sábado, 26 de septiembre de 2009

La galería de los baisanos

Tarde de sábado. Fútbol en Santa Laura. Palestino saliendo del inhóspito recinto de La Cisterna para recibir al puntero invicto del fútbol chileno, Universidad Católica. Tarde ideal para seguir la racha positiva de los tricolores tras la llegada del Mortero Aravena a la banca y para analizar el fútbol que propone el Fantasma Figueroa en los cruzados. También, como diría Eduardo Galeano, para ir de mendigo buscando una jugada exultante de talento.

Tras haber llegado con tiempo, me ubico tranquilamente en la galería local, todavía desierta, salvo cuatro o cinco fanáticos que comienzan a desplegar lienzos verdes, blancos y rojos. Hago lo que todo hincha que visita Santa Laura debe hacer: subo hasta el último peldaño y miro el norte de la ciudad que se me entrega hasta su último confín, verde, ventolero, nítido y montañesco. La tarde está helada, con nubosidad total, pero el día es hermoso: como pocas veces en el año, el Valle de Santiago está barrido y reluce de cordillera a cordillera.

Cuando los equipos comienzan a hacer su trabajo precompetitivo, hago lo que todo hincha que visita Santa Laura debe hacer: acercarse a la reja y ver de cerca los gestos, las palabras que se intercambian, las instrucciones de los preparadores físicos. Mientras la galería del frente poco a poco se va tiñendo de azul y blanco, en la galería de los baisanos los personajes son más solitarios y silenciosos, pero no menos apasionados. Llegan a ser unos doscientos a trescientos, algunos con paraguas tricolores, otros con la polera del equipo, algunos con los típicos pañuelos blancos que se ponen los árabes al cuello o en la cabeza y otros con banderas de un país inexistente físicamente, pero muy presente, siempre, en la memoria: Palestina, el país pisoteado por el gigante monstruo israelí.

Muchos de estos hinchas tienen el tradicional rostro del árabe que alguna vez llegó a nuestro país en busca de un lugar donde desarrolarse. Otros parecen más chilenizados, quizás fieles vestigios de otra época, donde los triunfos eran más abundantes que las derrotas. Bajando las escalinatas veo a un señor de edad avanzada que tiene en su mano una especie de pudú o cervatillo de madera, de unos cincuenta a sesenta centímetros de largo, que francamente no sé qué significa y en cuyo cuello cuelga un viejo banderín tricolor con las únicas dos estrellas que tiene a su haber el club, la última de ellas conseguida hace ya más de treinta años. Y un poco más allá un joven papá junto a su hijo de no más de diez años, a quien inicialmente le había comprado una bandera de la UC, pero que al darse cuenta de que estaba en el lugar equivocado, la fue a cambiar por una de la parcialidad local. Mientras tanto, por los parlantes suena música tradicional del medio oriente y, de pronto, uno de los himnos futboleros de Los Miserables, cuyo vocalista es reconocido hincha palestinista.

A la hora en que comienza el partido, termino por hacer lo que todo hincha que visita alguna vez Santa Laura debe hacer: ver el partido pegado a la reja. Palestino tiene una de las camisetas más lindas del fútbol chileno, sin embargo, juegan con una de color negro. La UC conserva su tradicional diseño y despliega un equipo lleno de figuras, que prometen este campeonato quedarse con el título. Así, resulta un gusto ver el juego de Mirosevic y de Damián Díaz. Por el lado de Palestino, el talentoso es Luis Nuñez, pero su prominente estómago explica por qué ya no figura en las páginas estelares. El partido es estudiado, de mucho toque; con un equipo que propone, porque es el puntero, pero que no manifiesta profundidad y otro que también pretende adueñarse del balón, hacerlo rotar y crear peligro. 0-0 el primer tiempo con la sensación de que Palestino ha neutralizado muy bien al rival, incluso con oportunidades claras de gol. El segundo tiempo comienza marcado por un acierto palestinista: centro por la derecha, Garcés no llega al balón y Olea cabecea con todo el arco a su disposición. 1-0 y locura árabe en la galería de los baisanos. Con este resultado, el juego transcurre la mayor parte del tiempo en el arco defendido por Rogel, con esporádicos contragolpes del rival. Y, sin embargo, pasa el tiempo y los cambios que estipula Figueroa no sirven, la UC no lo logra empatar, pese a su empuje y al aliento de sus hinchas. Llegan los descuentos y en la galería de los baisanos se respira la ansiedad porque termine pronto el encuentro. Pero la fatalidad forma parte de la manera de ser de algunos clubes. Minuto 94, uno más de los tres que se habían agregado, el juez Chandía se lleva el pito a la boca (yo no lo vi, esto me lo dijo un señor gordo vestido entero de blanco, a la salida), pero inexplicablemente no pita el final del encuentro, deja seguir una jugada de ataque cruzado, alguien tira un centro y aparece una cabeza salvadora (Gutiérrez) para sellar el empate.

