sábado, 28 de noviembre de 2009

Fe en la palabra

Santiago es una ciudad que ha cambiado notablemente en los últimos veinte años. Algunas modernizaciones viales, sin dejar de ser impactantes para ciertos grupos de vecinos, permiten, por ejemplo, atravesar la ciudad -en auto- de poniente a oriente o viceversa en veinte minutos cuando hace unos años la odisea podía significar fácil dos horas. Edificios de gran altura, tan violentos como grotescos, han reemplazado las viejas casas de grandes patios de barrios tradicionales de Ñuñoa y San Miguel, por ejemplo. Los grandes grupos económicos construyen inmensas torres corporativas intentando batir récord de altura a nivel sudamericano y haciendo muestra de que todo su poder es, verdaderamente, insaciable. Uno de esos edificios altos, tan extraño y simbólico como un celular, en un país como este donde hay más teléfonos celulares que personas, se construyó sobre un terreno que durante muchos años estuvo baldío y en donde tuve la posibilidad de ir por primera y única vez a un circo, siendo niño, acompañado de mi tía Nancy.

Pero perdón por esta regresión. Si los años de dictadura fueron los ideales para cultivar un modelo económico infranqueable, tan férreo como infalible, los años concertacionistas posteriores fueron los mejores para administrar ese modelo como el mejor de los empleados, bajo la supervisión atenta del patrón, quien desde las sombras solo vigilibaba, levantaba la mano de vez en cuando para hacer alguna indicación o alzaba la voz firme para dar la orden precisa, cuando correspondía, porque había que cuidar el fundo. A veces, muy pocas veces, y solo porque las ganancias fueron exorbitantes, los patrones premiaban a su capataz con grandes aplausos y declaraciones, premios y distinciones, editoriales y columnas de opinión. Así fueron los últimos días del mejor capataz de todos, Ricardo Lagos.
Chile es un gran fundo, dice Jorge González, no el cantante, sino el personaje que encarna al cantante en la buena obra del poeta Pablo Paredes, Jorge González murió. Es cierto, las estructuras relacionales de nuestra sociedad son tan antiguas y enraizadas que se terminan reproduciendo, siempre, de distintas maneras, pero con el mismo fondo. Tal como lo ha sido el esclavismo encubierto que ha exisitido en nuestro país desde la colonia, cuya máxima muestra fueron el sistema de inquilinaje, los trabajos en las minas del salitre y el carbón, y el sistema de nanas puerta adentro, situación esta última que tanto ha llamado la atención, a raíz, justamente de la película La nana, dentro de las culturas liberales europeas. Algo de todo esto, por cierto, lo ha tratado de mostrar y explicar nuestro querido historiador de lo social, el profesor Gabriel Salazar, todavía ninguneado dentro de ciertos círculos oficiales.

Pero estas notas pseudosociológicas solo quieren llamar la atención sobre una cosa no menor dentro del contexto cultural de nuestro país, hoy, en sus doscientos años: que el sistema que nos fue impuesto desde hace ya treinta a cuarenta años, tan seductoramente perverso con sus invitaciones a la fiesta del consumo, tan mentiroso y desigual, te deja muy pocas posibilidades de acción: o te sumas a él sin asco, o te sumas con descontento, pero te tienes que sumar. El reverso, significa la exclusión. Y la exclusión se castiga con severidad. Hay muchos que intentamos resistir desde trincheras precarias, pero con la dignidad de la resistencia: desde la docencia, desde la práctica social, desde el sindicalismo, desde el anarquismo, desde la creación artísitca, desde la escritura.

