domingo, 26 de diciembre de 2010

El damasco

En la casa donde viví 25 años habían dos damascos. Pero siempre fueron uno. Hablábamos de ellos como si fueran uno solo. Uno era más grueso y el otro más angosto, apenas separados por unos pocos centímetros y en lo alto confundían sus ramas viejas con las nuevas, como si fueran la misma cosa. Muchas veces, acostado sobre la hamaca que colgábamos desde uno de ellos, me imaginaba que uno era la madre y el otro su pequeño hijo, y que iban a estar juntos para siempre, que nunca nadie los separaría. No se sabe quién los plantó, pero seguro que llevan más de cincuenta años allí.

Su presencia marcaba las temporadas. Al final del otoño, cuando ya no quedaban hojas, había que podarlo. Con las tijeras adecuadas, llenábamos el patio de ramitas, las que luego servían para azuzar la chimenea. Además, el viejo árbol parecía tener cada vez más una leve inclinación, lo que lo transformaba en una inminente amenaza para el sector de la galería, llena de vidrios, amenaza que nunca se concretaría. Varias veces vi a mis hermanos mayores con un serrucho tratando de cortar aquella rama más imprudente que, obstinada, se acercaba más y más a la leve pared del pasillo.

En invierno, las ramas peladas se movían con el viento y hacían crujir el techo de zinc como un viejo ogro que nos sacaría de nuestras pequeñas camitas. En esta época, además, desde el segundo piso de la casa descubríamos la vida privada de los vecinos de atrás como una novedad extraña, escuchábamos los juegos de otros niños que no conocíamos, veíamos las sombras de los adultos en las ventanas y ya siendo grande, recuerdo haber conversado más de alguna vez de ventana a ventana, segundo piso con segundo piso, separados por veinte o treinta metros, con un amigo que había arrendado en una de esas casas misteriosas que pensaba nunca llegaría a conocer.

En primavera era agradable el aroma de la flor del damasco y el verde limpio de las hojas, nuevas como un niño recién bañado. La incipiente sombra que comenzaba a dar ayudaba a prolongar un poco más las pichangas uno a uno que hacíamos con mi hermano mayor. Y sus verde presencia nos anunciaba y preparaba para la ardua tarea de los meses siguientes.

El verano, de este modo, constituía el periodo en que debíamos trajinarlo, la época del ritual. Año por medio, generalmente, la cosecha era abundante. Habían tantos que había que regar y limpiar el patio a diario para sacar todos aquellos damascos demasiado maduros que caían por su propio peso o picoteados por los pájaros. Nos subíamos al techo a partir de diciembre a cosechar su generosa ofrenda y ya en enero estábamos hartos de comer tantos, de manera que era costumbre hacer mermelada, la que era comida recién durante el invierno, una vez que habíamos olvidado su dulce sabor. El rito consistía en subirse al techo periódicamente a llenar envases, pero había veces en que el asunto se desbordaba, todos los damascos estaban preparados para la mano ajena que los sacaría de su quieto suspenso, lo que nos obligaba a pasar tardes enteras, tratando de capear el fuerte calor del estío santiaguino, llenando y llenando tiestos.

Ante tanta generosidad de nuestro querido damasco, era costumbre que visita que llegaba, se iba con una bolsa repleta. Ya sea los primos que vivían dos casas más allá. El tío marinero que venía de Coquimbo. Nuestra vecina rusa y su esposo espía -según el rumor de barrio- de la KGB. Los vecinos del frente. Los amigos. Otros parientes lejanos. Todos, alguna vez, sintieron el gozo de la pulpa del damasco deshaciéndose en la boca. Mi abuelita, por último, para terminar de sacar provecho, juntaba un montón de cuescos y hacía un licor único que, alguna vez, siendo más grande, tuve la dicha de probar por única vez, como un elixir destinado a unos solos pocos. La receta de su alquimia -junto con la del licor de oro- la perdimos para siempre los días en que su memoria nos empezó a dejar, enteramente vestida de luto.

Sé, de primera fuente, que ese damasco sigue siendo un padre generoso dispuesto a repartir sus frutos a los comensales que se arrimen a su sombra. Ojalá que otros sigan disfrutando de su largo brazo, siempre abierto, siempre acogedor.

viernes, 10 de diciembre de 2010

La feria de San Camilo

Foto: Cité de calle San Camilo.

Los viernes eran día de feria. Cruzando uno de nuestros límites barriales, Vicuña Mackenna, siguiendo por Jofré, llegábamos hasta San Camilo, a una cuadra de Portugal, viejo barrio de dos vidas: tranquilo y apacible de día, oscuro y prostibulario de noche. Los martes y viernes por la mañana se cerraba la calle desde Jofré hasta Argomedo, más o menos, y nosotros nos dejábamos caer al fin de la semana para tener fruta y verdura fresca los días en que la casa estaba más llena y había más movimiento, es decir, para los sábados y domingos.

Al principio la encargada era la Carmenchu, quien carrito en mano y alegría característica recorría las tres o cuatro cuadras en busca de sus caseros. La Carmenchu trabajó en nuestra casa varios años. Con aproximadamente treinta años de edad, paciente, esmerada, alegre y dinámica, pero con un genio algo áspero, sin pelos en la lengua, debía lidiar con seis genuinos representantes del género masculino de diferentes edades, cada uno con su propia particularidad, desordenados o sucios, mañosos o regalones, poco despiertos o demasiado avispados, aunque siempre respetuosos. Mi hermana, en cierto modo, era su aliada. Al ser las únicas mujeres de la casa, se reconocían y se llevaban bien. Algunos de nosotros, en cambio, en plena etapa de maduración, insoportables, atontados, a veces la hacíamos rabiar y nos enojábamos con ella, sobre todo cuando nos hacía salir de la cama no más allá de las diez de la mañana los sábados o feriados. Repentinamente, la Carmenchu, quien por su cuenta además se ganaba sus buenas lucas cortando el pelo en su casa, se hizo evangélica y de un día para otro la casa se llenó de discursos sobre la gloria del Señor y la Radio Armonía pasaba encendida desde que llegaba en la mañana hasta que se iba en la tarde, a todo volumen, gritándonos, cada cierto tiempo, la característica alarma de "Mi-la-gro, mi-la-gro".

A veces, a menudo, la acompañábamos la Luz María y yo, que no siempre estábamos en casa a esa hora. Después que la Carmen se fue, llegó otra Carmen, pera esta Carmen era distinta. Era menos vital, más bien cómoda y apenas movía un pelo, porque decía que tenía artritis en las manos. En resumen, era rejodida la señora, más interesada en sus plantas dientes de león que en el aseo de la casa. Por lo tanto, comenzó a ir la Luz María sola para encontrarse con los mismos caseros de siempre, algunos de los cuales no dejaban nunca de piropearle mientras ella les pedía un kilo de naranjas y otro de papas. A veces, íbamos los dos o con Gonzalo, o yo solo, o con Felipe, dependiendo de las circunstancias y disponibilidades, al estar todos trabajando o estudiando. Da igual, el asunto es que siempre debía haber alguien dispuesto a ir. Y casi nunca fallábamos.

