viernes, 8 de julio de 2011

El tesoro de calle Marín

Foto: www.chunchorockero.blogspot.com




Cuando el Club Deportivo Universidad de Chile no era administrado por Azul Azul S.A., ni por un síndico de quiebras sino que por la Corporación de Fútbol de la Universidad de Chile (Corfuch) -entidad creada en 1978 y que separó, formalmente, al club deportivo de la universidad-, la sede oficial, antes de la tradicional de Campos de Deportes, estaba ubicada -al menos por un tiempo indefinible- a tres cuadras de mi casa, en calle Marín 545 esquina Girardi, propiedad que pertenece aún a la universidad y que hoy opera como residencia para estudiantes de provincia que estudian en algunas de las sedes de Santiago.





En esa casona larga de dos pisos, grande, ubicada frente al tradicional Liceo Carmela Carvajal de Prat, había un pequeño museo. Decir hoy un museo suena eufemístico, pero para un niño de doce años poder descubrir esos tesoros equivale entrar al más grande de los museos del mundo.





Mi padre, mis hermanos y yo éramos socios del Club. A mi padre, en tanto funcionario de la universidad, le descontaban una simbólica suma por planilla. El carnet de socio no daba ninguna otra regalía que una entrada rebajada al estadio, cuando se podía, ya que los socios vivíamos castigados por los desórdenes que habitualmente provocaban los muchachos dirigidos por el Chuncho Martínez. Como la U no tenía estadio, ni club social ni centro deportivo ni nada, el carnet era solo un símbolo de una adherencia o una simpatía. En ese tiempo -y es verdad- la U no era más que una camiseta y once jugadores, como tanto les gustaba repetir a los comentaristas de la Sintonía Azul de Radio Santiago o a los columnistas de la Minuto 90.





Pero yo había descubierto un modo de darle otra utilidad a ese carnet. Sabía que en esa sede próxima a mi casa debían estar cosas del pasado glorioso de la U que debía rescatar del polvo y conocer. De modo que una tarde muerta de vacaciones (¿julio, septiembre, diciembre?), enfilé por calle Marín, me sumergí bajo sus enormes árboles de sombra eterna y llegué a la puerta de la sede, carnet en mano, exigiendo que me dejasen conocer las viejas vitrinas. Un funcionario de traje pantalón azul oscuro, zapatos negros y chaleco azul marino creo que esbozó una leve sonrisa y, amablemente, me hizo pasar. "Pero solo puede entrar al salón del segundo piso", recalcó.





Creyendo estar entrando a una gran catedral subí en silencio las escaleras y a mano izquierda, con la puerta abierta, ya se avizoraba el pequeño museo azul. Eran las dos o tres de la tarde y un olor a comida tipo charquicán inundaba la habitación, como si algún guardia recién hubiese terminado de comer, allí mismo, sentado en una silla. Sonaba el piso de parquet, pero solo repicaban mis pasos. No había nadie más en la habitación. El cuarto estaba algo oscuro, con esa luminosidad que dan los grandes ventanales cubiertos de gasa transparente, gris en este caso, por el polvo. También había tierra debajo de los muebles y dentro de las vitrinas, pero nada de eso resultó relevante para los ojos de un niño fanático de la U que no tenía idea qué significaba ser campeón, al ver todos los trofeos allí arrumbados, uno tras de otro, sin orden, sin orientación verbal, pero de la U al fin y al cabo.





La emoción fue indescriptible. Allí había copas (no todos los títulos ganados), la última de 1969 -algo que por entonces sonaba muy, muy lejano, tanto, que el niño ni siquiera había nacido-; algunos trofeos de amistosos, la más importante, un 6-1 a Peñarol para un Torneo de Verano; banderines -un partido contra Santos de Pelé-; medallas -algunas ni siquiera relacionadas con el club, por ejemplo, una conmemorativa del Campeonato Mundial de Fútbol de 1962- y, tal vez, alguna que otra imagen especialmente enmarcada. Pero también había trofeos de básquetbol, de hockey patín, de natación, ciclismo y atletismo, especialmente, armando con esto un panorama grandioso para tan solo unos veinte a treinta metros cuadrados.





La visita fue corta. Secreta, pero corta. El carnet había servido para profundizar visualmente en los relatos que ya vagamante conocía gracias a las antiguas revistas deportivas que se conservaban en mi casa y que comenzaba a coleccionar con fruición. Extasiado, debía volver rápidamente a casa para seguir atando cabos con nuevas revisiones a los archivos o simplemente soñar con alguna vuelta olímpica.





En esa casona de calle Marín había encontrado el pequeño tesoro que faltaba para darle forma al relato tantas veces leído en la soledad del cuarto infantil, tantas veces escuchado a los mayores. En medio de esas vitrinas sucias, descuidadas, se anidaba la imagen real de algo más que una camiseta y once jugadores.


Los poemas del Pachi




Quien dice que alguna vez en su vida no escribió versos, partes de un diario o un cuento está mintiendo. Todos, alguna vez, nos engañamos con unas letras y creímos sentirnos mejor después de haber terminado. Todos, incluso el Pachi. El Pachi también escribió versos.


