martes, 13 de abril de 2010

Algunas cosas sobre la ciencia astronáutica

Está claro que el mejor cine casi nunca llega a las grandes salas y casi nunca es visto por masas de gente haciendo fila, pop corn en mano, por varios minutos. Salvo, claro, fortuitas excepciones de cine bueno con ganancias.

Algunas de las mejores películas (aquellas capaces de entregarte una verdadera experiencia de cine, es decir, olvidarte, realmente, entre otras cosas, de toda la furia citadina de allá afuera y de toda la furia psicológica de acá adentro, en pos de una historia bien contada) apenas aparecen en algunas salas olvidadas. Aquellas películas que constan de dos requisitos básicos: una buena historia y bien contada.

A propósito de una muestra de lo mejor de los últimos cinco años del Festival de Sundance, surge una película como esta: Rocket science, premiada en 2007. Una película de esas que son entrañables por la mirada sugestiva, sensible, de un director dispuesto a entregarte una historia llena de detalles, puntos de fuga, algunas ideas claras y otras muchas aún por descubrir. La historia de un joven de una típica high school norteamericana, tartamudo e inhábil socialmente, que por razones anexas a su voluntad termina siendo involucrado en los clásicos torneos de debates por una chica tan exitosa como utilitarista.

Una de esas películas que retratan la adolescencia, cierta adolescencia que todos alguna vez nos tocó vivir. Esa adolescencia absoluta de paveza. Llena de tiempos muertos como de segundos cargados de intensidad. Prodiga en ridiculeces y esperanzada ante el mundo difícil de comprender aún. Cargada de amor y cargada de furia. Esa edad incógnita en donde nada parece resuelto y, sin embargo, cuán parecidos somos después a esa cosa rara que fuimos.

Creo que este tipo de películas (recuerdo ahora otra muy entrañable: ¿A quién ama Gilbert Grape?) de pronto alimenta una cierta nostalgia. Ese espejo roto que alguna vez fuimos. Esa cosa irresuelta llena de sueños y anhelos difíciles de alcanzar. Esa guitarra partida en dos con las cuerdas al aire, disonante, absurdo, inútil. Nostalgia de lo absurdo que fuimos y que, sin embargo, a veces quisiéramos volver a ser.

viernes, 9 de abril de 2010

Huacho

Esta es una película chilena que contó con financiamiento de organizaciones francesas. De lo contrario, difícilmente se podría haber realizado. Fue premiada, además, en Sundance.

Huacho es una película que retrata la parte olvidada de nuestro país. La de esos protagonistas cotidianos, comunes y corrientes, que día a día hacen frente a la vida en medio de una sociedad cambiante, que bombardea consumo y exije el éxito.

Los protagonistas de Huacho son cuatro y el eje es el niño sin padre. Símbolo de nuestra sociedad de siglos. La del padre ausente. Para profundizar en esto basta revisar el clásico de Sonia Montecinos, Madres y huachos, o el reciente Ser un niño huacho en Chile, de Gabriel Salazar. Ambos textos hacen uso de esta voz mapuche para retratar el descalabro social de una nación construida a partir de la fuerza extendida por la madre para sostener al núcleo familiar, ante el desaparecimiento del padre que no asume su responsabilidad, que es alcohólico o trabaja en varias partes como gañán y tiene varios hijos repartidos por ahí. En esta película que parece documental no se cuestiona para nada esta ausencia. Simplemente el padre no está. Y eso parece asumido.

El escenario es algún lugar campestre cercano a Chillán, en el corazón de nuestro Chile sureño. Como lámpara que rota, la película empieza con todos juntos y luego se disgrega para seguir las actividades de un personaje durante todo el día, para luego volver al punto de partida (que es cuando se apaga la luz a la hora del desayuno) y empezar con otro personaje. Y así terminar todos juntos otra vez, a la hora de la once-cena.