La Feria de San Camilo lleva décadas de existencia y parece siempre la misma, ahora que han pasado los años, cada uno ha hecho su propia vida y la vieja casa familiar y el viejo barrio son apenas estaciones de paso. Llego un viernes cualquiera buscando humitas para darle a mi hermana que está de visita y me encuentro con los viejos caseros de siempre, diez años después. Ahí está el señor que vende huevos, siempre de buen humor, fresco, amable, cariñoso. Los viejos que se echan talla unos con otros. El señor del kiosko que vende revistas y libros escolares usados. El de las papas, el de las paltas, la señora de las lechugas. Todos personajes de su propio rincón, con apenas nombre conocido.

Pero también me encuentro con algunas sorpresas. Antiguamente, la feria de San Camilo era solamente de frutas, verduras, pescados y mariscos. Pero ahora, como en otras ferias libres de otros sectores de Santiago, hay ramificaciones incipientes, tímidas, de coleros que con un tapete se ponen a vender cualquier cosa. Por ahí aparecen algunos inmigrantes ofreciendo cosas de cocina, otros venden ropa y más allá se ve a un compadre que vende objetos reducidos, como una silla de bebé para auto, impecable, de marca, la cual ofrece a tan solo cuatro lucas. Por otra parte, los edificios nuevos también han cambiado la fisonomía de la feria. Ya no están los cités donde vivían las prostitutas y travestis, ni los oscuros bares donde los feriantes, amigos o vagabundos desayunaban su buena copa de vino. Todo ha sido reemplazado por altísimos edificios nuevos, que se ven elegantes, y que ahora dan una sombra constante a la estrecha calle.

Llevando a un niño en coche que reclama por su comida, porque ya se acerca su hora de comer, espero por la señora de las humitas que no llega. Un casero me dice que viene de Melipilla, por lo que el pique es largo y se demora. Otro más allá me dice que no le compre a la Teña, porque los choclos todavía están muy nuevos y me voy a enfermar, que mejor espere a su señora que como en dos semanas más va a comenzar traer sus propias humitas para vender. Se hace tarde y debo partir. Cuando vuelva, me digo, aparte de llevar cosas para comer, no puedo dejar de pasar por el Juan Ramsay, el club social de antiguos deportistas, un poquito más allá, a una cuadra por la misma San Camilo -rebautizada como Fray Camilo Henríquez como parte de la estrategia de blanqueamiento que incluye casetas de seguridad en ciertas esquinas- para volver a ver sus vitrinas, las copas, los posters y la réplica de la estructura de madera que saltó el caballo Huaso con su jinete Alberto Larraguibel para batir el récord de salto ecuestre en 1949, aún vigente. Y buscar el 2M2, el viejo bar, para tomarse por ahí una cerveza y ayudar a refrescar la memoria. Y sentarse en alguno de los escalones de las casas pareadas de Marín a tomar la sombra fresca, antes que desaparezcan por el arrastre de los altaneros edificios.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La última lección

El fútbol chileno se vuelve a vestir de luto. Como tantas veces. Pero esta vez, todo de manera distinta. Celebrando los 100 años de la Selección Nacional, con un Monumental repleto de público, con un equipo jugando a gran nivel los primeros veinte minutos y gran parte del resto del partido, pero con la sensación de estar asistiendo a una despedida. No solo la de Marcelo Bielsa, el técnico que cambió el juego timorato, tibio, lento y plano del jugador chileno por uno agresivo, dinámico y ofensivo. Sino que también la de una manera de vivir el fútbol y la vida. Más allá de los 50 juegos oficiales a su cargo, desde que asumiera la banca una fría mañana de entrenamiento en unas canchas cercanas al aeropuerto de Pudahuel, hace ya tres años. Más allá de las enconadas elecciones dirigenciales que han precipitado su renuncia, pese a tener contrato vigente por cinco años más.

La despedida de una manera linda de ver el fútbol. Apasionada. Exigente. Siempre al frente. Sin complejos, indiferente respecto al rival, el entorno y las circunstancias anexas. Siempre buscando la excelencia, el espectáculo y el buen fútbol.

Y la despedida de una forma de vivir la vida. Consecuente con las ideas. Sin miramientos con el poder. Sin complacencias. Reticente a las manipulaciones interesadas de quienes intentaron sacar partido de su figura para beneficio personal. Con tintes pedagógicos, buscando siempre una lección y una enseñanza para compartir con sus discípulos. Y con una decencia y un caballerismo tan perdidos en el mundo frenético de hoy.

Con más frecuencia de la esperada, el fútbol y la vida se cruzan de manera misteriosa. Recuerdo con emoción cuando el 15 de enero de 1989 la U se fue al descenso y los quince mil fervorosos hinchas de la U que nos cocinábamos de tristeza esa tarde calurosa de verano en el Nacional, cantábamos llorando, pero con convicción, "que volveríamos a ser grandes, grandes como fue el Ballet". Y, en cierto modo, así fue, más temprano que tarde, sobre todo a partir de la obtención del título de 1994, 25 años después del último logro. Pero esta vez, veintiún años más tarde, en medio del adiós de Bielsa, todo canto de promesa, rabia o agradecimiento, me parece una canción hueca, repetida, que no arreglará nada. Con el escepticismo vivo de quien sabe estar perdiendo algo muy, pero muy valioso, volveremos a los tiempos negros del fútbol sin rumbo y, sobre todo, no volveremos a ser grandes, porque, inexplicablemente, hemos dejado partir al más grande de todos, al mejor técnico del mundo. Con el despilfarro que históricamente ha destacado en nuestra nación. Ojalá me equivoque. Sobre todo, porque buenos jugadores hay.

El show debe continuar. Es cierto. Seguiremos yendo al estadio de nuestros equipos cuyos dueños están más interesados en sus acciones de la Bolsa que en hacer más grandes al club. Seguiremos viendo los partidos de la selección esperanzados con ganar una Copa América, tan esquiva siempre. Pero ya nada será lo mismo. El fútbol chileno ha dejado partir a uno de sus maestros. Y esa herida tardará mucho en ser sanada. Mucho más de lo que piensan los nuevos dueños del fútbol, los sátrapas del fútbol, los ávidos Don Dinero que han visto en este hermoso deporte una oportunidad más para el negocio frío y calculador, una oportunidad más para llenarse los bolsillos de vacío y más vacío, mientras de a poco van apagando el espíritu del ingenuo, desinteresado y noble seguidor amante del "deporte más lindo del mundo", como dice el relator chileno de ESPN.