Algarabía total en la galería sur: la UC sigue puntera e invicta. Desazón en la galería norte: Palestino sigue luchando por zafarse del descenso. La galería de los baisanos poco a poco se empieza a desocupar, mientras nuevamente por los parlantes comienza a sonar la música de una cultura tradicional que tanto ha influido en nuestro país y que es la misma música de un país inexistente.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Andar en tren

La Estación Central reluce temprano por la mañana por gente apurada deseosa de tomar un asiento. Busco algún vagón semivacío y descubro que están todos llenos. Faltan quince minutos para que parta el Metrotrén de las 10:00 con dirección a Rancagua. Encuentro afortunadamente un asiento en el último vagón; no deseo realizar un viaje de hora y veinte de pie, como sí deben hacerlo un montón de otras personas, la mayoría simpatizantes de la U.

Había leído hace poco Los trenes de la noche, de Jorge Teillier. Lectura frugal, experiencial y nutritiva, por cierto, que me había hecho revivir el anhelo de días, semanas de andar en tren. El libro me había hecho recordar un montón de otros viajes: campamentos, veraneos, visitas intempestivas, encuentros poéticos. Se había vuelto una necesidad espiritual. Necesitaba andar en tren. Volver a sentir el lento movimiento inicial sobre los rieles, la alegría iniciática de todo viaje, el saludo de los niños a su paso, el trajín sustancioso y apurado sobre los barrios del sur de Santiago, las ciudades vecinas, Angostura, el Valle de Rancagua. Necesitaba volver a respirar el aire moribundo de los andenes y observar a los vagabundos que rondan las estaciones. Subir rápido casi por la ventana cargado de bolsos para un largo viaje a Puerto Montt con apenas el pasaje de vuelta en los bolsillos. Acordarse de las hawaianas quemadas por el fierro caliente de las ruedas un verano en la estación de Rengo. Volver a conversar en el oscuro bar cercano a la estación de Graneros. Bajarse en Lautaro una madrugada de bruma, humo y hielo en busca del Hotel de France. Hablar de poesía las cinco horas de viaje en el rápido a Chillán. Compartir algún vicio en el descanso de los vagones.

Es mediodía en Rancagua la víspera de un 18 de septiembre. Se sienten a lo lejos los bailes nacionales en los liceos, las niñas andan vestidas como chinitas y los niños de traje huaso. Olor a empanadas, a carne asada. La cueca estridente y repetitiva que sale de un nervioso parlante. Hace frío, está nublado. Poco a poco el centro de la ciudad se va despoblando. Queda mucho rato para el partido con O'Higgins. Soy el único hincha que en la víspera de un partido va a un museo. Hago hora en el Museo Regional de Rancagua. Van a cerrar, pero me permiten entrar igual. Revivo la Batalla de Rancagua en una maqueta que apenas reproduce las cuatro entradas a la plaza principal, las cuatro entradas de las trincheras independentistas. Por enésima vez veo recreado un salón de hace doscientos años con una niña que me habla de las tertulias y de los cuadros colgados en la pared, de Onofre Jarpa, de Pedro Lira, de Valenzuela Puelma. Una pequeña sala da espacio al arte moderno, en donde relucen decenas de patas de maniquíes pintadas a la moda ochentera. En veinte minutos termina mi espacio cultural. Es el único museo de la ciudad y me parece pobre para estar enclavado en la "histórica ciudad", como decía siempre el corresponsal de Radio Cooperativa, cuyo nombre siempre recordé junto a una sonrisa y hoy no recuerdo.