El documental de Francisco Hervé, El poder de la palabra, nos habla de esta derrota que se asume con resistencia, orgullo y dignidad. Nos muestra cómo, producto de la implementación del Transantiago, los vendedores ambulantes asociados al SINTRALOC, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Locomoción Colectiva, se vieron amenazados en sus fuentes de ingreso al anunciarse que con el nuevo sistema de transporte ya no iban a poder subirse a las micros a realizar su trabajo. Liderados por un grupo admirable de personas, se organizaron, lograron agrupar a sus compañeros, hacerse oír y entender y llegar con sus reclamos ante las autoridades para defender sus intereses y poder seguir trabajando. Obligados a movilizarse para no ser arrastrados por la aplanadora de los nuevos buses articulados, estos trabajadores se vieron en la necesidad de mostrar una cara seria, organizada, como lo exige el sistema que extiende sus brazos y acoge a quien quiera acogerse, aunque quedes en un rincón, pero lo hicieron por ellos mismos, porque eran lo que sabían hacer y lo que les gustaba hacer, como esos payasos que se ríen de uno de los integrantes de la comisión seleccionadora de artistas para que puedan subirse a la locomoción colectiva. Obligados a nadar en medio del mar, tomaron clases de oratoria, eliminaron a los malos elementos de sus filas y proyectaron una imagen grupal coherente. Solo así pudieron sobrevivir y hoy pueden seguir trabajando como cuando lo hacían con las micros amarillas.

Hay otros como el Bucanero quienes fueron obligados a resignificarse. Ya no podía tener su habitáculo de chofer de micro lleno de adornos, espejos, banderines y calcomanías. El nuevo sistema no lo consideraba. Pero debía seguir trabajando, ahora con su "Raspesantiago", su micro amarilla enchulada. Así, como ya no podía tener su nombre gigantescamente puesto en el vidrio trasero de su micro, se lo tatuaba en la espalda para no olvidar, para no olvidarse de ese otro tiempo en donde en donde su vida cotidiana transcurría rodeada de pequeños afectos.

La película de Hervé nos muestra a un Chile en transformación, permanentemente en construcción, un país donde pasan muchas cosas. Resulta interesante, pese a todo, esa intensidad. Como también son interesantes, en la película, los momentos dedicados a mostrarnos las capacitaciones a los nuevos choferes del Transantiago, los discursos que allí se dan, las situaciones que se construyen y las expectivas nuevas que recaerán sobre los nuevos "operadores". Los momentos relacionados con su caótica puesta en marcha. Gestos, diálogos, miradas de cámara como de reojo, utilizando una excelente gráfica micrera y un ritmo de narración tan rápido como los cambios que se suscitan en este periodo de nuestra vida nacional, ávido de sumarse a los países más ricos de nuestro planeta a costa, aún, de mantener una de las sociedades más desiguales en términos de ingresos.

Cuando era estudiante universitario propiciaba un extraño anhelo por la ficción. Es extraño, pero ahora que estoy un poco más viejo, me parece mucho más interesante la no ficción. En esa categoría entran los documentales. Y será porque Chile es y ha sido, siempre, un país de documentalistas, que es impresionante la gran cantidad de estos que se producen en nuestro país. Su circuito, sin embargo, es reducid y su propaganda, escasa. Un canal de cable y la televisión nacional dedican, con cierta regularidad, espacios para su difusión, aunque en horarios generalmente nocturnos, cuando la mayoría de la gente duerme. Aún así, gracias a esta programación he podido ver últimamente buenas películas. Algunas dedicadas a escritores como Stella Díaz Varín o José Donoso, otros dedicados a personajes extremos de nuestra ciudad, como el Divino Anticristo, y uno de un soldado chileno que participó como mercenario en la Guerra de las Malvinas que me provocó gran impacto. Cuando uno va al cine a ver estas películas, en tanto, como la de Un diplomático francés en Santiago, o, La ciudad de los fotógrafos, o, El diario de Agustín, tres de las que he visto últimamente en pantalla grande, generalmente uno está acompañado de no más de tres o cinco personas, y la sensación de qué pena que esto no sea más público resulta terrible. Se anhela mayor difusión y el deseo de propiciar una discusión con estos excelentes trabajos de nuestros realizadores. Este texto, en parte, quiere incitar a eso, colaborar con eso. Porque estos documentales nos muestran una parte de nosotros mismos que tal vez no entendemos o queremos ocultar, porque nos hablan de un Chile diverso y complejo, en donde suceden tantas cosas que es bueno detenerse a contemplarlas y pensarlas. Un país acostumbrado a obedecer. Un país que requiere de más acción. Un país que no acostumbra a verse al espejo y hablar. Hay que tener más fe en la palabra.

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