Con más frecuencia de lo que algunos creen, el fútbol y la política también se cruzan. Sabidas son las afinidades políticas de Mayne Nicholls y Bielsa, los salientes. Y las de quienes desde las sombras, levantaron la candidatura de Segovia, el entrante. Ahora todo queda en paz. Los que detentan el poder son los dueños del país y ahora son los dueños de la pelotita, el último bastión popular. Pueden quedar en paz. Tienen poder para rato. Tienen grandes negocios para rato. Les faltaba adueñarse de la fiesta popular. Y lo han logrado. Dios nos pille confesados.

Mientras tanto, como antaño, los que piensan distinto son perseguidos, como el señor y su hija menor de edad retenidos por 45 minutos antes de entrar al estadio por portar carteles de protesta. Y como antaño, los carerrajas, con el beneplácito de los medios de prensa condescendientes de nuestro entristecido país, señalan que la partida de Bielsa "es una pena" y desmienten toda sugestiva "presión" para la salida del mejor dirigente y el mejor técnico que haya tenido nuestro fútbol.

El fútbol está triste en medio de un país en donde se ha instalado el carerrajismo de quienes mezclan sus intereses privados con los públicos. El fútbol está triste. El país está triste. Mientras asistimos a la última lección con gran juego para ganarle a Uruguay en el centenario de la Roja.

lunes, 25 de octubre de 2010

Diario de un viaje a California VIII

Efectos personales del escritorio de Charles Bukowski

Llegamos a la Huntington Library casi por casualidad y nos encontramos con toda una locura allá adentro. Lucía nos había dicho que allí estaba La Biblia impresa por Gutenberg. Y en efecto, allí estaba, no la primera edición, pero seguro una de las primeras, de 1450-1460. Es decir, uno de los ejemplos vivos de la historia de la imprenta, el libro por el que se ha pagado más en la Gran Historia del Libro: 50.000 palos de los años veinte. Pero el asunto no se quedaba ahí. Encontraríamos, además, otra serie de joyitas librescas como la primera edición de los Cuentos de Canterbury, algunas de William Shakespeare y Marlowe, primeras ediciones y cartas de científicos como Kepler, Galilei, Copérnico, Einstein y toda una serie de libros raros extraídos de una bodega similar a la de un banco, a la que nadie puede acceder, y cuyas muestran se exhiben para captar la admiración del vulgo: libros antiguos de medicina, de astronomía y física, de geografía, historia y agricultura, grabados y láminas de flora y fauna, una colección de las primeras ampolletas eléctricas de la historia y en un rincón, 250 ejemplares distintos, primeras, segundas y terceras ediciones en diferentes idiomas, del mismo libro: El origen de las especies, de Charles Darwin. Todo, perteneciente a la colección privada de un excéntrico y millonario norteamericano que murió a comienzos del s. XX, y a quien Estados Unidos le debe, entre otras cosas, la construcción del ferrocarril que atraviesa el país de este a oeste. Su nombre: Henry Huntington.

250 ejemplares de El origen de las especies

Entre esas otras cosas está su quinta de agrado en San Marino, California, en medio de un acomodado suburbio de la ciudad de Los Ángeles, convertida en museo y parque por sus amplios jardines de todo tipo (chinos, japoneses, para niños, tropicales, todo lo que se pueda imaginar) y sala de exposiciones itinerantes. “Es fabuloso” –había dicho la Lucia-. “Es un bonito paseo. Tienen que ir”. Y fuimos. Hora y media en auto desde Irvine evitando las multitudinarias carreteras y paseando por los pueblos-ciudades-suburbios de la grande Babilón, unos pegados a otros como trencito, suburbios conquistados por chinos, suburbios conquistados por mexicanos, suburbios para lo que queda de norteamericanos: Tustin, Orange, Anaheim, La Mirada, Whittier, El Monte, Rosemead, Alhambra, San Marino, Pasadena. Unos pegados a otros en un interminable tour de casitas con porche, antejardín e interminables centros comerciales, de esos que se anuncian desde torrecitas en sus esquinas, como en las películas, siempre desde lo alto, sobresaliendo del extenso plano urbano de casas de dos pisos.

Y fue fabuloso. Tan fabuloso como el brillo del oro en las manos de este hombre. Símbolo del capital más puro, aquel que nace del negrerismo y genera tanta plusvalía que ya no se sabe en qué invertir, y del sin sentido del dinero a raudales, que de ser tan inmenso y numeroso, pierde su valor. Todo, para quien fue capaz de casarse con su tía para preservar aún más los acaudalados bolsillos y así perpetuar su fortuna. Metáfora de un país inmensamente rico, capaz de satisfacer todos y cada uno de los caprichos de sus insignes prohombres. De la acumulación. Y de la extraordinaria locura que engendra el coleccionismo de los museos, aquello que permite brindar un espectáculo de los objetos culturales del ser humano, reunidos bajo un mismo techo para la admiración y asombro del ciudadano común y corriente que necesita llenar su estómago no solo con el refill de los coffes and beverages, sino que también algo de su culposo y empobrecido espíritu.

La Biblia, Gutenberg

La Huntington Library puede llegar a ser una visita obligada para todo espíritu libresco y para todo coleccionista enfermo de sus colecciones. Es una visita que no deja de asombrar y exaltar al más abúlico de los visitantes. Puede llegar a generar incluso algo de alegría. Pero por sobre todo, es llegar al alma solitaria del hombre bien vestido, rodeado de sus monedas de oro. De un hombre extraordinariamente solo en medio de su colección, en medio de su palacio, en medio de sus jardines, mientras allá afuera las multitudes salen de los malls y vuelven a sus autos para enfilar rápido en la cinta de las carreteras, con un vaso de café o bebida rellenado.

Supongo que los treinta dólares gastados en la entrada valieron la pena para llegar a este asombro. Supongo que los otros treinta dólares gastados para rellenar nuestro escuálido estómago de burgueses empobrecidos de espíritu, también valieron la pena para estar atentos, sin retorcijones, sin dolor de cabeza, sin dolor de pies. Pero pensándolo bien, más allá de toda fábula, nos quedamos con esa pequeña exposición sobre Charles Bukowski que ocupaba un rincón del imponente edificio, que me imagino debe haber sido muy bien pagada para la heredera de su obra, Linda Lee Bukowski. En ese mínimo espacio de no más de 40 metros cuadrados, los visitantes librescos nos emocionamos mucho más con las cartas, poemas y fotos de este singular poeta genuino de Estados Unidos, un ejemplar único que ahora que se está acá, se entiende que solo pudo haber escrito acá todo lo que escribió, comprendiendo, en gran parte, los motivos de su obra y los excesos de su vida en medio de una vida hecha para perderse.

