jueves, 7 de junio de 2012

Yo sé que ella siempre está conmigo

Se podría decir que mi infancia terminó a los seis años junto con la muerte de mi madre. Pocas veces he escrito o hablado sobre ella. Su voz y su imagen es un fantasma borroso e incierto, que apenas conserva un hilo casi invisible de realidad.

Tengo apenas unos pocos recuerdos vívidos dignos de contar. Una tarde de compras en La Vega, en un emporio llenísimo de mercadería. Otra tarde llegando a la casa con unas cajas de Candy para repartir. Unos días de invierno al cuidado del pobre niño enfermo de peste cristal. Una tarde de lluvia en que los niños decidieron salir a jugar a la calle y volvieron todos mojados y ella nos hizo desnudarnos, nos cambió de ropa y la que estaba mojada la hizo secar en la antigua estufa a parafina que estaba empotrada en la esquina del living. El cumpleaños en que al despertar me encontré a los pies la raqueta de tenis que tanto anhelaba, su posterior abrazo y el beso único que solo las madres dan a sus hijos y que tan pocas veces logré disfrutar. Y el día en que ya postrada en su lecho hospitalario la fuimos todos a visitar y se despidió de cada uno de nosotros, uno por uno, pidiéndonos que no hicieramos rabiar a nuestro padre, que fueramos obedientes y que ayudáramos a nuestra abuelita, de ahora en adelante la Mamita, quien sería la encargada de criarnos y cuidarnos, a estos huerfanitos.

El día de su muerte, una calurosa mañana de diciembre, llegaron Papá y tío Mario con los ojos llorosos a contarnos que ya todo había acabado. Cada uno lagrimeó su propia desgracia de manera desconsolada. El día de su entierro me sacaron de la Iglesia porque mi llanto inundaba toda la escena y hacía aún más patética la congoja familiar.

Ella siempre está conmigo. A veces me viene a ver y hablamos unos minutos en silencio, en medio del silencio de un cuarto que pareciera haberse hecho, así de repente, más silencioso aún en medio de una tarde muerta, una tarde de esas en que pareciera que el cerebro y el mundo se desconectaran por unos pocos segundos, todo quedara paralizado, detenido, frenado, como el abrigo que cuelga por años en un closet polvoriento.

Yo sé que ella siempre está conmigo. Es mi ángel de la guarda, que me ayuda y aconseja, me deja mensajes, notas, avisos, que debo siempre interpretar. Ayer, sin más, se dejó caer por nuestro cuarto y nos regaló un bolsito pequeño de género, de apenas unos tres centímetros cuadrados, en cuyo interior hallamos un recuerdito del bautizo de nuestro hijo junto a una pequeña cruz de plata con un collarcito pequeñito, del porte de una moneda de cien pesos. Fue ella o la Virgen de Andacollo, pero para mí es como la misma cosa. Ambas son mi madre. Ambas tienen el pelo cano. Ambas nos socorren y cuidan, nos ayudan y nos protegen de toda la gente mala de este mundo, de todas esas personas que desean nuestro mal. Es una forma de decir, también, que no nos olvidemos de ellas. Que las vayamos a ver. Al Cementerio General, mamá, para dejarte esas flores blancas que tanto te gustan, y allá arriba, a la cuarta región, subiendo esa montaña, virgencita, para ir a agradecerte por toda tu ayudita.

Acá en esta tierra de seres insensatos, somos felices, intentamos serlo. Gracias a ustedes, lo podemos ser.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Brindemos camaradas

Pensé que no escribiría más en este espacio. Por tiempo. Mejor dicho, por falta de tiempo. No porque no hubiera nada que contar. Nada que decir. Sino porque la vida urbana es acelerada, desarraigada y a veces uno mismo se prohíbe parar. Escribir, en cierto modo, es parar.

Lo que sucede es que han pasado muchas cosas en la vida. Pero hoy, en especial, hoy -repito- la U salió campeón de la Copa Sudamericana. Y eso, ya por sí solo, amerita escribir algo. Desahogarse un poco.

Lo que pasa es que los hinchas de la U somos algo románticos. Tenemos la ingenuidad que tienen las personas fieles. Una cierta ceguera. Que te hace creer siempre. Que te hace soñar siempre.

Lo que sucede es que hoy, los que hemos seguido parroquianamente a nuestro equipo durante veinte, veinticinco años. Los que nos hicimos hinchas de la U cuando la U era un pasado glorioso y un presente nefasto. Los que nos hicimos socios cuando no había nada, absolutamente nada digno para ser socio, solo una camiseta, y no lo hemos dejado de ser desde entonces. Los que hoy disfrutamos de momentos históricos, estamos contentos.