La abuela. Ella hace quesos y los vende en la carretera. La leche que viene de un fundo ha subido unilateralmente y el queso se debe vender más caro. Pero la abuela no es buena vendedora y los compradores se aprovechan. Al final, lo que importa es llegar a la noche con unas luquitas bajo el brazo. La abuela es silenciosa y ordena las cosas de la casa. La abuela mantiene el orden del ranchito. La abuela es la matriarca.

La madre. La hija de la matriarca. Trabaja en un fundo donde se realizan visitas turísticas y se les da comida a los turistas. Su labor es estar en la cocina. Pero también pagar las cuentas de su casa. La luz se ha apagado en su casa porque en vez de pagar la cuenta decidió comprarse un vestido azul en Almacenes París. Las razones no se explican, pero se pueden deducir. Se ve en su cara la insatisfacción, el deseo de tener más. Su rostro es el rostro de miles de chilenos endeudados subsumidos por el crédito fácil. La madre pide permiso a su jefa para partir a Chillán a pagar la cuenta de luz. Para tal efecto, se pone el vestido azul. A la ciudad, se va elegante. Ya en la tienda, se lo cambia en los probadores y lo puede devolver. Luego, va a pagar la cuenta de luz. El resto del día es un paseo solitario por las tiendas de la ciudad y el brillo de las vitrinas no refleja más que el recuerdo de lo que no se tiene.

El abuelo. El esposo de la matriarca. El padre de la madre. Toda su vida la ha pasado en el campo. Pero ahora está viejo y lento. Es de hablar pausado, parsimonioso, pero su hablar está lleno de historias, muchas de ellas que no interesan para nada al niño. Debe trabajar solitario en un fundo levantando una cerca. Al terminar la jornada, lo mejor es pasar a un barcito campesino, típicamente oscuro, donde todos los hombres de campo se toman sus copas para recomponerse de los daños del sol. Al final hay que ir a buscarlo para que no se quede más tiempo de lo conveniente.

El niño. El hijo de la madre. El nieto de los abuelos. El huacho. Tiene la edad de un estudiante de séptimo u octavo básico y va a un colegio que parece ser particular o particular subvencionado, por la calidad de las instalaciones, por la ropa de los estudiantes y por los compañeros que tiene, los cuales tienen un buen nivel de habla y manejan a diario juegos electrónicos. El niño no quiere ir al colegio. Le cuesta levantarse. Luego, entendemos por qué. Es excluido. No es querido. Sus compañeros rubios le dicen el indio. Y lo dejan de lado de la pichanga del recreo y no comparten con él el nintendo. A la salida del colegio se va a jugar solo a un centro de juegos con las monedas que ha podido recolectar revisando las otras máquinas. Su situación tiene muchos más matices que mejor vale descubrir viendo la película. Pero su caso es también el caso de otro miles de niños chilenos que están siendo educados en nuestro país y no tienen las herramientas necesarias para sobrellevar a las condiciones ambientales amenazantes, poco gratas, de algunos centros educativos.

En definitiva, Huacho es de esas películas que enaltecen nuestro cine. Lástima que su circulación se reduzca a las salas de cine arte y no pueda extenderse a un público más amplio. Huacho es una película que todo sujeto preocupado de lo social tiene que ver.

jueves, 8 de abril de 2010

No importa el estadio; no importa el marcador

Esta crónica consta de dos actos transcurridos en el lapso de tres semanas. Los protagonistas son prácticamente los mismos, pero en diferentes escenarios. Las emociones son también similares, aunque no es lo mismo estar rodeado de treinta mil personas que solo frente a un computador.

