar y sentir a cada rato un temblor tras otro. En impactarse con las imágenes de saqueos y el frío resplandor de la devastación que hace brillar los escombros de poblados enteros en el suelo.
Las cosas de la vida. A nuestro hijo le toca, el día del quinto terremoto más grande de la historia, su primer baño. Aprovechando un momento de tranquilidad, poco antes de anochecer, comenzamos nuestro familiar ritual. Sacamos fotos, grabamos un video, capturamos el momento que luego nuestro pequeño podrá recordar. Luego le damos de comer y todo transcurre como un paréntesis, el chapoteo en el agua, el llanto, el olor a piel limpia, unas sonrisitas que apenas se esbozan o queremos imaginar. Todo esto es un paréntesis. Porque a las nueve queremos estar pegados a las noticias para saber más detalles de este 27 de febrero que jamás olvidaremos, de la misma manera como nunca olvidamos el 5 de marzo de 1985, el día de nuestro último gran terremoto cuando eramos unos niños despreocupados que jugaban en la calle, a eso de las ocho de la tarde, como todo ese verano. Todo esto es un paréntesis. Porque afuera se establece la sombra de la devastación.
Chile y su loca geografía, como dijera Benjamín Subercaseux. Un país tan extraño como imprevisible que nos depara este tipo de cosas. Un país acostumbrado a las catástrofes: desbordes de ríos, anegamientos, aluviones, explosiones de volcanes, tsunamis, terremotos. un país que cada cierto tiempo se inmoviliza y se para, donde todo se vuelve caótico y luego todo vuelve a funcionar de nuevo. Un país trágico en la piel. Un país tan acostumbrado a los golpes que los golpes lo han vuelto duro y resistente. Un país que se cae y se levanta. Tropieza, vuelve a caer y vuelve a levantarse. Un país loco, rodeado de mar y montañas, desiertos y bosques. Un país acostumbrado a vivir bajo el yugo poderoso de la naturaleza. Inclemente. Tirano. Castigador. Este país, esta tierra donde vivimos. Este trueno, este llanto, este silencio; esta ironía, este miedo, este insomnio; este descalabro, este cataclismo; esta fisura, esta herida. Este país.