viernes, 19 de febrero de 2010

Romántico viajero

Fotos: Gentileza de Roberto Cabrera

Copa Libertadores 2010. Nuevamente el sueño de lo imposible. La anhelada copa. La obsesión. El deseo de gloria. De querer ser un grande de Sudamérica. De quedar por siempre en los anales de la historia. Primer desafío internacional del año y la U se enfrenta a Caracas en Viña del Mar.

Como dice el viejo himno del club, como "románticos viajeros" nos dirigimos "más allá del horizonte" para ir a ver a la U, como fieles hinchas, una tarde calurosa de febrero junto a Aldo y Roberto (otros ya viejos hinchas azules como yo, de esos que fuimos por primera vez al estadio a mediados de los años 80 acompañados por nuestros padres o hermanos mayores) en dirección a la costa para presenciar en directo el debut copero de nuestra querida institución.

¿Por qué Viña? Porque el mítico Nacional está siendo remodelado. Porque otros clubes como Unión y Colo Colo no prestan sus recintos a la marea azul. Porque la U no tiene estadio. ¿Por qué la U no tiene estadio? La historia es larga. En al menos tres ocasiones se estuvo relativamente cerca de concretar algo así, en los años setenta, ochenta y noventa. Alguien algún día debe contar esa historia. Es una cargada de tragedias y dolores, que va desde lo pusilánime y poco ambicioso de los dirigentes antiguos, cuando la U efectivamente representaba a la universidad estatal, hasta el descarado robo y saqueo del club de dirigentes asociados al régimen militar que ni siquiera vale la pena nombrar.

La U debe ser un caso único en el mundo. Si en los años cuarenta a sesenta representaba a un sector de clase media estudiantil y profesional, a partir del Ballet Azul de la década del sesenta poco a poco logró expandirse en la población hasta obtener a fines de los años ochenta y comienzos de los años noventa un carácter popular tan creciente como impresionante y difícil de explicar cuando se considera el dato poco triunfalista de que entre 1969 y 1994 pasaron veinticinco años sin obtener títulos nacionales ni logros de ningún tipo. Es decir, la U se fue haciendo más popular a medida que más se hundía a nivel institucional y deportivo hasta el punto de que en 1988 cae, por primera y única vez, a la segunda división profesional. El día del ascenso, un día de enero de 1990 en Curicó, refleja en gran parte ese inexplicable fervor. Roberto estuvo allí ese día en medio del clásico cerro que está detrás del viejo estadio La Granja. Su relato se agrega al de muchos más que tienen historias vividas de esos días de sufrimiento.
Es por esto en parte, esta extraña condición de "no lugar", la que hace del club algo excepcional y a sus hinchas dueños de una mística difícil de replicar. Esa mística tiene su origen en el juego aguerrido que siempre mostraron los diferentes equipos desde que en 1938 debutaron en primera división y se confirma año a año por la multitudinaria hinchada que acompaña cada juego de los azules. Y esa mística vuelve a refrendarse una vez más por la situación actual de no tener un lugar estable donde hacer de local, haciendo que el movimiento de banderas y poleras un día se traslade a Coquimbo, otro a Valparaíso, otro a Rancagua, otro a Viña, sin importar el estadio, sin importar el marcador.

Junto a mis estimados contertulios, como diría Máximo Clavería, enfilamos por la ruta 68 y casi en caravana nos confundimos con decenas de autos y micros repletos de hinchas. La hora y media que separa la ciudad jardín de la capital se hace corta recordando anécdotas y contando todo tipo de historias. Hacemos un alto en un almacén en lo alto de la ciudad para aprovisionarse de unos sandwiches de jamón y queso y de algún refresco para el calor y llegamos directamente a Sausalito, el hermoso estadio mundialista de la ciudad junto a la laguna del mismo nombre, luego de dejar bien estacionado nuestro vehículo frente al Sporting Club.

El estadio se repleta de gente venida de todas partes, no solo de Santiago, sino que también de poblados cercanos como Villa Alemana o Quilpué, de Viña y Valparaíso y quien sabe de dónde más. Un recinto colmado de hinchas aplaude la aparición del equipo con humo de colores rojo y azul, con globos aflautados, banderas de todo tipo, serpentinas y papel picado. Los jugadores levantan las manos para saludar y están concientes de los sueños que toda esa gente viene a buscar.

La U golpea desde el principio con un gol de penal de Olivera cuya infracción previa pocos lograron percibir con claridad. Pero el fútbol lo intentan establecer los venezolanos aunque sin mayor profundidad, por lo que el juego se vuelve más bien discreto, errático, escaso en emociones.

