miércoles, 19 de enero de 2011

El gran lector

Estas palabras tienen que ver con la valiosa biblioteca heredada de mi padre y madre, pero por sobre todo, por la herencia del hábito lector, esa cosa rara difícil de entender, difícil de explicar, tan poco atractivo para más de la mitad de los chilenos, según algunas recientes encuestas de opinión.

Me hice un lector voraz tardíamente, rondando los deiciseis años, cuando los excelentes profesores que me tocó tener me hicieron leer "por obligación" algunos libros de historia, de filosofía y, en especial, la mejor producción de la novela de posguerra, lo que hizo que descubriera con pasión la escritura de escritores como Herman Hesse, Ernesto Sabato y Albert Camus, entre otros. Por años pensé que ese había sido el comienzo de un recorrido sin fin de cientos de libros leídos en la torre incendiada, al amparo de la soledad, la quietud y el ánimo fervoroso de estar descubriendo el mundo. Pero debo enmendar el rumbo y señalar que la historia comenzó antes, bastante antes, de manera imprecisa. Tal vez, en los albores de las mañanas agitadas que configuraban la partida hacia el establecimiento escolar, cuando hojeaba con avidez el periódico que tempranamente esperaba a la puerta de la casa. O en medio de esas tardes muertas cuando, aburrido y sin mucho afán, me dirigía a la "pieza de los cachureos" y revisaba con esmerada atención algunas de las revistas viejas que mi padre acumulaba, sin botarlas tan rápidamente a la basura.

Una y otra acción son el mismo asunto, pero con diferentes matices. Mi padre era un ávido de información. Escuchaba las tres ediciones noticiosas de Radio Cooperativa del día: a las 7:00 AM, a las 13:00 PM y a las 19:00 PM. Luego, veía y escuchaba con atención el noticiero televisivo de las 21 horas. No conforme con tal empacho informativo, estaba suscrito a dos diarios: El Mercurio y La Época, y de lunes a viernes volvía del trabajo con La Segunda, mientras los sábados y domingos complementaba todo con el diario La Tercera. Esto, en cuanto a diarios, porque cuento aparte son las revistas. En la década de los ochenta compraba semanalmente de a dos y de a tres: Cauce, Hoy, Análisis, Apsi, algunas de ellas incluso antes de que fueran censuradas por el Régimen y sacadas de los kioscos. Y en la década de los noventa, los sobrevivientes: Apsi y Análisis, y eventualmente una que otra Qué pasa o Ercilla, para tener también las visiones "del otro lado".

Cuando a veces me preguntan cuáles fueron mis lecturas iniciales, aquellas que marcaron mi niñez y juventud, siempre respondo lo mismo: los diarios y revistas que compraba mi padre. Gracias a ellos -que se mantenían muy bien conservadas en la bien llamada "pieza de cachureos", un cuarto oscuro, lleno de arañas, baúles misteriosos, herramientas y todo tipo de objetos en desuso-, gracias a ellos, digo, supe desde siempre la realidad amarga de nuestro país, el miedo, la mentira y el dolor, la trágica historia que me había tocado vivir en mi niñez y que ensombreció la de toda mi generación, acostumbrados a jugar entre fantasmas, entre palabras calladas, entre las tensiones de adultos preocupados. Gracias a esas revistas, conocí a los periodistas valientes que escribían con humanidad algunos de los crímenes más atroces que ni la mente de un niño podía imaginar que podían suceder algunas pocas calles más allá de tu casa. Todos esos reportajes y relatos quedaron signados para siempre en la memoria y se completaban con las voces que provenían de la radio, para configurar mi propia historia personal de mi país gris y entristecido, signado por el escalofrío violento de la muerte.