Libros raros. Entrada prohibida.

Vemos las cartas y fotos que sus admiradoras le mandaban. Una, desde Australia, le manda cuatro fotos: una de su rostro, otra en bikini, entrando a una piscina, la tercera del espejo y velador de su cuarto, y la cuarta, de su cama. Otra admiradora le manda una carta-poema en donde le dice que lo admira mucho, que es un gran poeta y que al ver su rostro no cree ni una palabra de lo que se dice de su vida sexual. Pero nosotros nos quedamos, definitivamente, con la pequeña vitrina que muestra algunos de sus efectos personales habituales de su escritorio de trabajo: la vieja máquina de escribir, unas lapiceras, una copa de vino, unos lentes y una vieja radio en donde, se dice, acostumbraba escuchar música clásica mientras escribía. Aquellos efectos personales terminaron siendo la afectiva muestra que validó el viaje. Como objetos inertes aparentemente sin valor alguno, relucen por sí mismos al mostrarnos el alma del sujeto que escribe rodeado de sus enseres principales. Únicamente del sujeto que llenó su espíritu a punta de palabras vertidas con fuego, desprovisto de toda máscara. Esos mínimos objetos esconden en sí mismos cuán apreciables pueden llegar a ser las cosas cuando se relacionan afectivamente con la memoria. En una visita a un lugar tan grandioso como la Huntington Library, esos mínimos objetos terminan siendo un agradecido gesto de lo personal y único versus la grandiosidad falsa del dinero. Querencia del ser humano rodeado de sus materiales elementales, ajeno a todo afán mercantil.

martes, 12 de octubre de 2010

Diario de un viaje a California VII

Irvine Ranch, 1959. Futuro lugar de emplazamiento de la Universidad de California en Irvine.

La llegada del otoño traicionó el pequeño paraíso que había construido en este lugar. Los estudiantes se mueven por cientos como hormigas a través del Aldrich Park, el esférico pedazo verde y hermosamente arbolado, repleto de cuervos, conejos y ardillas, que es el núcleo de la gran célula de edificios que conforman la Universidad de California, en la apacible y templada Irvine. Las hormigas-estudiantes, con una leve mayoría de ascendencia oriental, han quebrado el silencio monacal del campus al cual me había acostumbrado durante el verano y ahora la Langson Library es un hervidero de personas que hablan, merodean y estudian a montones, convirtiendo mi monasterio medieval de libros donde pasaba horas y horas en el más santo de los silencios en una simple biblioteca universitaria del s. XXI a pleno funcionamiento. Es difícil ahora conseguir un computador desde el cual escribir. Camino hasta la Science Library, donde hay un poco más en cantidad, y encuentro uno en un rincón, esperándome para redactar estas palabras. A mi lado, dos jóvenes chinescos degustan una olorosa ensalada mientras estudian algo que no alcanzo a percibir muy bien. Capaz que uno de ellos, en cincuenta años más, sea un Premio Nobel de Ciencia y yo lo inmortalice primero gracias al aderezo de su frugal almuerzo.

Algunos poetas tendrían extrañas conductas en este lugar. Claudio Bertoni, por ejemplo, estaría loco con los shorcitos cortos de las estudiantes. Cuantos poemas saldrían del solo hecho de sentarse un rato a ver pasar a estas damiselas, cuyas prendas públicas no son habituales en el conservador y frío Chilito. Carlos Soto ya habría reunido a un par de gente y hubiera roto la monotonía de los espacios comunes con alguna sensata y lúdica performance, leyendo un poema muy similar al de La ciudad de Gonzalo Millán, pero con la reversa imaginaria de la historia de este rico país. Cristian Cruz pasaría largas horas en el pub situado en el Student Center, claro que alcanzaría a tomarse solo unas dos copas de vino con los precios de hotel puestos en la pizarra. Terminada su segunda copa, aun sin estar saciado del todo, despotricaría contra todo y contra todos y partiría a Trader’s Joe, el supermercado más cercano, a comprarse la botella más barata de vino, la cual sería, para su sorpresa, un para nada despreciable Chianti de cuatro dólares producido en la mismísima California. Una vez superado el trauma, transmitiría en directo desde singular pub universitario, una serie de entrevistas a poetas locales tratando de entender qué mierda significa escribir poesía en este país.

No me atrevo a pensar qué harían otros poetas, la historia puede llegar a ser demasiado larga y algo delirante, pero seguro nadie tendría clara la película. Este lugar es tan desconcertante como imprevisible. Tan así, que una asociación de estudiantes musulmanes ha sido censurada por la universidad con prohibición de reunirse públicamente tras haber sido acusados de irrumpir violentamente en febrero pasado durante una conferencia dictada por un intelectual de origen israelí. A veces, el orden perfecto es sinónimo de una violencia soterrada. Una passive aggressive de la cual ya me han advertido y que ya me ha tocado vivir y que no viene al caso detallar aquí.

Es otoño en California y las chalas, los shorts y las poleras todavía no pasan al closet. Hay en promedio 25 grados Celsius y me dicen los locales que es así prácticamente todo el año. Es un pequeño paraíso lleno del confort reservado solo para el primer mundo. Solo para los estudiantes que pueden pagar, en promedio, treinta mil dólares al año para estudiar y vivir cerca de la universidad. Solo para los que tienen auto, porque el transporte público funciona, pero es demoroso, demasiado lento, y aquí todo tiene la lógica del suburbio norteamericano, donde no existe el concepto de panadería o almacén de la esquina. Solo para los que van a surfear a cualquiera de las cálidas playas que abundan en la costa, en especial, Huntington Beach, famosa por sus olas. Para el resto, Irvine es un lugar inalcanzable. Para los de origen afroamericano, que aquí apenas se ven, y para los inmigrantes, especialmente mexicanos.