Ubicado en la tribuna Andes del Estadio El Teniente pienso en cómo es posible que este estadio haya sido sede de un Campeonato Mundial de Fútbol, sobre todo si comparamos con los tremendos estadios que existen en otras latitudes. Este recinto, en un 75% de madera y una galería de cemento -donde se ubica la parcialidad local, pretenciosamente autodenominada "Capo de Provincia"-, es esencialmente el mismo de hace cuarenta y siete años, cuando pertenecía a la Braden Company, hoy Codelco. Me ubico bajo las míticas casetas de esta tribuna que siempre me llamaron la atención, pensando en quiénes serían los personajes extraños que las habitarían, sobre todo si los periodistas y transmisores radiales acostumbran situarse en la tribuna del frente, y descubro con asombro que entre las vigas del techo las palomas suelen reunirse a cantar y relajar sus esfínteres. Imposible sentirse amenazado todo el tiempo por la posibilidad de una lluvia ácida, así que termino ubicándome en quizás la mejor posición: de pie, en la última fila, con medio cuerpo hacia la cancha y medio cuerpo hacia la calle, en donde se ve a todos los que corren para entrar a la hora como a los que no tuvieron plata y se quedan vagando por los alrededores. A la hora del partido se siente una agradable brisa primaveral y de pronto el sol promete entibiar la tarde, aunque con reparos. La galería del Romántico Viajero, como siempre, rebosa de entusiasmo y alegría, no cabe un alma más en ese sector.

El partido es de ida y vuelta, con posibilidades en ambos lados, aunque con la sensación de que los celestes son justos ganadores de la primera facción. En la segunda parte, los azules son superiores, logran equiparar el juego y casi lo terminan ganando. El lance finaliza empatado y creo que nadie se va conforme con el resultado. Pese a todo, ha sido un partido que ha cumplido con cierta expectativa, aunque cuando se trata de andar en tren, esto da un poco lo mismo. No alcanzo a tomar el tren de las cinco y debo esperar el de las seis, llenando los pulmones del aire apaciguado de los andenes. El anden se repleta de hinchas que quieren volver a la capital. Cuando el tren aparece con veinte minutos de retraso, la subida se vuelve algo caótica y algunos carabineros intentan poner algo de orden. Algunos truhanes saltan una pandereta y se cuelan en un vagón. Todo trascurre en calma, solo que tendremos que viajar de pie, un poco apretados. Mejor esperar el tren de las seis y media, lo que resulta una gran decisión, porque este se va vacío, lo que asegura un tranquilo regreso pegado a una ventana mientras la luz poco a poco se vuelve difusa dejando pasar la noche.

Al llegar a la Estación Central, hay mucha más gente que en la mañana, muchos quieren volver rápidamente a sus casas, hay filas para adquirir un boleto hacia el Sur y filas en la entrada del Metro. Es víspera de 18 y también hay los que quieren inaugurar una fonda. En mi caso, algo cansado por el viaje de todo un día, me siento satisfecho de haber vuelto a tomar un tren. Y aunque todavía están las ganas de un largo viaje hacia el sur, pienso en los niños que ya no cantan ni juegan en las calles, nosotros, los que siempre quisimos andar en tren, que de algún modo siempre tuvimos la razón, cuando sin saberlo, cantábamos: "Andar en tren / es de lo mejor..."

lunes, 7 de septiembre de 2009

Ordenando la biblioteca

Hay un texto de Walter Benjamin que siempre quise leer, porque el título me parecía extremadamente atrayente, que se llama Desempolvando mi biblioteca o algo así. Creo alguna vez, muy difusamente, haberlo tenido en mis manos, pero no recuerdo haberlo leído. Por estos días lo he buscado, pero no lo he encontrado, a raíz del "huésped errante e inseguro" que anuncia llegada al hogar, lo que ha significado estar en labores de ese tipo, reordenando y, sobre todo, botando papel, archivos sin sentido que solo se explican por cierta neurosis, desocupando un closet completo de papeles, papeles y más papeles.

