miércoles, 24 de junio de 2009

Estación Junio

Cerro Santa Lucía. Terraza. Una y media de la tarde. Muy poco movimiento para un día de semana. Apenas se puede contar tres o cuatro parejas por ahí sentadas muy juntitas y unos pocos estudiantes cimarreros. Hoy es día de taller de escritura en el curso que hago en una universidad y les pedí a los estudiantes que llegaran hasta acá. La sala de clases me parece un lugar cada vez más asfixiante y qué mejor que tener una excusa para salir de ella apenas se pueda, con el pretexto de un ambiente adecuado para la manida inspiración. El día está ideal para escribir: algo nublado, sereno y apacible en una ciudad que me parece de pronto más bella por el hecho de parecer más literaria. La terraza del cerro resplandece con algunas pocas hojas de otoño y el apenas leve murmullo automovilístico de la Alameda termina siendo absorbido por esta inquietante quietud. Una nota al margen: lo importante de todo esto es que gracias a este extraño curso que ejecuto he podido redescubrir algunos lugares céntricos de la ciudad que aparecen de pronto tan cotidianos, tan poca cosa, tan cargados de rutina, negocio y diligencias. Escribir en la ciudad sobre la ciudad hace, en cambio, que todo parezca distinto, con movimientos y perspectivas inusualmente nuevas.

Pero hoy, sin embargo, la ciudad es apenas una excusa para escribir sobre otra cosa. Esta terraza del cerro Santa Lucía, con su ánimo calmo, distraído e indiferente, es la plataforma para situar una historia que en verdad no ocurre en ninguna parte. Mejor dicho, no ocurre propiamente aquí, en el lugar de fundación de la ciudad de Santiago. Es un envoltorio, digo, para realizar un paralelo -vieja táctica- entre los sentimientos de quien escribe y las caracterísitcas descriptivas del lugar; de esta manera, el lugar termina siendo una proyección del estado de ánimo del narrador. Este, sin duda, hermoso escenario, es apenas el lugar ideal, entonces, el lugar que da paz, el lugar que permite extenderse, en realidad, sobre otra cosa, largamente y sin preocupaciones. Recordemos, una vez más, que todo lo que se dice aquí, va acompañado de este envoltorio.
En la noche del 14 al 15 de junio de 1998, hace once años, murió mi padre. Tenía un cáncer terminal, agresivo, como cualquier otro cáncer. Chile jugaba el Mundial de Francia y habíamos alcanzado a "ver" juntos los partidos con Italia y Austria. Mi padre llegó hasta allí. Su pulmón negro como una manzana podrida ya no le dejaba respirar. El oxígeno se fue yendo poco a poco, hasta acabarse la última porción. Como escribiera Jorge Teillier en su poema "El árbol de la memoria": lo único verdadero: "que respiramos y dejamos de respirar". Después, vendrá el gusano.

El 15 de junio de 2009, en cambio, once años después, supe que sería padre, que me tocaría a mí, ahora, asumir ese extraño rol. Para mí, lo único verdadero: que nada, nunca, en la vida, es casual. A Ernesto Sabato fue al primero que le escuché esta teoría. Después sabría de otras concepciones, algo más antiguas, como la que proviene de la tradición romántica: que el universo es un poema, un texto o tejido de signos, y en él todo se corresponde porque todo ritma y rima. Esto genera una doble consecuencia: en primer lugar, que el poeta se vuelve un descifrador o transcriptor del universo y sus ritmos, que se le revela a través de una suerte de espejo mágico, tal como fue trabajado especialmente por los poetas alemanes e ingleses. En segundo lugar, que el poeta, al convertirse en un vidente, lo que en verdad provoca es la muerte del autor, ya que no es él quien escribe, sino que es el universo quien lo hace a través de él. De esta manera, el poeta se vuelve un médium y el verdadero autor del poema es, en realidad, el lenguaje. Sea como sea, mi única verdad es que creo ciegamente en que hay conexiones secretas que resultan sorprendentes y simbólicas y que eso tiene relación con un orden de las cosas especial, oculto, que hay que ver. En este caso particular, creo que este hecho, lo visto, tiene relación con la fecha y con la reflexión que suscita el ciclo de la vida. La vida va y viene como un reloj inescrupoloso que gira para adelante y para atrás de manera caprichosa. Algunos escritos intentan captar esos movimientos secretos para darles un sentido. A veces las cosas se dejan leer.
Vuelvo al cerro Santa Lucía. El pudor me hace volver. Hay muchas otras conexiones que no me atrevo a revelar. Ahora noto que está lleno de turistas brasileños y de los estudiantes de mi curso que terminan de escribir sus trabajos. Algunos trabajadores del parque recogen las hojas secas y la tarde comienza a caer de a poco. Esta terraza ha sido un envoltorio adecuado para finalizar este curso, para cerrar el otoño y para empezar a creer en un nuevo ciclo vital, secreto, acompañado de pequeños huéspedes.

viernes, 5 de junio de 2009

Matador

Ahí está Marcelo Salas con una rodilla sobre el pasto, un índice elevado al cielo y la cabeza gacha, llena de satisfacción junto a una mano empuñada. El gesto del Matador. En las tribunas, el grito alborozado y un cántico que baja automáticamente en homenaje y en agradecimiento, un cántico de alegría y de idolatría. Desde hace quince años, desde la galería sur del Estadio Nacional y, en ocasiones, desde otros rincones también.