Estos últimos siguen llegando todos los días desde las colinas y el desierto, encerrados en maletas especiales dentro de los autos, atravesando el cruce de Tijuana a San Diego arriesgando la vida, enfrentando a la muerte para encontrar en California el oro perdido, el simulacro de una mejor vida, trabajando en la sección de carnicería de Wholesome Choice, el supermercado de origen persa, o como auxiliar de aseo del John Wayne Airport, en las cocinas del Subway, de McDonalds, de Wendy, de Lee’s Sandwichs, en los jardines de la universidad y los grandes condominios, y en general en todos aquellos trabajos que nadie quiere hacer, solo, tal vez, y por un tiempo, el estudiante que hace un esfuerzo para abaratar los costos que implican estudiar en una universidad. Costos relacionados con privilegios: de acuerdo a un cartel emplazado a las afueras de la Science Library, en el marco de una campaña organizada no sé por quien y titulada Teach for ten, solo uno de cada diez jóvenes que estudia en su propio distrito termina el college, todos los demás lo abandonan para ponerse a trabajar. Leyendo el cartelito me hace sentido, entonces, que una inmensa cantidad de estudiantes de esta universidad pública norteamericana lleguen, todos los años, a esta Ellis Island estudiantil, a raudales, provenientes del Mar Amarillo y sus alrededores. Mientras tanto, la crónica policial de Los Angeles Times, la sección Crime, lleva un conteo diario de los crímenes cometidos en el condado de Los Ángeles. Hasta el 28 de septiembre, han muerto 484 personas este año. Entre ellos, un ex compañero de colegio, Adolfo, asesinado a balazos la madrugada que celebraba su cumpleaños, tras recibir disparos provenientes de un vehículo en movimiento. Todas esas muertes, como la del hombre encontrado con la cabeza amarrada a una bolsa en el baño del LAX Airport, en Los Ángeles, llegan hasta Irvine, la ciudad más segura de Estados Unidos de acuerdo al FBI, como un eco lejano, como un pedazo de realidad demasiado escalofriante como para interrumpir el paraíso aquí construido desde hace cuarenta años, con la fundación de la ciudad. Un lugar apacible, hecho para olvidarse de todos los males del mundo. Un pequeño paraíso inconsciente, limpio, verde, caluroso y cálido, en donde tienes suerte si en veinte minutos de caminata por una vereda cualquiera te encuentras con otro ciudadano de a pie e intercambias un educado y leve “Good morning. Have a nice day”.

lunes, 4 de octubre de 2010

Chile postdictadura para principiantes

The dancer and the thief. Fernando Trueba. 2009. Basada en la novela de Antonio Skármeta, El baile de la Victoria. 2003.

Las historias y pequeñas tragedias que subyacen a los personajes de esta película se desarrollan en el contexto de un Chile que ha recuperado hace aproximadamente nueve años la democracia perdida luego de 17 años de gobierno dictatorial de Augusto Pinochet. El nombre original del libro alude tanto a la protagonista, Victoria, como al hecho de estar contextualizado en un periodo en donde la Concertación por la Democracia, un conglomerado de partidos de centro-izquierda, gobierna desde la recuperación de la democracia. El título funciona como subtexto crítico de lo que ha significado hasta allí el periodo de baile tras haber ganado las elecciones. La traducción del título al inglés, en cambio, enfatiza en la relación amorosa entre la bailarina y el joven ladrón, quitándole, con esto, esa carga semántica.

Bajo este contexto la democracia que se crítica en esta historia es una democracia a medio andar. Los responsables de torturas y asesinatos no han sido enjuiciados y andan libres por la ciudad. Algunos son extrañamente millonarios, como se sugiere del Gral. Cantero en el film, y la mayoría de los ex agentes de la policía secreta del estado, la temida CNI, trabajan como guardias de seguridad o guardaespaldas de los propios ex generales. En medio de esto, ocurre el arresto de Pinochet en Londres, en 1998, por sus crímenes de lesa humanidad y enriquecimiento ilícito y su extradición a Chile al año siguiente. Tras haber sido sobreseído por una “demencia senil leve a moderada”, el dictador llega al aeropuerto de Santiago y se levanta de su silla de ruedas, para saludar a sus familiares, amigos y fanáticos. La revista chilena semanal The Clinic, de análisis descarnado y satírico de la realidad nacional, de gran tiraje y venta hasta el día de hoy y fundada con ese nombre para aludir precisamente a la London Clinic donde estuviera internado Pinochet, titula en su siguiente número : “Hombre muerto caminando”, en juego de palabras con una película de 1995 protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn, Dead Men Walking.

El tema de la memoria, en tanto, es algo pendiente. La población media se divide entre quienes quieren dar vuelta la página y olvidar, seguir adelante y conseguir el anhelado desarrollo con espíritu empresarial, y entre quienes sostienen que es imposible crecer históricamente sin enjuiciar a los culpables de tortura y desaparición. Es la división existente entre el pensamiento de derecha y el pensamiento de izquierda. La ciudad, por tanto, vive en una permanente tensión por conflictos no resueltos. Las víctimas se encuentran en la calle con sus torturadores y el miedo, la rabia, una violencia latente y el silencio predominan por sobre la libertad, la verdad y la salud mental de los ciudadanos enterrados bajo una capa de smog. Todo pareciera estar en orden, pero la mudez traumática de Victoria es real. Esa mudez habla de algo no resuelto. De una herida abierta.

Por otra parte, Santiago, la capital, se muestra sumida en pleno proceso de modernización y cambios en su fisonomía: autopistas suburbanas que la atraviesan de un lado a otro en pocos minutos y altos edificios en el Sanhattan, el barrio de negocios denominado así por algún ingenioso representante del típico humor nacional. En medio de esto, llama la atención la idea que explota Trueba de hacer andar a los enamorados a caballo en medio de las grandes peatonales. Idea romántica, quizás extraída de un realismo mágico que la propia literatura latinoamericana exportó, pero hace ya cincuenta o sesenta años. Imaginario, tal vez, de cómo se ve a Latinoamérica desde el primer mundo. O simple metáfora para hablarnos de un héroe con sombrero, extraña mezcla de delincuente con aspecto de poeta, ingenioso y romántico, parlanchín y majadero, que atraviesa la ciudad como el Zorro o John Wayne.

En la novela de Skármeta y en la película de Trueba, Chile y, por extensión, Latinoamérica, es un lugar de inequidades sociales, como lo muestra la escena de la prueba de baile de Victoria en el Teatro Municipal. Allí llegan únicamente la gente de posición y dinero. Para todos los demás, sin importar su talento, la pista se hace pesada, es una carrera de obstáculos. Es también un lugar donde la poesía goza de un status inusual. Ser poeta es algo tan cotidiano como salir a trabajar. Levantas una piedra y sale un poeta. Es una exageración, sin duda, pero las voces de los grandes como Mistral y Neruda permanecen en el ideario colectivo de una nación, sus versos han marcado la conciencia del país. Por otra parte, es un lugar donde los que están al margen de la ley gozan, extrañamente, de cierta simpatía. Es algo exagerado también, tal vez más próximo a un pasado predictatorial, una idea de arraigo popular que hace que un famoso asesino como Pierre Dubois, por ejemplo, enterrado en el cementerio de Valparaíso hace más de cien años, funcione como santo milagroso al cual se le prenden velas y se le agradecen favores concedidos. No es casualidad el nombre del protagonista, entonces: Ángel Santiago, divino y terrenal a la vez, guardián de la joven Victoria.

