martes, 31 de agosto de 2010

Diario de un viaje a California IV

No siempre las palabras revelan todo lo que debieran decir sino hasta que enraízan en la experiencia. La palabra nostalgia, por ejemplo, verdaderamente no tiene sentido si no se ha vivenciado la pérdida, la lejanía o el exilio. Jorge Ladino Gaitán, cuyo segundo nombre sí revela algo de su realidad, quizás algo tocado por la cerveza del pobre bar universitario frente al campus, a veces se paraba frente al wurlitzer y gastaba sus monedas de cien pesos en viejas canciones rockeras de Rata Blanca buscando tal vez en ellas algún rostro, una mano o las simples palabras de otros, mientras algunos intentábamos hacerlo sentir de mejor manera hablándole de su querida Selección Colombia y de viejos estandartes como el Pibe Valderrama, el caszelistico Willington Ortiz o el pistolero Tino Asprilla. Pero verdaderamente, por más que empatizáramos con él, estábamos muy lejos de poder entender el hecho mismo de estar parado frente a un wurlitzer. En las manos apoyadas sobre la caja de metal y en el rostro semicabizbajo se manifestaba el verdadero significado de la palabra nostalgia.

Las cosas, los hechos, algunas circunstancias o ciertas historias, incluidas algunas ficciones, parecieran hablarnos a veces de su ilegibilidad si no recae sobre ellas un sentido. Toni, por cierto, probablemente no se preocupe de estas cosas, pero el día que recibió una llamada estando sentado en su oficina del Tustin Drive Center, apenas sintió el “sí, po” tan característico del español coloquial de Chile, respondió con un “cómo estai” igualmente diferenciador, como para dar a entender que en estas tierras uno nunca está realmente solo. Una hora más tarde, sentados arriba de un Toyota Camry del año en curso, Toni gesticula y mueve las manos al mismo tiempo que serpentea por las calles de Irvine, y desde su español de hijo de mexicano nacido en Estados Unidos, nos habla de su estadía de seis meses en Santiago de Chile estudiando historia en la Universidad Andrés Bello, de cómo en una ocasión perdió su tarjeta Bip! saliendo del Estadio Nacional y sin dinero, logró volver a casa gracias a unas personas que le regalaron una tarjeta cargada, de cómo en otro momento, el mismo día que partía de vuelta, perdió su pasaporte y alguien se lo devolvió al poco rato y, en suma, de cómo los momentos vividos junto a su “familia” de la comuna de La Reina le permitieron generar una connotación positiva hacia la palabra Chile. Desde entonces, como respondiendo a una deuda de gratitud, pasamos a ser los protegidos de Toni y de vez en cuando nos va a buscar y a dejar a nuestro departamento, para que podamos acceder a arriendos de autos a bajo costo y así conocer lo que él denomina “la loca California”. Casi mágicamente, por arte del destino, una simple llamada telefónica cobra sentido cuando a través de las ondas resuena el habla chilena perdida en medio de la costa oeste de Norteamérica.

Algunas otras cosas también cobran sentido cuando nos paramos un rato a hacer conexiones y nos damos cuenta que las clásicas películas hollywoodenses de estudiantes universitarios revelan una cierta verdad que va mas allá de todo estereotipo. Sentado en una mesa de un casino estudiantil, en medio de la comida china comprada en Panda Express, surgen como desplegadas del suelo las figuras acostumbradas a ser reconocidas en las películas de factura estadounidense: el grupo de winners (por lo general, tipos y tipas esbeltos y con aire deportivo), los losers (solitarios en un rincón con la vista apagada), los freaks (con cierta onda, pero fuera de la norma, por ende, igualmente sancionados), los queers, los nerds, etc., cada grupo completamente separado del otro y con evidentes muestras de no generar ningún tipo de cruce. Por otro lado, atendiendo a una categorización multicultural por raza y nacionalidad aparecen por allá los afros, por acá los chinos. Un poco mas allá los musulmanes y luego los hindúes. Y, por último, los latinos. Todos juntos y revueltos, pero infinitamente separados, refrendados en instituciones como las fraternidades o la Chinese Association. Termino de comer mi Thai Cashew Chiken con fried rice y pienso que definitivamente de haber estudiado pregrado aquí hubiera caído a una de las categorías más bajas, sobre todo cuando trato de expresarme en mi pésimo inglés y pido que me repitan o hablen más lento porque no entiendo, y no dejo de leer en los rostros de mis interlocutores frases como “y este tipo qué hace aquí”, “deja de hacerme perder el tiempo, estúpido”, “entiérrate y andar a comer pasto”.