El título tiene que ver con un lienzo que frecuentemente aparece en los estadios adonde va a jugar la U. Desconozco quiénes son sus creadores. Pero sí sé que si alguna vez hubiera tenido el arranque de hacer un lienzo, hubiera puesto una frase como esa, una frase que sin duda debe identificar a varios locos azules más. Hace quince años se hizo frecuente uno que decía "Sentimiento inexplicable". A varios les gustó. Pero luego se me volvió cliché. Este en cambio condensa en una leve yuxtaposición que incluye una anáfora dos de los sentimientos más genuinos de los hinchas azules expresados poéticamente: el ir siempre a todos lados y el volver sin que el resultado sea determinante cuando es más relevante, en verdad, el viaje mismo, el solo hecho de partir junto a la camaradería que suscita todo viaje. El hecho mismo, en suma, de ir a ver a la U.

Ambos actos tienen que ver con esta idea. Veamos qué dice el acto 1. Los hechos transcurrieron un 17 de marzo de 2010 en el Estadio Monumental de Colo Colo con la U haciendo de local ante Flamengo por Copa Libertadores con las tribunas llenas hasta los codos, con un ambiente copero de esos que te hacen vivir el partido a concho. Los hinchas acérrimos: Rodrigo, Roberto y quien suscribe. Y en la cancha, algunos protagonistas célebres, sobre todo del lado del Atlántico: Adriano, el emperador, y Wagner Love, el hippie goleador amigo del amor. Adriano es un crack, mete peligro, pero no el suficiente como para establecer un desequilibrio. Wagner Love, en cambio... Bueno, este muchacho tiene algo especial que hace que parezca más merecedor de una portada de revista farandulera que de una de revista deportiva. Aún así, casi echa agua a la fiesta azul con un macé de izquierda que pasa cerca de uno de los postes custodiados por el uruguayo Conde.

Pero es por el lado de los azules por donde aparece la figura de la cancha: Felipe Seymour. Venido de un colegio particular de clase alta de la ciudad de Santiago y participante de un reality transmitido años atrás por Fox Sports, pasó casi directamente a la serie juvenil del Chuncho, haciendo un camino poco tradicional para llegar al profesionalismo. A los pocos años debutó en primera y desde hace una temporada más o menos es nombre seguro en las formaciones titulares. El golazo que le convirtió al Fla le valió una convocatoria a la Roja de Bielsa y a este comentarista una profunda herida en una pierna producto de la apasionada celebración de nuestros vecinos.

La U ganó con brillo a un poderoso equipo brasileño y eso ya era suficiente para terminar los últimos segundos del cotejo sumido en el canto eufórico para más tarde concretar una buena visita a la Shopería Munich de Vicuña Mackenna y Santa Isabel. En medio del schop que alivia la garganta pastosa y los cuadros futboleros de las paredes, terminamos la noche sumidos en algunos recuerdos de antaño, otras celebraciones, otras grandes noches y un salud por Max, el amigo de viejas andanzas futboleras, que en paz descansa en medio del mar.

El segundo acto transcurrió hoy, 8 de febrero de 2010, hace apenas unas horas atrás. En horario diurno, tipo tres de la tarde, rojinegros y azules se vuelven a encontrar, esta vez en el mítico estadio Maracaná. Los protagonistas de la cancha son prácticamente los mismos. Los protagonistas afuera de ella también somos casi los mismos: Roberto y yo.

Concertados en proseguir la racha, convenimos juntarnos en un bar de Pío Nono a la hora del encuentro. Pero extrañamente no lo están dando en ningún bar. Problemas con la señal, nos dicen. Partimos raudamente a la casa de Roberto a verlo por Internet. ¡Pero el computador no funciona! Agotamos el último recurso y encendemos Radio Cooperativa. Y salimos saltando como locos cuando Ernesto Díaz Correa relata el gol de Montillo. Termina el primer tiempo y partimos a la casa de la hermana de Roberto a ver el segundo tiempo, ahora sí, por Internet. Somos testigos de cómo Flamengo lo da vuelta. Quedan pocos minutos y parece que tendremos una tarde de tristeza. Pero de pronto se escucha en el edificio del frente el grito desaforado de una persona que grita gol. Pero cómo. En la pantalla sale que la pelota está en el mediocampo. Entonces, entendemos rápidamente: es posible que la transmisión vía web esté desfasada. Es claro: ha habido un gol de la U. La U lo empató en el último minuto. Pero aún no lo vemos. Y solo cuando treinta segundos después vemos el zurdazo de Rodríguez creemos en los milagros y nos abrazamos y salimos a la terraza del departamento a gritar el gol como si hubiese sido en ese preciso instante. No importa. La U ha empatado en el Maracaná y sigue puntero de su grupo con una UC hundida en el fondo.