La película de Trueba muestra el mapa de una ciudad y un país anclado en la historia, intentando resolver sus tensiones, traumas y deudas, pero lejos aún de saldar y reparar las consecuencias del olvido. Los personajes se mueven dentro de este mapa tratando de aliviar sus propias tragedias personales en medio de un paisaje cambiante por las propias transiciones históricas y los efectos de la globalización.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Diario de un viaje a California VI

Lucía sale al patio, se sienta en una mesa junto a la gran extensión de pasto y prende un nuevo cigarrillo, mientras los niños corren a su alrededor con sus bolsas llenas de dulces, haciendo burbujas o saltando unos detrás de otros. Adentro de la sala comunitaria de Verano Place, Martín sostiene en sus manos sus lentes oscuros y conversa animadamente con Richard. Se diría que la inquietud que exuda Martín, sus ojos algo cansados y sus manos laxamente sostenidas sobre su pantalón de lino azul habla de su verdadera postal, el hecho de tener tal vez la cabeza en otra parte, alguna preocupación por su madre enferma que apenas sale de su casa en San Francisco o por el hecho de que ha notado, hace apenas unas semanas, que se le está cayendo poco a poco el pelo, de manera algo más rápida que lo normal para su edad. Aún así, sostiene y alimenta la conversación animada de Richard, quien con entusiasmo y con su habitual tono alto recuerda esa vez que en Vietnam una señora del pueblo en donde andaban haciendo rondas de vigilancia, le invitó a su casa a comerse una merienda para capear la tarde calurosa y le sirvió uno de esos bichos parecidos a las cucarachas que estaban invadiendo como plaga toda la maldita zona cercana al cuartel, bichos con apenas unas alitas inútiles que eran la fascinación culinaria de niños y masa en general, fritos y servidos acompañados con algo de arroz.

Un poco antes, en el cuarto contiguo, la larga mesa había dejado de estar ordenada por la acción de los niños. Quedaron pedazos de pizza y de torta, un poco de bebida caída sobre el mantel de plástico y restos de papel envoltorio de dulces. Todos los niños se habían reunido en torno a un juego organizado por Rafaella, explicado en un perfecto inglés que silabeaba en medio del espacio dejado por las dos paletas de arriba de sus dientes que no están, un inglés mejor al de muchos de los adultos presentes en el cuarto, la mayoría de origen latino. Todos, niños y adultos, visten unas esplendorosas poleras rojas estampadas con la cara de Elmo, el muñeco de Plaza Sésamo. Viviana, la madre, le pide que por favor repita sus palabras, ahora que tiene su cámara encendida. Rafaella lo vuelve a explicar, primero en inglés, después en español. Sus tías festinan con su explicación y los niños que están agrupados en torno a ella esperan pacientes que comience el juego.

Luego vino el momento de la piñata y todos los niños haciendo fila para tomar el palo y dar seis pegadas para darle el turno al niño que sigue. Colgado sobre un aro de basquetbol, la bolsa de dulces se balanceaba al compás de la dirección dada por el padre. Isabella, la cumpleañera de apenas dos años, finalmente termina por romperla y todos los niños se agrupan en torno al preciado tesoro que ha caído al suelo. Entonces, cada uno sale con una bolsa en la mano, saltando y gritando, dispuesto a comerse el mejor de los manjares. La madre de uno de ellos termina abruptamente la conversación que apenas había iniciado unos diez minutos atrás con Alejandra, para ir a sostener el brazo de su hijo, enojado quizás por qué razón, quien había tirado al suelo su bolsa de dulces.

Es entonces cuando Lucía toma asiento y prende su cigarro. Su vestido rojo reluce con el sol, mientras su mano se mueve tranquilamente para llevar el elixir a la boca. Mientras tanto, adentro, en un rincón, Tomás descubre las teclas de un piano pegado a la pared, sentado sobre las piernas de su padre, y esboza alguna auténtica melodía que solo él sabe descifrar, al mismo tiempo que su madre ha tomado la Nikon automática e intenta captar el momento tomando unas fotografía que más tarde compartirá con amigos y familiares a través de la red. Con las manos fuertemente sostenidas sobre las teclas blancas y negras, Tomás pareciera decidido a sacar la mejor de sus sonrisas, a juzgar de la espléndida fotografía que Alejandra ha tomado, pensando en retratar un segundo de la vida de su hijo en medio de su primera fiesta de cumpleaños.

Poco rato después, los padres y sus hijos comienzan a despedirse. Todos con sus poleras rojas de Elmo. Todos recibiendo de regalo un lindo balde de playa llenos de más dulces junto a un muñeco suave, tamaño mediano, del mismísimo Elmo. Viviana nos dice que vayamos a saltar con Tomás allá a la casa gigante de Elmo que sirve para saltar, gritar y empujarse, pero este no lo disfruta y prontamente vuelve en los brazos de su madre. Nos despedimos de Martín, quien ha decidido partir decidido a preparar una clase que tiene al día siguiente en la Chapman University. Viviana da las gracias a todos por venir y entendemos que ya es hora de partir.

La tarde comienza poco a poco a caer y Lucía y Richard concuerdan que sería bueno terminar el día cenando en casa un pedazo de carne asada a la parrilla con arroz, papas y ensaladas, y una buena botella de vino chileno. Por la ventana del auto se ve a Viviana y a su esposo guardando los últimos adornos desparramados en la cancha de basquetbol y cuando ya el carro ha comenzado a alejarse de Verano Place, se aprecia la agradable brisa que refresca y los cada vez más tenues rayos de sol que apenas se extienden sobre las colinas de los cerros.

martes, 7 de septiembre de 2010

Diario de un viaje a California V

Cuando se está de viaje suelen aparecer una de serie de conceptos y significados que solo adquieren sentido en el contexto bajo el cual surgen. Este es un pequeño e insignificante glosario de términos asociados a una estadía corta en estas tierras, en especial vinculación con el entorno más próximo del viajero de bolsillo acotado:

Autocar spa: La vida por un auto. Comer dentro de él. Viajar a todos lados. No solo ir al cine, sino también a relajarlo. Servicios de lavado y manito de gato para el regalón de la familia.

Bed: No cama, sino tabla. El catre con el cual están hechas todas las camas vinculadas a los dormitorios universitarios. Una mesa para comer. Dura, tan dura, que el sueño es irreparable.

Car: El gran Dios salvaje.

Chair: La puta silla con que nos golpeamos a diario. Una silla inexplicable: cuadrada, pero meceante a la vez. De acero. Dolorosa. Que nos saluda a diario con un torpe golpecito.

Cute: El adjetivo más utilizado para calificar a Tomás. De no ser por él, pasaríamos desapercibidos.