Sin embargo, al lado de todos estos personajes de película, pienso en las grandes significaciones que deben tener en las vidas cotidianas de los que están afuera del campus universitario -la gente algo más real-, las frases, palabras y gestos de moneda corriente con que a diario se encuentran personajes como el taxista pakistaní que desea que le enseñe español, el mexicano que atiende en el mesón de la comida rápida, los dos que rezan en el suelo en dirección a La Meca, el hondureño que envía cincuenta dólares a un pariente y le cobran 15% de comisión y, en general, todo aquel que alguna vez ha sentido en la piel las resonancias lacerantes de las palabras inmigrante y lejanía: Jorge Gaitán en Chile, Luz María y Cristian en España, Jorge y Camila en Francia, y otros tantos como nosotros aquí en California, a veces sin darnos cuenta, a veces de manera más endógena que exógena, pero siempre resguardados, al menos, por personas como Toni, Lucía, Martín o Richard, nuestra pequeña “familia” californiana, con quienes estas palabras se recubren, al menos, de cierta gratitud por hacernos sentir menos lejos de casa.

viernes, 13 de agosto de 2010

Diario de un viaje a California III

El 18 de febrero de 1849, cuenta Vicente Pérez Rosales en su Diario de un viaje a California, llegaron a tierras norteamericanas, por primera vez, un grupo de cien hombres y más, en busca de la afamada piedra de oro que, según se contaba por entonces, afloraba a raudales en una gran cantidad de yacimientos, a los cuales solo había que tener el valor de poder llegar, muy bien armado por cierto, para comenzar a cambiar la suerte y empezar a soñar con ser millonario.

La primera impresión que tuvo nuestro viajero de la bahía de San Francisco, sin embargo, vista desde la cubierta del barco, fue que ese conjunto pequeño de casuchas y carpas, calles de barro y gente multicolor y multilingüística, en medios de suaves colinas, significaba ver en sí mismo “algo de Curacaví”, aludiendo con esto a una pequeña comarca situada a unos setenta kilómetros al oeste de Santiago de Chile.

Más adelante, ya en tierra, se extiende en su apreciación, y señala lo siguiente: “La ciudad, o más bien, la pequeña aldea del puerto, está situada en la falda inclinada de unos cerros sin árboles mayores pero cubiertos de matorrales de frambuesas silvestres, de frutillas y de vistosas flores; su población es bastante reducida, alcanzaría a cinco mil; sus casas bajas, muchas de adobe a la antigua española, alguna que otra de moderna arquitectura y multitud de carpas y casuchas, son por ahora los cimientos de esta nueva y singularísima población”. Todo tenía, de acuerdo a sus palabras, “el aspecto de un gran campamento” en permanente movimiento.

Cosas del destino, de la historia y de la acción de los hombres. Ciento sesenta años después, mientras Curacaví sigue siendo esencialmente la misma, quizás con algo más que cinco mil habitantes, pero con las mismas casas de adobe de entonces, San Francisco luce hoy rebosante de vida y modernidad en tanto principal puerto del Pacífico. La comparación de Pérez Rosales hoy puede sonar algo cruel a la vista del dispar desarrollo de las naciones involucradas, pero no deja de ser curiosa.

Es que aquí en California si bien el oro no brilla a simple vista, está presente igualmente en todos lados. En la inmensa cantidad de autopistas de seis a ocho carriles por lado, que luego se dividen para convertirse en otro autopistas que pasan por arriba, por debajo y por el lado de la anterior, en una imagen que Fritz Lang no pudo sino ver antes de imaginar a la hora de hacer su Metrópolis. En la inmensa cantidad de autos que colapsan dichas vías. En las casas hechas casi en un 100% en función de un doble garage como fachada para los dos autos por familia. En las grandes extensiones de jardines y parques con cuidado municipal. En el equipamiento de las casas y departamentos, y en un largo etcétera que sería latoso de enumerar.

Irvine, la pequeña ciudad a sesenta millas al sur de Los Ángeles en la cual estamos asentados, es de acuerdo a una estadística del FBI, la ciudad más segura de América. No sabemos si con “América” se refieren a los Estados Unidos de Norteamérica o al gran continente que empieza en Canadá y termina en Chile. De todos modos, hay que decirlo, la ciudad es tranquila, apenas pasada a llevar por el sonido estruendoso de los cuervos, pero caritativa con las ardillas y conejos que se pasean sin temor de un lado a otro. Con un clima muy agradable en verano, sin mucho calor y de brisa fresca, esta ciudad universitaria de más o menos reciente fundación reluce por lo nuevo y apacible, cómodo y confortable, espacioso y reluciente, como si todo hubiese sido construido apenas ayer.