Entre medio de esas revistas, habían, por cierto muchas otras más: una para nada despreciable colección de Mampato, algunas Barrabases, algunas de historietas como Dr. Mortis, Batman y Superman, y unas cuantas Estadio, la mayoría destinadas a lectoría de mis hermanos mayores.
Y en un librero que cubría toda una pared, en esa parte de la casa que llamábamos "el comedor de diario", estaban todas las enciclopedias que mi padre compraba semanalmente en kioscos: la Monitor, la del Estudiante, la de los Pueblos de la Tierra, la Enciclopedia Visual, entre otros, junto a los libros de literatura chilena y española que nos había regalado, "para nuestros estudios", una tía lejana que venía de la isla de Chiloé y que había estudiado en el Instituto Pedagógico junto a Pablo Neruda.

Esas fueron mis primeras lecturas, las que nunca se hubieran podido materializar sin la ayuda del gran lector, ese padre que tanto nos enseñó de maneras tan poco convencionales. Cuando le preguntábamos por el significado de una palabra, solo respondía: "Diccionario", invitándonos a averiguar por nosotros mismos los placenteros caminos del conocimiento. Y cuando le preguntábamos por detalles de algún acontecimiento reciente, nos replicaba con "lea los diarios, escuche las noticias, infórmese". Así aprendimos a descubrir por nosotros mismos la realidad, picados de curiosidad, ansiosos de conocer el funcionamiento del mundo. Método didáctico por descubrimiento, que nos reveló que los mejores aprendizajes son, siempre, aquellos que están guiados por la motivación profunda de conocer a partir de los más recónditos intereses.

Esos juguetes olvidados

Es cierto que hablar a veces de infancia implica un cierto grado de nostalgia. Pero no es este sentimiento -que, como dice Tolstoi, tal vez tenga relación con aquello que jamás ha verdaderamente sucedido- el que convocamos acá para escribir estas palabras. Queremos hablar de nuestras infancia elusivas y fantasmales, aquellas que apenas se dejan ver y que son imposibles de recrear, en relación a un libro que anda circulando por aquí -así como también en Argentina otro de características similares (ver Revista Ñ)- y que habla de la historia de la industria nacional de juguetes durante cien años, que son casi los mismos de su existencia.

El autor es un joven artista plástico e investigador, Juan Antonio Santis, quien asimismo es creador de los propios juguetes de su hijo pequeño. Gracias a su hermosa tarea de coleccionista y busquilla, tenemos frente a nuestros ojos el magnífico libro Juguetes. 100 años de fabricación chilena, editado por OchoLibros, casa editorial que se ha estado destacando por la edición de excelentes libros en torno a la memoria social y cultural, la historia y la gráfica, con un muy prólogo de Jorge Rojas, el autor de la monumental Historia de la infancia en el Chile republicano. 1810-2010.

Existe una corriente incipiente en nuestro país que está estudiando la infancia. No sabemos ciertamente las razones plenas. Factores culturales demasiado fuertes deben estar orientando ciertas búsquedas. En el caso concreto de la literatura, como dice una estudiosa de habla inglesa, Rosemary Lloyd, la presencia de niños en la ficción se debe a una correlación directa con la alienación tangente a una sociedad que rápidamente se está modernizando. Creemos que hacer extensivo esta idea a otras disciplinas -el arte, la historia, el cine, entre otras- no es descabellado. La infancia es tema hoy en nuestro país, un país que rápidamente cambia y se desarrolla, que rápidamente gira hacia futuros desconocidos, entre otras razones, por el aire incierto que lo ensombrece.

Libros como este, instancias como estas, ayudan a poner un cierto freno y a visibilizar la liquidez de la vida moderna en torno a nuestra memoria inmediata, nuestro pasado real y afectivo. Los juguetes de fabricación chilena expuestos y comentados en esta publicación son los mismos que acompañaron nuestra infancia. Ellos nos restituyen en algo, apenas una parte, de ese tiempo lejano y que forma nuestra fantasmal memoria. En cierto modo, está bien. Se lo agradecemos. Lo mismo que su intención de formar el Museo del Juguete Chileno. Porque a veces la vida precaria que vivimos día a día, tan sobrecargada de intercambios monetarios, obligaciones y fatigosas tareas absurdas, adquieren otro cariz, se olvidan, cuando nos miramos a un espejo y encontramos en la imagen que se nos devuelve, algo de ese niño que fuimos, somos y seremos siendo.