Alto, flaco, con el pelo largo y cara de indio sioux. De ropajes raídos, pantalones de tela gris, grandes bototos, sempiterno chaleco delgado y chaqueta de Inspector Gadget. Y siempre acompañado de uno o más perros. El más clásico de todos: el Mancha, un quiltro propio de la fauna chilena sacado de una historieta de Condorito, enteramente blanco, con una mancha negra en un ojo.


Así lo conocimos todos al Pachi en el barrio, desde hace treinta años o más. De no ser unos de los fundadores del barrio, bien podríamos asignarle ese título, porque las abuelas, los papás y los tíos ya se han muerto y otros nos hemos desplazado a otras partes de la ciudad, aunque sabemos muy bien que, en realidad, nunca nos hemos ido de ninguna parte. Pero hace poco el Pachi también se nos fue. Así nos contaron los que quedan en el barrio, los que todavía no han sido desalojados ni por edificios, ni por oficinas ni por manos ajenas, los que todavía creen en las historias en común.


Podríamos recordar mil cosas de este personaje a quien todos saludaban siempre solitario, siempre con su perro, caminando hacia rumbos desconocidos, sin oficio conocido. Cosas buenas y cosas malas, comentarios de vereda o de sobremesa. A mí me interesa hablar tan solo de sus poemas que leí una noche.


Fue la única vez que entré a su casa, una noche en que volvía hacia la mía después de haber estado todo el día en la universidad en medio de las animadas conversaciones que de pronto se armaban en los patios. El Pachi estaba a la puerta de su casa y comenzamos a hablar, mientras su perro negro que también se llamaba Mancha, pero no tenía ninguna mancha en ninguna parte, revoloteaba en medio de la calle vacía. Hablamos de la familia, del barrio y sin saber muy bien cómo ni por qué derivamos en la literatura. "Yo también escribo", me dijo. "Tengo un archivo ahí con varias cosas". Yo miraba su invaluable pelo largo canoso y sus dientes amarillos, como gruesos granos de choclo, de tanto fumar y sentía al mismo tiempo que esos minutos son de aquellos que solo pasan una vez en la vida y abren puertas. "Me gustaría echarles un vistazo", le respondí, picado por la curiosidad. Entonces, me hizo entrar.


La casa era oscura y espaciosa, con una luminosidad bien amarilla que dejaba entrever muebles antiguos, pero simples, sofás rotos y llenos de polvo, una mesa alta con esas sillas de respaldos alargados e indescifrables decoraciones en las paredes: algunos objetos artesanales colgantes, un calendario del año regular con una foto de un caballo y una o dos fotos familiares en blanco y negro. Mientras el Pachi buscaba en su pieza sus textos intenté asimilar la atmósfera que respiraba y me pareció de pronto estar en medio de una casa de playa, de esas de madera sobre palafitos, hechas encima de la arena. Además, hacía calor. La noche parecía envolver en su aire cálido las sábanas húmedas del verano que ya se acercaba.


Sin explicación alguna, todo me pareció triste. Estaba allí parado en medio de la casa de un hombre solitario que vivía con lo mínimo y que volvía entusiasmado a mostrarme un archivador -de esos de tapas duras y lomo grueso- con sus poemas y era como estar respirando el aire seco de la soledad más grande. Leí sus poemas con atención, mientras el Pachi, parado al lado mío como un niño, con las manos atrás, parecía suspendido en el tiempo con la vista fija en una pared, con ojos profundos, impenetrables, más allá de toda lejanía.


Sus poemas eran cortos, pequeños bonsai. Hablaban de la madre, preferentemente, como la voz de un niño que le ruega le disculpe por haber hecho tal o cual travesura. Le pedía perdón y le recordaba que él sabía cumplir sus promesas. Que siempre la recordaba. Que siempre estaba con ella. Que la veneraba igual que antes, todos los días. Pero que igualmente la echaba de menos. Entonces, sentí que sus poemas me habían parecido los mejores que había leído en mucho tiempo. Los más sinceros. Los más puros, cristalinos como el agua. Todos los grandes autores de la literatura universal no valían un peso frente a estos poemas. Y sin más, sentí que tenía un corazón abierto frente a mí, un corazón palpitante que me estaba agradeciendo por haberlo escuchado.



Pero no pude leer más. No aguantaba más ese aire denso que de pronto me empezó a oprimir. Era como si una larga sombra me hubiese arrinconado, como a un ratón, para aplastarme y me asusté. Estaba en medio de la soledad más profunda y no quería ver más su rostro. Había decidido irme. Me despedí amablamente del Pachi, le habré dicho que me gustaron mucho sus poemas, pero que ya era hora de irme. Entonces salí rápidamente, casi corriendo avancé los cien metros que separaban mi casa de la suya y cuando me desplomé sobre un sillón simplemente lloré, lloré mucho, desconsoladamente, igual que el niño que pierde a sus padres en medio de un supermecado y se ve, por quince, veinte segundos, solo, desvalido, en medio de un mar de gente.