Freeway: Autopistas como tentáculos que se reproducen por todos lados. Algunas llegan al cielo y son de máxima velocidad.

Go ahead: Que es lo mismo que decir adelante! En todos lados, para todos lados, para todo y para todos. Un modo de vida.

Lunchear: Lease “lanchear”, comer, en spanglish. Términos como este son frecuentes entre latinos con larga estadía en estas tierras.

Metallica and the philosophy: Solo un mercado tan gigantesco como este puede generar un libro como este.

Plastic: Ver platos de cerámica y cucharas de acero es tan improbable como encontrarse con un duende. Todo es plástico. Todo se bota. Salir a comer barato y medianamente barato implica no solo comer algo similar a lo que se encuentra en un basurero, sino que también comer en plástico.

Running: A toda hora y en todo lugar. Mientras más temprano mejor. Solo o en bandada. A la misma hora en que en algunos partes tercermundistas se vuelve de la noche turbulenta, entusiastas corredores invaden las calles y te saludan con un so nice “Good morning”.

Take a bus: Tan difícil como improbable. Servicio barato, eso sí, pero discontinuado. Tomar un bus puede significar estar parado hasta una hora y media en un paradero si cuando estabas llegando a él, justo pasó el que necesitabas.

Take a taxi: Excelente, pero carísima experiencia como copiloto de algún pakistaní o iraní como Ibrahim, de inglés igual o peor al nuestro, quien nos “coechea” con frases coloquiales para el día a día y nos suelen remarcar lo mal que lo pasan aquí los Muslim.

The red glass: El vaso rojo que lleva treinta días sin que nadie lo recoja en el camino de regreso a casa. La ciudad es limpia, tan limpia, que cuando hay un objeto en el suelo, puede vivir ahí para siempre.

Towell: Las mismas compradas hace tres años que de día un sábado o domingo cualquiera se ocupan para la arena, sirven de noche como cortinas, porque un maldito farol de mil watts de potencia traspasa las malditas cortinas de esas de oficina, que tienen unos aleros que se mueven hacia arriba y abajo, iluminando de modo tal la pieza que no se distingue el día de la noche.

Trash: La que botan cuando se cambian de casa y que, si quisiéramos, nos podría permitir armar la propia: TV, microondas, parrillas, sillas, maletas, ropa, artefactos varios, tocadiscos, todo en un estado deferente.

Walk side is on: Varias veces. La maldita grabación que se escucha para cruzar la calle. De lo contrario, nunca daría la verde para pasar al otro lado. El auto es más importante que el caminante. La frase retumba hasta en sueños.

martes, 31 de agosto de 2010

Diario de un viaje a California IV

No siempre las palabras revelan todo lo que debieran decir sino hasta que enraízan en la experiencia. La palabra nostalgia, por ejemplo, verdaderamente no tiene sentido si no se ha vivenciado la pérdida, la lejanía o el exilio. Jorge Ladino Gaitán, cuyo segundo nombre sí revela algo de su realidad, quizás algo tocado por la cerveza del pobre bar universitario frente al campus, a veces se paraba frente al wurlitzer y gastaba sus monedas de cien pesos en viejas canciones rockeras de Rata Blanca buscando tal vez en ellas algún rostro, una mano o las simples palabras de otros, mientras algunos intentábamos hacerlo sentir de mejor manera hablándole de su querida Selección Colombia y de viejos estandartes como el Pibe Valderrama, el caszelistico Willington Ortiz o el pistolero Tino Asprilla. Pero verdaderamente, por más que empatizáramos con él, estábamos muy lejos de poder entender el hecho mismo de estar parado frente a un wurlitzer. En las manos apoyadas sobre la caja de metal y en el rostro semicabizbajo se manifestaba el verdadero significado de la palabra nostalgia.

Las cosas, los hechos, algunas circunstancias o ciertas historias, incluidas algunas ficciones, parecieran hablarnos a veces de su ilegibilidad si no recae sobre ellas un sentido. Toni, por cierto, probablemente no se preocupe de estas cosas, pero el día que recibió una llamada estando sentado en su oficina del Tustin Drive Center, apenas sintió el “sí, po” tan característico del español coloquial de Chile, respondió con un “cómo estai” igualmente diferenciador, como para dar a entender que en estas tierras uno nunca está realmente solo. Una hora más tarde, sentados arriba de un Toyota Camry del año en curso, Toni gesticula y mueve las manos al mismo tiempo que serpentea por las calles de Irvine, y desde su español de hijo de mexicano nacido en Estados Unidos, nos habla de su estadía de seis meses en Santiago de Chile estudiando historia en la Universidad Andrés Bello, de cómo en una ocasión perdió su tarjeta Bip! saliendo del Estadio Nacional y sin dinero, logró volver a casa gracias a unas personas que le regalaron una tarjeta cargada, de cómo en otro momento, el mismo día que partía de vuelta, perdió su pasaporte y alguien se lo devolvió al poco rato y, en suma, de cómo los momentos vividos junto a su “familia” de la comuna de La Reina le permitieron generar una connotación positiva hacia la palabra Chile. Desde entonces, como respondiendo a una deuda de gratitud, pasamos a ser los protegidos de Toni y de vez en cuando nos va a buscar y a dejar a nuestro departamento, para que podamos acceder a arriendos de autos a bajo costo y así conocer lo que él denomina “la loca California”. Casi mágicamente, por arte del destino, una simple llamada telefónica cobra sentido cuando a través de las ondas resuena el habla chilena perdida en medio de la costa oeste de Norteamérica.

Algunas otras cosas también cobran sentido cuando nos paramos un rato a hacer conexiones y nos damos cuenta que las clásicas películas hollywoodenses de estudiantes universitarios revelan una cierta verdad que va mas allá de todo estereotipo. Sentado en una mesa de un casino estudiantil, en medio de la comida china comprada en Panda Express, surgen como desplegadas del suelo las figuras acostumbradas a ser reconocidas en las películas de factura estadounidense: el grupo de winners (por lo general, tipos y tipas esbeltos y con aire deportivo), los losers (solitarios en un rincón con la vista apagada), los freaks (con cierta onda, pero fuera de la norma, por ende, igualmente sancionados), los queers, los nerds, etc., cada grupo completamente separado del otro y con evidentes muestras de no generar ningún tipo de cruce. Por otro lado, atendiendo a una categorización multicultural por raza y nacionalidad aparecen por allá los afros, por acá los chinos. Un poco mas allá los musulmanes y luego los hindúes. Y, por último, los latinos. Todos juntos y revueltos, pero infinitamente separados, refrendados en instituciones como las fraternidades o la Chinese Association. Termino de comer mi Thai Cashew Chiken con fried rice y pienso que definitivamente de haber estudiado pregrado aquí hubiera caído a una de las categorías más bajas, sobre todo cuando trato de expresarme en mi pésimo inglés y pido que me repitan o hablen más lento porque no entiendo, y no dejo de leer en los rostros de mis interlocutores frases como “y este tipo qué hace aquí”, “deja de hacerme perder el tiempo, estúpido”, “entiérrate y andar a comer pasto”.