A veces los partidos se viven de distinta forma. No es lo mismo un estadio que es una caldera que un departamento silencioso acompañados apenas de un perro salchicha. A veces el partido pasa a segundo plano cuando se conversan temas trascendentes de la vida cotidiana. Alguien lo está pasando mal y es bueno poder conversarlo. Un partido de la U puede motivar este tipo de cosas. No importa donde se juegue lo importante es poder estar ahí de alguna manera: en el estadio, por radio, televisión o Internet, pero estar ahí. Casado, soltero, viudo, con hijos, sin hijos, enfermo, trabajando o estudiando, pero estar ahí. El marcador termina siendo una anécdota. Lo importante es poder vivirlo. Luego cada uno retoma su vida y ya habrá tiempo para profundizar en los temas que quedaron pendientes. Ya habrá tiempo, en otro viaje, para retomar esas horas quietas en donde todo se suspende para poder dar paso a la figura del Romántico Viajero, expectante, intenso y solitario en su pasión.

lunes, 5 de abril de 2010

Niños muertos en el río

1. Dos padres y un bebé deciden ir a visitar a su protectora. El lugar es lejano. Hay que partir de madrugada para alcanzar a llegar de día. La casa de la protectora queda arriba de una montaña que luego habrá que bajar para volver a subir otra, unos cuantos kilómetros más allá. Pero la protectora es buena. La protectora tiene un niño en brazos y les asegura a los padres que todo estará bien. Los padres viajan hasta ella para agradecerle su protección. Llevan velas y un bebé. La protectora debe saber cuánto agradecimiento hay dentro de esos padres, pero estos se comprometieron a hacer el gesto y la quieren visitar. Cuánto antes, mejor. Cuánto antes, más contenta se pondrá ella. Ella, la virgencita.

2. Cae la primera noche. Hay viento. Un niño llora. Han pasado trece horas de viaje para llegar a una montaña lejana, donde todas las noches, casi sin excepción, el cielo se abre para mostrar su fruto rutilante de perlas. Queda algo de luz. Un auto cae a un hoyo. Piedras. Maderas. Palanca. El ermitaño y el padre empujan. La madre maniobra. El auto sale. Queda algo de luz. Los padres abren la cabaña. Hacen la cama. Los padres ordenan la pieza. Toman sopa. Un niño duerme. Hace frío. Las montañas se cierran y descargan un hálito puro, estrellado, pero hiriente. Un niño duerme en la pieza junto a sus padres. No se vaya a resfriar. Entra viento por las ventanas rotas. Esta no es una casa normal. Es una casa de montaña y tiene las ventanas rotas. Y, sin embargo, por alguna razón inexplicable solo atribuible al cansancio, los padres no prenden la chimenea, los padres no prenden la estufa que han traído exclusivamente desde la capital. No hay derecho. Solo hay un niño envuelto en la noche. Ropas. Frazadas. Gorrito. Chales. Y el frío que se cuela por la ventana. El río que pasa junto a la cabaña suena horriblemente. No deja a los padres escuchar la respiración de su hijo. El padre no lo quiere comentar, pero escucha horribles ruidos en la noche. Horribles ruidos de niños descuartizados. Debe ser el sonido de las piedras, piensa. Pero no lo quiere comentar.