En el complemento la situación cambia con la actuación de Puch, especialmente, quien le da un nuevo aire al equipo, haciendo coincidir su ingreso con los mejores momentos del partido, con Caracas buscando su opción y con la U intentando liquidar el pleito. Pero todo sigue igual hasta el final. 1 a o ganan los azules en el debut, sin mucho más que comentar que lo importante era ganar, aunque todos nos retiramos de Sausalito sabiendo, internamente, que hay mucho que mejorar y que con este juego no se va a poder llegar muy lejos.

En la vuelta se siente un poco el cansancio del viaje. Paramos en un servicentro para degustar un café y luego proseguimos de vuelta a la ciudad para a la medianoche enfundarse en las cálidas sábanas del sueño, como el "romántico bohemio" del himno institucional que vuelve a casa luego de una larga jornada de jolgorio y brindis junto a los camaradas.

sábado, 6 de febrero de 2010

Escarbando en la memoria

Verano en Santiago puede resultar el lugar más agradable del mundo cuando se tiene tiempo para apurar las tediosas tardes calurosas y el cerebro está totalmente desconectado de cualquier situación asociada a trabajo, labor o preocupación. La ciudad se vive a paso lento con las calles semivacías, al atardecer corre una suave brisa cordillerana, la gente sale a la plaza, llena la heladería y pierde el tiempo en una terraza de bar o a la salida de su casa, la cordillera se aprecia nítida y el cielo es puro como promete la canción nacional. Verano en Santiago equivale a que nadie tiene prisa por nada y da lo mismo pasar la noche hasta tarde conversando de todo y de nada, sin mucho afán. Santiago en verano invita al relajo con sus cálidas noches y, sobre todo, a estar dispuesto a recuperar algunas cosas perdidas o a descubrir otras nuevas.

Algunas de estas cosas perdidas tiene relación con la lectura de libros que tuvieron que hacer cola para ser leídos, la visita a la filmografía olvidada por allá en el invierno o la simple puesta al día con el amigo que vive en provincia. Pero también hay espacio para el descubrimiento que significa, a su vez, una recuperación. Me explico. Ya no me daba el tiempo para ir a los museos, esos espacios artificialmente armados para que uno agregue a su memoria ladrillos especiales de información. Se trata de una acción que debiera ser frecuente, que alguna vez lo fue, pero que por alguna extraña razón había dejado de ser importante.

Santiago está lleno de museos. Algunos ni siquiera sabía que existían, como el Museo de la Educación Gabriela Mistral en el antiguo y hermoso barrio Matucana. El de Bellas Artes y el MAC siempre se visitan, por eso no cuentan. Pero aparte de estos, en el último año, creo haber ido con suerte al magnífico Centro Cultural Palacio La Moneda una o dos veces y pare de contar. ¿Y los otros? Ahí están en su inanidad estudiantil, inermes como lagartijas a la espera del cerebro asoleado que los alumbre.

Pero en Santiago hay un museo nuevo. Y a este sí que había que ir. Se trata del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos, recientemente inaugurado por la presidenta Bachelet en los últimos días de su ejercicio como jefa de estado antes de entregarle el poder, en marzo, al primer presidente de centroderecha electo en más de cincuenta años.

Por la prensa y por las redes sociales, supe que la afluencia de público había sido alta y frecuente, animada y silenciosa, rencorosa y triste. Sin poder explicarlo muy bien, supe que había que ir antes de marzo. Porque nunca se sabe. Porque algunas cosas pueden cambiar. Porque en Chile se acostumbra borrar con el codo lo que se escribe con la mano, qué gran expresión. Porque la historia nunca es única, siempre una versión, y me interesaba en particular esta versión, la que representa a las víctimas del terror de estado cuando el estado se vuelve irracional y fáctica e ideológicamante atentatorio en contra de los ciudadanos que lo conforman. Este museo es la historia de nuestro país desde 1973 a 1990 contada, especialmente, por las voces que antes fueron silenciadas, ninguneadas y olvidadas. No es menor que su principal impulsora, la presidenta Bachelet, haya sido una víctima más como tantos otros de ese periodo negro de nuestra historia. No es menor que justamente haya sido ella la que abre la puerta de este lugar para todos los ciudadanos de Chile y el mundo.