Busco en Internet la referencia al texto y descubro que en verdad se llama Desembalando mi biblioteca: discurso sobre la bibliomanía. Y me encuentro con una cita de Hannah Arendt sobre el texto, que me hace cierto sentido: "La verdadera, y en gran parte incomprendida, pasión del coleccionista siempre es anárquica, destructiva". Guau, nunca lo hubiera pensado así, sino todo lo contrario. ¿Qué más dice Arendt? "Pues su dialéctica es la siguiente: combinar con la lealtad a un objeto, con elementos específicos, con cosas amparadas a su cuidado, una obstinada protesta subversiva contra lo típico, contra lo clasificable". Diantres, qué diablos; todo un descubrimiento: ¿una obstinada protesta subversiva? Bueno...sí, tal vez...nunca lo pensé así... Pero Arendt termina de argumentar: "El coleccionista destruye el contexto en el que su objeto fue anteriormente parte de una entidad mayor y, como únicamente aceptará aquello que sea auténticamente genuino, debe depurar el objeto elegido de todo aquello que tenga de típico". Depurar el objeto elegido de todo aquello que tenga de típico: está bien, puede ser, nunca lo había visto de esa manera. Simplemente he sido, toda mi vida, un gran coleccionista de cosas, incluso, demasiado absurdas sin saber, es verdad, que detrás de algo así hay un silencioso trabajo de depuración.

Lo cierto es que tuve que deshacerme, no con poco dolor, de archivos de prensa de hace diez o veinte años, que en total equivalían a un archivador antiguo, de esos gordos y pesados. Los temas: cine, arte, historia, filosofía y literatura, preferentemente, de los suplementos culturales de La época y de El Mercurio. Como la mayoría de esas cosas están digitalizadas o microfilmadas, decidí botar casi todo. En la era actual, donde Pan es Internet, ese gran sueño de Borges: la Biblioteca de Babel, ya no es necesario recortar nada de los diarios ni menos guardar y clasificar esos recortes. Solo conservé algunas cosas, algunas notas, algunos artículos que me parecieron debieran ir insertados en un libro: una crítica de La enfermedad del dolor, de Alejandra González, una entrevista a Álvaro Ruiz, el desaparecido poeta de Casa de Barro, una entrevista a la fallecida Musa Stella Díaz Varín y así, pequeños recortes de prensa con valor afectivo más que científico y porque algo debía quedar de tantos años de recortar y recortar, de ese afán enciclopédico tan propio de una cultura libresca anterior a la era digital.

Los libros y papeles proliferan como ratones. Y siguen llegando más, compulsivamente, incluso libros que no leeré en años. De modo inverso, aún no sé qué hacer con la colección de suplementos deportivos de 1987 a la fecha y que ocupan un rincón arañesco de la bodega. Lo único cierto es que boté cuentas de hace cinco o más años. Boletas de luz, gas, televisión por cable de cuando vivía en otro lugar de la ciudad. Cuentas bancarias de hace diez años, con el detalle preciso de cada transacción comercial. Es saludable hacer algo así y no quedarse con el dato de que el 13 de septiembre de 1999, un día como hoy, gasté $10.545 en Supermercados Almac.

No sé si todo esto sea producto de una pasión anárquica y una protesta contra lo típico. Tal vez tenga relación con una desenfrenada y obstinada tensión de aferrarse a materialidades de la realidad. Como si guardar la revista donde dice, por ejemplo, que el 13 de octubre de 1985, 35.576.- personas presenciaron la despedida de Carlos Caszely por la selección nacional frente a Brasil fuera algo más relevante que el hecho mismo de tener memoria de ese partido presenciado por televisión, una tarde cualquiera a la hora de once junto a una inesperada visita del tío Mario, quien, a todo esto, desconocía por qué había una torta sobre la mesa. Chile 2 - Brasil 1 y la revista que aún conserva las imágenes de ese partido de modo distinto a como lo recuerda mi memoria.

Aún así, pienso que a veces es bueno liberarse de recuerdos. A veces los papeles no dicen nada. Las fotografías son solo una imagen gastada que poco a poco se esfuma cada vez más. Y el afán de atesorar cualquier pedazo de vida, no más que un desesperado intento de aferrarse a una materialidad absurda, a aquello que permanece porque está escrito. Tal vez debiéramos volver a los relatos orales evanescentes, a cierta comunidad de habla que pervive en la confraternidad de los relatos, a cierta marginalidad (como la de los memoriosos proscritos de Farenhait 453) que todo escrito, precario en sí mismo, jamás podrá asimilar por completo sino más que como una mínima mirada que compendia varios segundos, varias horas de vida en tareas que de pronto nos resultan pequeñas, sí, pero poderasemente intensas. Escribir es ese anhelo equivalente al del niño que atesora un álbum, una actividad precaria ante la muerte de la intensidad de los momentos que la memoria no osa recobrar sino de modo difuso, lento y pegajoso.