Y nuestra vida se reduce acá a una caminata diaria de media hora de ida y media de vuelta para encontrar en la Langson Library de la Universidad de California el tesoro perdido de la vieja biblioteca de Alejandría. Sumergido entre medio de miles de libros no puede haber otra cosa parecida a la felicidad para quien encuentra en las páginas amarillentas y en las tapas duras de los textos signos fetichistas de placer. Pero la felicidad también tiene otros rostros. Las tardes son equivalentes a un paseo en coche junto a un bebé que se asombra con todo y que se muestra alegre y comunicativo. Estas dos cosas son suficientes para encontrar en esta ciudad el encanto por un lugar que tiene muchas cosas agradables y otras no tanto. Un atisbo de paz en medio de un lugar donde todo parece automatizado y en equilibrio. Un espacio de descanso en medio de un lugar donde no pareciera existir problemas sociales, porque no hay pobreza, no se ve la pobreza y si está, está en las grandes urbes como San Francisco, Los Ángeles o San Diego, en algunos homeless a chancleta que avizoramos por ahí en medio de un paseo por esos lugares o en los trabajos precarios de los inmigrantes, en su mayoría mexicanos, y que sin embargo parecieran sentirse muy felices de freír papas y hacer hamburguesas a razón de una porción por treinta segundos.

Esta vida en California, tan alejada a la vida de Curacaví y, sin embargo, en algunos aspectos tan parecida en su tranquilidad pseudopueblerina. Con una inmensa universidad situada al medio y todo lo que eso significa. Una ciudad tranquila y silenciosa como los pueblos, pero inserta en un país inmensamente grande y rico. Un lugar para perderse en la gran Biblioteca Imaginaria de Babel sin dejar de escuchar, a cada rato, el canto aleve de los cuervos.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Diario de un viaje a California II

Es triste estar lejos cuando tu equipo preferido se juega algo importante. Y más aún cuando lo que viene es una derrota. Con la frente en alto, pero derrota al fin y al cabo. No de esas que duelen, porque el equipo hizo una gran campaña en Copa Libertadores, más allá de lo que todos esperaban, llegando a las semifinales después de catorce años. Sin embargo, algo de ilusión teníamos todos. Porque se había empatado en México y había que definir en el "Pasional". Pero Chivas fue más certero. Mató cuando tuvo que matar y el 0-2 se hizo irremontable. La U pudo empatar el duelo, pero el travesaño dos veces y una gran tapada del arquero a un zurdazo de Montillo, en los descuentos del primer tiempo, impidieron que el desarrollo del duelo hubiese sido distinto. Otro gallo cantaría, pero entraríamos en la ciencia ficción. Chivas hizo su negocio y mereció pasar a la final. Para la historia quedarán los pésimos primeros veinte minutos de la U, el mejoramiento del juego en la segunda parte de la primera fracción que pudo significar emparejar el marcador y el segundo tiempo que fue signo del fútbol que faltó para merecer mejor suerte. La U tocó techo en la Libertadores y la hinchada ya piensa en la próxima Sudamericana y en la Libertadores del 2011, soñando con seguir haciendo buenas campañas internacionales.

El día que jugaba la U en Santiago de Chile, como queriendo encontrar un signo literario en la vida cotidiana, caminaba por las apacibles calles de Irvine, rumbo a la Universidad de California, y de pronto una ardilla saludaba con su cola. Como queriendo encontrar un signo mágico en la realidad, pensaba que esto podría significar dos cosas: una premonición positiva o una premonición negativa. O la Ardilla Montillo era la figura del partido y ayudaba a la U clasificar a la final por primera vez en su historia o el partido con Chivas significaba su despedida. Al final, botando toda posibilidad de magia dentro de la realidad, toda ilusión, resultó esto último. Montillo se retiró de la U con honores, con el canto agradecido de la hinchada, según se apreciaba en la transmisión por Internet y en la transmisión online de Cooperativa, y su llanto reflejaba en parte algunas de las cosas profundas que se dan cuando un jugador se pone la camiseta azul. Su identificación con los colores es una pequeña muestra más de la pasión que genera nuestro querido club. Los hinchas azules echaremos de menos su calidad como futbolista y como persona y le agradecemos todos los buenos momentos que nos hizo pasar. El Apertura 2009, los cuartos de final de la Sudamericana del mismo año y las semifinales de la Copa de este año se deben, en gran medida, al gran aporte de este excelente jugador. Será muy difícil encontrarle un reemplazante, tarea urgente para seguir peleando por cosas grandes.

California es un excelente lugar para estudiar y trabajar. Pero cuando el equipo de tus amores se juega cosas importantes y tú no puedes estar cerca, de pronto todo se vuelve medio tristón y nostálgico, pensando en cómo estarán los millones de hinchas azules pasando estas horas de término de una gran ilusión. Será para la próxima. Los hinchas azules seguiremos estando al frente, acompañando al equipo en las buenas y en las malas, sin que la distancia merme el sentimiento, cada vez más grande, cada vez más alocado, cada vez más fuerte.