Por estos días se nos ha ido el Matador. De manera definitiva. Con el estadio repleto. No solo con hinchas de la U. Los otros también reconocieron su talento y agradecen todas las alegrías dadas. Cada hincha lo recordará de alguna manera distinta: por sus goles y campeonatos en la U, por sus goles por la selección en la época de Francia '98, por dejar bien puesto al fútbol chileno en Argentina y en Italia.

Se nos ha ido por estos días uno de los más grandes. Junto a Zamorano, Elías, Caszely y los de antaño. Para mí, fue el más grande. Fue mi primer ídolo futbolero. Tenía la misma edad que yo; fue el futbolista que no quise ser. Cuando comencé a ir al estadio, los hinchas más viejos recordaban a Leonel y a los del Ballet. A fines de los ochenta y comienzos de los noventa el ídolo era Puyol. Un poquito antes lo habían sido Quintano, Castec, Hoffens... Hasta que en abril de 1994 en una Copa Chile apareció Marcelo Salas. Llevaba pocos partidos en primera, me atrevería a decir no más de cinco, cuando en un clásico con Colo Colo se despachó tres. 4-1, baile azul. Un mes más tarde, ya por el Campeonato Nacional, otras dos pepas a los albos, 3-1 y festejo total. En la Galería Sur del Nacional ya nadie podía creer lo que estábamos presenciando. La música de Los Fabulosos Cadillacs que por entonces no dejaba de sonar en las radios terminó por cerrar el círculo perfecto: al nuevo ídolo azul le empezaron a llamar Matador. Y así comenzó el idilio de un año inolvidable, el más recordado por varias generaciones de hinchas azules, porque ese año se volvió a salir campeón después de 25 años, con Marcelo Salas de goleador, con alrededor de veinticinco goles en treinta partidos, uno de ellos en especial, el más gritado de todos: el 1-0 a Católica a pocas fechas del final.

Ese equipo de los años 94, 95 y 96, con leves variaciones año a año, fue un equipo que regaló alegrías por doquier. Estaba lleno de figuras y todos eran queridos por igual. Después que salía el conjunto a la cancha, la hinchada solía cantarle a ciertos jugadores, más o menos en el siguiente orden: Superman Vargas, Matador Salas, Bombero Ibáñez, Huevo Valencia, Polaco Goldberg, Leonardo Rodríguez. Los hinchas necesitan tener ídolos, jugadores a quienes admirar, dar una palabra de aliento y aplaudir. Por eso, los minutos previos al comienzo del partido eran los ideales para ese ritual que se ha ido perdiendo con los años porque ahora los ídolos como los de entonces, escasean. Después de esos inolvidables años, algunos se quedaron por más tiempo que otros, otros partieron y luego volvieron y se fueron de nuevo. El que se volvió para siempre fue el Matador. Fue después de varios años, el 2006, un poco más viejo tras haber ganado todo lo que se pudiera ganar en los clubes extranjeros donde también fue idolatrado, especialmente en River y Lazio, pero volvió más ídolo que nunca, para demostrarle a todos que seguía siendo el mismo Matador de siempre, para quedarse definitivamente en el corazón del pueblo azul, en lo más alto junto a Leonel.
Por estos días, fue su adiós definitivo. Cuando por televisión no se cansaban de repetir una y otra vez sus mejores goles. Cuando en el adiós sesenta mil personas no paraban de corear su nombre. Cuando las crónicas periodísticas repasaban su trayectoria, no era imposible dejar escapar alguna pequeña lagrimita de emoción. Porque todas esos reportajes, todos los cantos, todos los aplausos son apenas una pequeña forma de agradecer por las inmensas alegrías que brindó a todo un pueblo. Son apenas una pequeña forma de dar a entender que el aprecio que se tiene significa mucho más que eso. Es imposible resumir quince años de gloria en algo tan pequeño. Esa emoción que desborda es el resultado de recordar otros años, otras épocas, otros momentos, acompañados de tantas personas, junto a tantas imágenes que se entrecruzan en quince años como hincha fanático del buen fútbol. Esa emoción que se genera es una de las cosas más lindas del fútbol. Por todo esto y más, gracias Matador.