Por razones que no cabe aquí explicar, porque tienen relación con la vida privada de los árboles de mi infancia, siempre sentí una particular atracción por el sujeto víctima. Aquel que ha sufrido una injusticia. Aquel que le ha tocado algo no esperado y ha cambiado toda su vida. Aquel que ha sido pisoteado sin misericordia por todo tipo de poder hasta el más ignominiosamente humano. Como sujeto de nacionalidad chilena nacido en dictadura puedo señalar que gran parte de mi infancia tiene que ver, precisamente, con la victimización, el miedo y el dolor. Miedo y dolor del cual costó mucho, realmente mucho, sacudirse. Miedo a la tortura, miedo a la desaparición, miedo al crimen impune, miedo al gran pisotón del castigador. Al visitar este Museo algo de esa infancia perdida volvió a aparecer. No ese miedo aterrador, por supuesto, sino un aire de tristeza por tanto dolor, el renacimiento de una cierta fractura, una herida que se creía sanada, un cierto dolor físico como única expresión de un trauma que creía superado. Dolor de cabeza, dolor estomacal, dolor a secas.

El Museo está hecho, principalmente, en base a documentos. Documentos de diverso tipo: audiovisuales, imágenes fotográficas, recortes de periódicos y revistas, memorandum oficiales del gobierno como de instituciones públicas, cartas privadas, papeles judiciales, dibujos, extractos del Informe Rettig y todo tipo de objetos personales, entre otras cosas. Todo este conjunto termina siendo una muestra universal de realizaciones privadas de la historia de Chile. Y todos estos fragmentos permiten reconstituir parte de esa gran y terrible historia común. Terminan siendo signos de una herida común, un trauma que no ha sido totalmente cerrado y que, como diría Derrida, al no estar completamente sellado reaparece de modo fantasmal. Aparece. Y reaperece, aunque no se le invoque. Como fantasma. De esos a los que no es agradable verles la cara. Aparece. Y reaparece. Y al reaparecer causa revuelta, dolor, indigestión. El Museo de la Memoria es lo más parecido a una casa habitada por fantasmas. Ellos están allí porque no tienen sepultura. Ellos están allí porque todavía nos recuerdan y nos piden descanso, paz y justicia.

Muchas de las personas que fueron víctimas del terror deben asociar ese dolor a objetos, lugares, olores, cosas. Mientras veía el video del bombardeo a La Moneda me detuve a observar los rostros de los que estaban allí presentes. Algunos lloraban y evitaban ser vistos. Pensé que esa imagen del misil derrumbando el frontis del palacio de gobierno ya debe ser lo suficientemente fuerte para quienes lo pudieron presenciar en vivo. Gente más joven observaba con consternación para luego partir en silencio. Pensé que ese solo acto puede llegar a ser un acto de pequeña sanación para algunos. Pero hay otros que tienen que ver únicamente con la vida privada. Algunos hablaban, por ejemplo, de la rejilla de desagüadero con forma de caballito de mar que formaba parte de sus celdas de encierro. Todo el dolor se concentra en esa rejilla. Es el recuerdo físico del dolor.

En el caso de esta infancia reaparecida de modo fantasmal, la parte visible del dolor tiene muchas formas: la clásica música de la cortina informativa de Radio Cooperativa, los apagones, el caceroleo, las protestas. Pero por sobre todo, el montón de revistas que mi padre traía a la casa y que terminaron guardadas en lo que llamábamos "la pieza de los cachureos", una especie de bodega que quedaba en el patio trasero, donde se solía dejar todos los restos de las cosas inservibles o rotas y que no calificaban para ser botadas a la basura. Entre montones de discos, papeles y libros viejos, había un montón grande de revistas Apsi, Análisis, Cauce y Hoy. Gracias a esas revistas, gracias a mi viejo, construí mucho antes mi propio museo de la memoria y jamás olvidé. Gracias al trabajo valiente de los periodistas de esos medios la infancia marcada por el terror se volvió información, memoria y acción. El Museo de la Memoria recientemente inaugurado hizo reaparecer esas revistas. Y no sin dolor, pero con algo de cariño, la imagen de un niño encerrado en una bodega en la tarde muerta cuando todos descansan aprendiendo sobre la muerte y las fracturas, sobre la justicia, la rabia y el dolor, sobre el miedo y la humillación, sobre la necesidad de escarbar, siempre, en la memoria.

Muchos han criticado los objetivos y los procedimientos, los modos y las decisiones adoptadas en torno a este Museo. Poco me importa lo que se diga sobre él. A mi me parece necesario. Y me basta con que haga recordar y que me ayude a hacerlo con mis hijos cuando puedan empezar a comprender las mecánicas oscuras de la historia.