Sin embargo, al lado de todos estos personajes de película, pienso en las grandes significaciones que deben tener en las vidas cotidianas de los que están afuera del campus universitario -la gente algo más real-, las frases, palabras y gestos de moneda corriente con que a diario se encuentran personajes como el taxista pakistaní que desea que le enseñe español, el mexicano que atiende en el mesón de la comida rápida, los dos que rezan en el suelo en dirección a La Meca, el hondureño que envía cincuenta dólares a un pariente y le cobran 15% de comisión y, en general, todo aquel que alguna vez ha sentido en la piel las resonancias lacerantes de las palabras inmigrante y lejanía: Jorge Gaitán en Chile, Luz María y Cristian en España, Jorge y Camila en Francia, y otros tantos como nosotros aquí en California, a veces sin darnos cuenta, a veces de manera más endógena que exógena, pero siempre resguardados, al menos, por personas como Toni, Lucía, Martín o Richard, nuestra pequeña “familia” californiana, con quienes estas palabras se recubren, al menos, de cierta gratitud por hacernos sentir menos lejos de casa.

viernes, 13 de agosto de 2010

Diario de un viaje a California III

El 18 de febrero de 1849, cuenta Vicente Pérez Rosales en su Diario de un viaje a California, llegaron a tierras norteamericanas, por primera vez, un grupo de cien hombres y más, en busca de la afamada piedra de oro que, según se contaba por entonces, afloraba a raudales en una gran cantidad de yacimientos, a los cuales solo había que tener el valor de poder llegar, muy bien armado por cierto, para comenzar a cambiar la suerte y empezar a soñar con ser millonario.

La primera impresión que tuvo nuestro viajero de la bahía de San Francisco, sin embargo, vista desde la cubierta del barco, fue que ese conjunto pequeño de casuchas y carpas, calles de barro y gente multicolor y multilingüística, en medios de suaves colinas, significaba ver en sí mismo “algo de Curacaví”, aludiendo con esto a una pequeña comarca situada a unos setenta kilómetros al oeste de Santiago de Chile.

Más adelante, ya en tierra, se extiende en su apreciación, y señala lo siguiente: “La ciudad, o más bien, la pequeña aldea del puerto, está situada en la falda inclinada de unos cerros sin árboles mayores pero cubiertos de matorrales de frambuesas silvestres, de frutillas y de vistosas flores; su población es bastante reducida, alcanzaría a cinco mil; sus casas bajas, muchas de adobe a la antigua española, alguna que otra de moderna arquitectura y multitud de carpas y casuchas, son por ahora los cimientos de esta nueva y singularísima población”. Todo tenía, de acuerdo a sus palabras, “el aspecto de un gran campamento” en permanente movimiento.

Cosas del destino, de la historia y de la acción de los hombres. Ciento sesenta años después, mientras Curacaví sigue siendo esencialmente la misma, quizás con algo más que cinco mil habitantes, pero con las mismas casas de adobe de entonces, San Francisco luce hoy rebosante de vida y modernidad en tanto principal puerto del Pacífico. La comparación de Pérez Rosales hoy puede sonar algo cruel a la vista del dispar desarrollo de las naciones involucradas, pero no deja de ser curiosa.

Es que aquí en California si bien el oro no brilla a simple vista, está presente igualmente en todos lados. En la inmensa cantidad de autopistas de seis a ocho carriles por lado, que luego se dividen para convertirse en otro autopistas que pasan por arriba, por debajo y por el lado de la anterior, en una imagen que Fritz Lang no pudo sino ver antes de imaginar a la hora de hacer su Metrópolis. En la inmensa cantidad de autos que colapsan dichas vías. En las casas hechas casi en un 100% en función de un doble garage como fachada para los dos autos por familia. En las grandes extensiones de jardines y parques con cuidado municipal. En el equipamiento de las casas y departamentos, y en un largo etcétera que sería latoso de enumerar.

Irvine, la pequeña ciudad a sesenta millas al sur de Los Ángeles en la cual estamos asentados, es de acuerdo a una estadística del FBI, la ciudad más segura de América. No sabemos si con “América” se refieren a los Estados Unidos de Norteamérica o al gran continente que empieza en Canadá y termina en Chile. De todos modos, hay que decirlo, la ciudad es tranquila, apenas pasada a llevar por el sonido estruendoso de los cuervos, pero caritativa con las ardillas y conejos que se pasean sin temor de un lado a otro. Con un clima muy agradable en verano, sin mucho calor y de brisa fresca, esta ciudad universitaria de más o menos reciente fundación reluce por lo nuevo y apacible, cómodo y confortable, espacioso y reluciente, como si todo hubiese sido construido apenas ayer.

Y nuestra vida se reduce acá a una caminata diaria de media hora de ida y media de vuelta para encontrar en la Langson Library de la Universidad de California el tesoro perdido de la vieja biblioteca de Alejandría. Sumergido entre medio de miles de libros no puede haber otra cosa parecida a la felicidad para quien encuentra en las páginas amarillentas y en las tapas duras de los textos signos fetichistas de placer. Pero la felicidad también tiene otros rostros. Las tardes son equivalentes a un paseo en coche junto a un bebé que se asombra con todo y que se muestra alegre y comunicativo. Estas dos cosas son suficientes para encontrar en esta ciudad el encanto por un lugar que tiene muchas cosas agradables y otras no tanto. Un atisbo de paz en medio de un lugar donde todo parece automatizado y en equilibrio. Un espacio de descanso en medio de un lugar donde no pareciera existir problemas sociales, porque no hay pobreza, no se ve la pobreza y si está, está en las grandes urbes como San Francisco, Los Ángeles o San Diego, en algunos homeless a chancleta que avizoramos por ahí en medio de un paseo por esos lugares o en los trabajos precarios de los inmigrantes, en su mayoría mexicanos, y que sin embargo parecieran sentirse muy felices de freír papas y hacer hamburguesas a razón de una porción por treinta segundos.

Esta vida en California, tan alejada a la vida de Curacaví y, sin embargo, en algunos aspectos tan parecida en su tranquilidad pseudopueblerina. Con una inmensa universidad situada al medio y todo lo que eso significa. Una ciudad tranquila y silenciosa como los pueblos, pero inserta en un país inmensamente grande y rico. Un lugar para perderse en la gran Biblioteca Imaginaria de Babel sin dejar de escuchar, a cada rato, el canto aleve de los cuervos.