Los que vivimos el descenso, los triunfos de los otros, los anhelos derrimidos de sopetón, por una mala noche, algún infortunio, o porque el rival fue mejor.

Hoy cantamos y celebramos desde la vereda de los triunfadores. Es raro estar ahí. Somos el segundo equipo más popular de Chile, el segundo equipo con más trofeos nacionales. En cierto modo, estamos acostumbrados a los triunfos. Pero solo a nivel local. Hoy cantamos y saltamos desde la vereda internacional, más resonante, la que nos hace más respetables.

Pero en el fondo seguimos siendo los mismos: sufridos, románticos, apasionados. Nunca tendremos la soberbia del Indio ni las comodidades del Cruzado. La U es sinónimo de esfuerzo, humildad y una pasión sin límites. La U es grande, pero tiene esa grandeza del abuelo querido, del padre bueno, del niño incondicional a sus amigos. No la grandeza omnipotente del poderoso. Esa grandeza despiada, fría y monstruosa, en el fondo. Sino que la grandeza de la incondicionalidad, del amor que pide nada a cambio.

Veo por televisión que ya acabaron las celebraciones en Plaza Italia, una mujer en el suelo golpeada por el chorro de agua de un guanaco. Por la ventana del dormitorio, se escuchan los cantos de Plaza Ñuñoa. En el living de mi casa hay unas copas de champagne, una bandera comprada a la salida del estadio. Todo eso puede parecer anecdótico. No fui tampoco de los que pasaron 48 horas a la salida del Nacional esperando por una entrada ni los que hicieron horas y horas de filas (y malos ratos) para conseguir las que quedaban disponibles. Como abonado, tenía mi lugar asegurado. Por eso pienso en estos momentos en todos aquellos hinchas sacrificados que hicieron muchos esfuerzos para estar presentes. En quienes hoy, sin conocernos ni saber nuestros nombres, nos abrazamos y celebramos juntos el mayor momento de felicidad en 84 años de historia.

No me gusta escribir cuando se gana. Es cómodo. Fácil. Pero tal vez hoy había que hacerlo. Es demasiado grande nuestra alegría como para no contarla al mundo. Al mismo tiempo, quizás pase mucho tiempo más antes de volver a revivir estas crónicas. Ahora, en este segundo, poco importa todo aquello.

Hoy la U es grande. Hoy la U ha tocado la cima de Sudamérica, la otra mitad de la gloria. Y eso ya me parece suficiente como para suspender, por un instante largo, los recuerdos y fantasmas del pasado, y disfrutar este momento que, sabemos, en el fútbol se viven efímeramente.

Hoy la U es grande, es el equipo que da alegrías. La camiseta con la cual brindamos los camaradas.

viernes, 8 de julio de 2011

El tesoro de calle Marín

Foto: www.chunchorockero.blogspot.com




Cuando el Club Deportivo Universidad de Chile no era administrado por Azul Azul S.A., ni por un síndico de quiebras sino que por la Corporación de Fútbol de la Universidad de Chile (Corfuch) -entidad creada en 1978 y que separó, formalmente, al club deportivo de la universidad-, la sede oficial, antes de la tradicional de Campos de Deportes, estaba ubicada -al menos por un tiempo indefinible- a tres cuadras de mi casa, en calle Marín 545 esquina Girardi, propiedad que pertenece aún a la universidad y que hoy opera como residencia para estudiantes de provincia que estudian en algunas de las sedes de Santiago.





En esa casona larga de dos pisos, grande, ubicada frente al tradicional Liceo Carmela Carvajal de Prat, había un pequeño museo. Decir hoy un museo suena eufemístico, pero para un niño de doce años poder descubrir esos tesoros equivale entrar al más grande de los museos del mundo.





Mi padre, mis hermanos y yo éramos socios del Club. A mi padre, en tanto funcionario de la universidad, le descontaban una simbólica suma por planilla. El carnet de socio no daba ninguna otra regalía que una entrada rebajada al estadio, cuando se podía, ya que los socios vivíamos castigados por los desórdenes que habitualmente provocaban los muchachos dirigidos por el Chuncho Martínez. Como la U no tenía estadio, ni club social ni centro deportivo ni nada, el carnet era solo un símbolo de una adherencia o una simpatía. En ese tiempo -y es verdad- la U no era más que una camiseta y once jugadores, como tanto les gustaba repetir a los comentaristas de la Sintonía Azul de Radio Santiago o a los columnistas de la Minuto 90.