miércoles, 3 de junio de 2009

Las estatuas de la Catedral observan por la tarde fugaces perspectivas

¿Tiene el centro de la ciudad de Santiago algo digno de contar? ¿Qué cosas suceden habitualmente en este espacio tan público que permita señalar que está marcado por algo característico, algo que permita afirmar que "se deja leer", como diría Poe en El hombre de la multitud? A raíz de esta lectura, de algunas crónicas de Roberto Merino y de La ciudad vista de Beatriz Sarlo, les pedí a mis estudiantes que fueran al centro de la ciudad y escribieran sobre ella. Mientras esperaba por sus trabajos, escribí esto, una suerte de mínima etnografía, sentado en una banca frente a la Catedral, con tres estatuas para mí góticas (aunque seguro no lo son) que me observaban fijamente, como lo han hecho desde hace más de cuatrocientos años.

En este lugar están las vitrinas, la gente caminando a diferentes ritmos, los humoristas que congregan a un numeroso público, quienes conforman un círculo apreciable para cualquier artista. Están los desocupados que pierden el tiempo en cualquier banca de la Plaza de Armas, los jubilados que dan de comer a las palomas, los lustrabotas, los pintores, los jugadores de ajedrez, los religiosos, los lanzas, los vendedores ambulantes, los turistas que desean descubrir aquello que es eterno en esta ciudad, aquello distintivo y especial que no encontrarán en sus propias ciudades, y están los inmigrantes que disfrutan del escaso ocio que les debe quedar. Es decir, una humanidad que transita y se queda, historias de vida privadas que por diferentes motivos confluyen en un gran espacio público especialmente diseñado para el encuentro.

No sé si el centro de la ciudad tenga un ángel especial. Supongo que todo tiene que ver con el ánimo que a uno lo gobierne. Por ejemplo, el sujeto que duerme despreocupadamente a mi lado, sin zapatos y con sus lentes colgando, debe pensar que la Plaza de Armas es un lugar apacible, seguro y tranquilo, ideal para dormir la siesta. Para las señoras que caminan alertas, su cartera firmemente agarrada al brazo, pareciera que el centro debe ser un lugar del cual hay que huir con avidez. Los que no paran de reír, en cambio, en torno al humorista de turno, pareciera que necesitaran de ese espacio: una suerte de recreo a la hora de colación para pasar el rato junto a una necesidad: la risa. Por mi parte, rara vez me detengo a observar las cosas que suceden en la Plaza de Armas: cuando uno va al centro de la ciudad suele estar dirigido en función de un objetivo específico: una compra, un trámite o, como decía mi abuelita, una diligencia; nunca, para descubrir allí lo normal y acostumbrado de la ciudad. Otra veces, me he detenido a escuchar a los grupos de personas que discuten acaloradamente sobre temas trascendentes: la Política con mayúscula como en el ágora, la existencia de Dios, lo que verdaderamente dice y quiere decir la Biblia o la llegada de los extraterrestres. Supongo que este tipo de personajes forma parte de lo cotidiano de este lugar y configuran su espacio de día, de la misma forma que en la noche lo hacen los pequeños vagabundos que venden rosas y son recogidos por oscuros hombres. Aquí, nada parece fijo, pero todo parece conocido, normal y estable a la vez, todo parece estar sucediendo de manera repetida como ayer o como hace cien años, solo que esta vez hay alguien que se ha detenido un momento con una intencionalidad: sacar una fotografía de un lugar que por ser tan emblemático no se deja asir ni comprender.

Los edificios antiguos, como Correos, la Intendencia o la Catedral conviven con aparente armonía con algunas edificaciones nuevas, como aquel rutilante de vidrios que gobierna la esquina de Puente y Catedral, la zona que denominan desde hace más de una década, la Pequeña Lima. Las campanadas cronométricas de la Catedral tiñen de sonidos novedosos a los sorprendentes y habituales murmullos, a las carcajadas ocasionales y a las lejanas bocinas. Los espacios abiertos dan amplitud a la plaza y la convierten en un gran paseo. Una soberana calma se apodera de quien se detiene en alguna banca. Supongo que esta tranquilidad es una de las cosas propias de este lugar, es aquello que su configuración y dinámica permite: un momento para detenerse del ritmo frenético que nos gobierna día a día de esta sociedad que cada vez exige más: más éxito, más consumo, más individualismo, más productividad. Pero también, este lugar es una posibilidad para darse cuenta que es la ciudad es bella cuando uno, intencionadamente, le asigna ese valor; un tiempo dado más que un espacio: un tiempo apropiado, resignificado, un espacio simbólico que se asocia más a quien observa que a lo observado propiamente tal. Por eso, las estatuas de la Catedral se mantienen firmes, lejanas, escudriñadoras, porque ellas no cambian, son testigos de los cambios y vaivenes de los otros, de aquellos que intentan descubrir, por ejercicio, simple afición o apego, el alma de un lugar, aquello que no deja leer.