domingo, 26 de diciembre de 2010

El damasco

En la casa donde viví 25 años habían dos damascos. Pero siempre fueron uno. Hablábamos de ellos como si fueran uno solo. Uno era más grueso y el otro más angosto, apenas separados por unos pocos centímetros y en lo alto confundían sus ramas viejas con las nuevas, como si fueran la misma cosa. Muchas veces, acostado sobre la hamaca que colgábamos desde uno de ellos, me imaginaba que uno era la madre y el otro su pequeño hijo, y que iban a estar juntos para siempre, que nunca nadie los separaría. No se sabe quién los plantó, pero seguro que llevan más de cincuenta años allí.

Su presencia marcaba las temporadas. Al final del otoño, cuando ya no quedaban hojas, había que podarlo. Con las tijeras adecuadas, llenábamos el patio de ramitas, las que luego servían para azuzar la chimenea. Además, el viejo árbol parecía tener cada vez más una leve inclinación, lo que lo transformaba en una inminente amenaza para el sector de la galería, llena de vidrios, amenaza que nunca se concretaría. Varias veces vi a mis hermanos mayores con un serrucho tratando de cortar aquella rama más imprudente que, obstinada, se acercaba más y más a la leve pared del pasillo.

En invierno, las ramas peladas se movían con el viento y hacían crujir el techo de zinc como un viejo ogro que nos sacaría de nuestras pequeñas camitas. En esta época, además, desde el segundo piso de la casa descubríamos la vida privada de los vecinos de atrás como una novedad extraña, escuchábamos los juegos de otros niños que no conocíamos, veíamos las sombras de los adultos en las ventanas y ya siendo grande, recuerdo haber conversado más de alguna vez de ventana a ventana, segundo piso con segundo piso, separados por veinte o treinta metros, con un amigo que había arrendado en una de esas casas misteriosas que pensaba nunca llegaría a conocer.

En primavera era agradable el aroma de la flor del damasco y el verde limpio de las hojas, nuevas como un niño recién bañado. La incipiente sombra que comenzaba a dar ayudaba a prolongar un poco más las pichangas uno a uno que hacíamos con mi hermano mayor. Y sus verde presencia nos anunciaba y preparaba para la ardua tarea de los meses siguientes.

El verano, de este modo, constituía el periodo en que debíamos trajinarlo, la época del ritual. Año por medio, generalmente, la cosecha era abundante. Habían tantos que había que regar y limpiar el patio a diario para sacar todos aquellos damascos demasiado maduros que caían por su propio peso o picoteados por los pájaros. Nos subíamos al techo a partir de diciembre a cosechar su generosa ofrenda y ya en enero estábamos hartos de comer tantos, de manera que era costumbre hacer mermelada, la que era comida recién durante el invierno, una vez que habíamos olvidado su dulce sabor. El rito consistía en subirse al techo periódicamente a llenar envases, pero había veces en que el asunto se desbordaba, todos los damascos estaban preparados para la mano ajena que los sacaría de su quieto suspenso, lo que nos obligaba a pasar tardes enteras, tratando de capear el fuerte calor del estío santiaguino, llenando y llenando tiestos.

Ante tanta generosidad de nuestro querido damasco, era costumbre que visita que llegaba, se iba con una bolsa repleta. Ya sea los primos que vivían dos casas más allá. El tío marinero que venía de Coquimbo. Nuestra vecina rusa y su esposo espía -según el rumor de barrio- de la KGB. Los vecinos del frente. Los amigos. Otros parientes lejanos. Todos, alguna vez, sintieron el gozo de la pulpa del damasco deshaciéndose en la boca. Mi abuelita, por último, para terminar de sacar provecho, juntaba un montón de cuescos y hacía un licor único que, alguna vez, siendo más grande, tuve la dicha de probar por única vez, como un elixir destinado a unos solos pocos. La receta de su alquimia -junto con la del licor de oro- la perdimos para siempre los días en que su memoria nos empezó a dejar, enteramente vestida de luto.

Sé, de primera fuente, que ese damasco sigue siendo un padre generoso dispuesto a repartir sus frutos a los comensales que se arrimen a su sombra. Ojalá que otros sigan disfrutando de su largo brazo, siempre abierto, siempre acogedor.

viernes, 10 de diciembre de 2010

La feria de San Camilo

Foto: Cité de calle San Camilo.

Los viernes eran día de feria. Cruzando uno de nuestros límites barriales, Vicuña Mackenna, siguiendo por Jofré, llegábamos hasta San Camilo, a una cuadra de Portugal, viejo barrio de dos vidas: tranquilo y apacible de día, oscuro y prostibulario de noche. Los martes y viernes por la mañana se cerraba la calle desde Jofré hasta Argomedo, más o menos, y nosotros nos dejábamos caer al fin de la semana para tener fruta y verdura fresca los días en que la casa estaba más llena y había más movimiento, es decir, para los sábados y domingos.