2. Cae la segunda noche. Un niño sonríe. Los padres deciden ir al pueblo. Dan ganas de un jugo natural después de haber pasado toda la tarde con los pies en el río. Pero algo pasa con el auto. Hay un neumático pinchado. Hay que cambiarlo. El tornillo está apretado. El padre suda. Un niño llora. Empieza a caer la noche. No hay ermitaño alrededor. Hay que cambiar la rueda como sea. Caen las gotas de sudor. La madre piensa que no podrán ir a ningún lado y que se quedarán en medio de la nada un buen rato. En medio del terrible silencio de la montaña. El padre hace todos los esfuerzos necesarios y luego de absurdos intentos logra cambiar la rueda. Las manos negras. El sudor. Hay que limpiarse con papel. Los padres van al pueblo. Por fin. Toman su jugo. Y vuelven. Ha caído la noche y esta noche, esta vez, se encenderán todos los fuegos. De la chimenea sale la tibieza necesaria para la tranquilidad. El pequeño no se va a resfriar. La madre tapa todos los hoyos de las ventanas y la pieza se vuelve un hogar. Pero allá afuera, junto al sonar del río, hay niños que gritan, hay niños que lloran. Hay pequeños fantasmas migratorios. La sombra de un niño ahogado.

3. Cae la tercera noche. Los padres toman su sopa. Extrañamente, no hace frío. Como si la virgencita y la luna se concertaran para brindar calorcito. Pero hay que encender la chimenea igual. El padre ha pasado parte de la tarde recolectando leña en el bosque. La madre ha pasado parte de la tarde cantando y cocinando. El niño ha pasado parte de la tarde escuchando el canto del agua. El río ha pasado el día con agua disponible para un baño otoñal de montaña. Cae la noche y los padres toman su sopa. Hay sueño. Dan ganas de dormir. Hay que encender la chimenea con los leños traídos por el padre recolector. Los padres y el niño se duermen abrazados por los brazos cálidos de la chimenea. Pero en medio de la noche ya no son únicamente los niños del río los que anuncian su visita. En medio de la noche, la casa se llena de humo y el humo amenaza la frágil respiración de un niño. Los padres abren las ventanas. Hay que ventilar. Menos mal que estos padres torpes logran controlar la situación. Era solo un leño porfiado que quiso salirse del ducto de ventilación. Pero bastó esa porfiadura para abandonar todo el segundo piso a un respirar leñoso. Entra el frío por las ventanas abiertas. Como perro castigado, el humo poco a poco se disipa y deja a los padres respirar tranquilos. El niño solo ha tosido una vez y se pasa el resto de la noche en su nido especialmente preparado por estos padres locos que poco saben hacer ante este huésped silencioso. Todo vuelve a la calma y llega la madrugada entibiada por una chimenea de montaña y una estufa capitalina concertadas para brindarle a un niño el más dulce de los sueños. Pero afuera hay otros niños. Los niños que no duermen. Los niños que gritan y lloran. Uno de ellos se aparece en sueños y llora. Es pálido como la luna. Y pequeño. Es un pequeño fantasma que viene a contarle a estos padres locos que ese río que suena intenta tapar su desgracia. Pero que él no dejará de llorar.

4. Es de día. Temprano por la mañana los padres arreglan todo lo necesario para partir. El sol se asoma por la boca de la montaña y les regala un viento cálido de despedida. Junto a la cocina a leña un niño juega con las moscas. A él se le ha asignado un despertar olvidadizo. Nada sabe de neumáticos pinchados y piezas ahumadas. Nada sabe de los niños muertos en el río. Solo mueve sus manitos y ensaya algunos sonidos, divertido en su coche, acompañado de su protectora. Ya más tarde, en medio de una parada del camino, uno de los padres se atreve a comentar los ruidos de la noche. Ambos coinciden en darle un nombre al temor. Algo relacionado con fantasmas que mejor no vale invocar. Mientras, un niño sigue respirando, acercándose a la ciudad, y a veces esboza pequeñas sonrisas. Los padres a veces piensan que es la virgencita que se manifiesta a través de él, contenta por tener a alguien a quien querer y cuidar.