Al principio la encargada era la Carmenchu, quien carrito en mano y alegría característica recorría las tres o cuatro cuadras en busca de sus caseros. La Carmenchu trabajó en nuestra casa varios años. Con aproximadamente treinta años de edad, paciente, esmerada, alegre y dinámica, pero con un genio algo áspero, sin pelos en la lengua, debía lidiar con seis genuinos representantes del género masculino de diferentes edades, cada uno con su propia particularidad, desordenados o sucios, mañosos o regalones, poco despiertos o demasiado avispados, aunque siempre respetuosos. Mi hermana, en cierto modo, era su aliada. Al ser las únicas mujeres de la casa, se reconocían y se llevaban bien. Algunos de nosotros, en cambio, en plena etapa de maduración, insoportables, atontados, a veces la hacíamos rabiar y nos enojábamos con ella, sobre todo cuando nos hacía salir de la cama no más allá de las diez de la mañana los sábados o feriados. Repentinamente, la Carmenchu, quien por su cuenta además se ganaba sus buenas lucas cortando el pelo en su casa, se hizo evangélica y de un día para otro la casa se llenó de discursos sobre la gloria del Señor y la Radio Armonía pasaba encendida desde que llegaba en la mañana hasta que se iba en la tarde, a todo volumen, gritándonos, cada cierto tiempo, la característica alarma de "Mi-la-gro, mi-la-gro".

A veces, a menudo, la acompañábamos la Luz María y yo, que no siempre estábamos en casa a esa hora. Después que la Carmen se fue, llegó otra Carmen, pera esta Carmen era distinta. Era menos vital, más bien cómoda y apenas movía un pelo, porque decía que tenía artritis en las manos. En resumen, era rejodida la señora, más interesada en sus plantas dientes de león que en el aseo de la casa. Por lo tanto, comenzó a ir la Luz María sola para encontrarse con los mismos caseros de siempre, algunos de los cuales no dejaban nunca de piropearle mientras ella les pedía un kilo de naranjas y otro de papas. A veces, íbamos los dos o con Gonzalo, o yo solo, o con Felipe, dependiendo de las circunstancias y disponibilidades, al estar todos trabajando o estudiando. Da igual, el asunto es que siempre debía haber alguien dispuesto a ir. Y casi nunca fallábamos.

La Feria de San Camilo lleva décadas de existencia y parece siempre la misma, ahora que han pasado los años, cada uno ha hecho su propia vida y la vieja casa familiar y el viejo barrio son apenas estaciones de paso. Llego un viernes cualquiera buscando humitas para darle a mi hermana que está de visita y me encuentro con los viejos caseros de siempre, diez años después. Ahí está el señor que vende huevos, siempre de buen humor, fresco, amable, cariñoso. Los viejos que se echan talla unos con otros. El señor del kiosko que vende revistas y libros escolares usados. El de las papas, el de las paltas, la señora de las lechugas. Todos personajes de su propio rincón, con apenas nombre conocido.

Pero también me encuentro con algunas sorpresas. Antiguamente, la feria de San Camilo era solamente de frutas, verduras, pescados y mariscos. Pero ahora, como en otras ferias libres de otros sectores de Santiago, hay ramificaciones incipientes, tímidas, de coleros que con un tapete se ponen a vender cualquier cosa. Por ahí aparecen algunos inmigrantes ofreciendo cosas de cocina, otros venden ropa y más allá se ve a un compadre que vende objetos reducidos, como una silla de bebé para auto, impecable, de marca, la cual ofrece a tan solo cuatro lucas. Por otra parte, los edificios nuevos también han cambiado la fisonomía de la feria. Ya no están los cités donde vivían las prostitutas y travestis, ni los oscuros bares donde los feriantes, amigos o vagabundos desayunaban su buena copa de vino. Todo ha sido reemplazado por altísimos edificios nuevos, que se ven elegantes, y que ahora dan una sombra constante a la estrecha calle.

Llevando a un niño en coche que reclama por su comida, porque ya se acerca su hora de comer, espero por la señora de las humitas que no llega. Un casero me dice que viene de Melipilla, por lo que el pique es largo y se demora. Otro más allá me dice que no le compre a la Teña, porque los choclos todavía están muy nuevos y me voy a enfermar, que mejor espere a su señora que como en dos semanas más va a comenzar traer sus propias humitas para vender. Se hace tarde y debo partir. Cuando vuelva, me digo, aparte de llevar cosas para comer, no puedo dejar de pasar por el Juan Ramsay, el club social de antiguos deportistas, un poquito más allá, a una cuadra por la misma San Camilo -rebautizada como Fray Camilo Henríquez como parte de la estrategia de blanqueamiento que incluye casetas de seguridad en ciertas esquinas- para volver a ver sus vitrinas, las copas, los posters y la réplica de la estructura de madera que saltó el caballo Huaso con su jinete Alberto Larraguibel para batir el récord de salto ecuestre en 1949, aún vigente. Y buscar el 2M2, el viejo bar, para tomarse por ahí una cerveza y ayudar a refrescar la memoria. Y sentarse en alguno de los escalones de las casas pareadas de Marín a tomar la sombra fresca, antes que desaparezcan por el arrastre de los altaneros edificios.