Pero yo había descubierto un modo de darle otra utilidad a ese carnet. Sabía que en esa sede próxima a mi casa debían estar cosas del pasado glorioso de la U que debía rescatar del polvo y conocer. De modo que una tarde muerta de vacaciones (¿julio, septiembre, diciembre?), enfilé por calle Marín, me sumergí bajo sus enormes árboles de sombra eterna y llegué a la puerta de la sede, carnet en mano, exigiendo que me dejasen conocer las viejas vitrinas. Un funcionario de traje pantalón azul oscuro, zapatos negros y chaleco azul marino creo que esbozó una leve sonrisa y, amablemente, me hizo pasar. "Pero solo puede entrar al salón del segundo piso", recalcó.





Creyendo estar entrando a una gran catedral subí en silencio las escaleras y a mano izquierda, con la puerta abierta, ya se avizoraba el pequeño museo azul. Eran las dos o tres de la tarde y un olor a comida tipo charquicán inundaba la habitación, como si algún guardia recién hubiese terminado de comer, allí mismo, sentado en una silla. Sonaba el piso de parquet, pero solo repicaban mis pasos. No había nadie más en la habitación. El cuarto estaba algo oscuro, con esa luminosidad que dan los grandes ventanales cubiertos de gasa transparente, gris en este caso, por el polvo. También había tierra debajo de los muebles y dentro de las vitrinas, pero nada de eso resultó relevante para los ojos de un niño fanático de la U que no tenía idea qué significaba ser campeón, al ver todos los trofeos allí arrumbados, uno tras de otro, sin orden, sin orientación verbal, pero de la U al fin y al cabo.





La emoción fue indescriptible. Allí había copas (no todos los títulos ganados), la última de 1969 -algo que por entonces sonaba muy, muy lejano, tanto, que el niño ni siquiera había nacido-; algunos trofeos de amistosos, la más importante, un 6-1 a Peñarol para un Torneo de Verano; banderines -un partido contra Santos de Pelé-; medallas -algunas ni siquiera relacionadas con el club, por ejemplo, una conmemorativa del Campeonato Mundial de Fútbol de 1962- y, tal vez, alguna que otra imagen especialmente enmarcada. Pero también había trofeos de básquetbol, de hockey patín, de natación, ciclismo y atletismo, especialmente, armando con esto un panorama grandioso para tan solo unos veinte a treinta metros cuadrados.





La visita fue corta. Secreta, pero corta. El carnet había servido para profundizar visualmente en los relatos que ya vagamante conocía gracias a las antiguas revistas deportivas que se conservaban en mi casa y que comenzaba a coleccionar con fruición. Extasiado, debía volver rápidamente a casa para seguir atando cabos con nuevas revisiones a los archivos o simplemente soñar con alguna vuelta olímpica.





En esa casona de calle Marín había encontrado el pequeño tesoro que faltaba para darle forma al relato tantas veces leído en la soledad del cuarto infantil, tantas veces escuchado a los mayores. En medio de esas vitrinas sucias, descuidadas, se anidaba la imagen real de algo más que una camiseta y once jugadores.


Los poemas del Pachi




Quien dice que alguna vez en su vida no escribió versos, partes de un diario o un cuento está mintiendo. Todos, alguna vez, nos engañamos con unas letras y creímos sentirnos mejor después de haber terminado. Todos, incluso el Pachi. El Pachi también escribió versos.


Alto, flaco, con el pelo largo y cara de indio sioux. De ropajes raídos, pantalones de tela gris, grandes bototos, sempiterno chaleco delgado y chaqueta de Inspector Gadget. Y siempre acompañado de uno o más perros. El más clásico de todos: el Mancha, un quiltro propio de la fauna chilena sacado de una historieta de Condorito, enteramente blanco, con una mancha negra en un ojo.


Así lo conocimos todos al Pachi en el barrio, desde hace treinta años o más. De no ser unos de los fundadores del barrio, bien podríamos asignarle ese título, porque las abuelas, los papás y los tíos ya se han muerto y otros nos hemos desplazado a otras partes de la ciudad, aunque sabemos muy bien que, en realidad, nunca nos hemos ido de ninguna parte. Pero hace poco el Pachi también se nos fue. Así nos contaron los que quedan en el barrio, los que todavía no han sido desalojados ni por edificios, ni por oficinas ni por manos ajenas, los que todavía creen en las historias en común.


Podríamos recordar mil cosas de este personaje a quien todos saludaban siempre solitario, siempre con su perro, caminando hacia rumbos desconocidos, sin oficio conocido. Cosas buenas y cosas malas, comentarios de vereda o de sobremesa. A mí me interesa hablar tan solo de sus poemas que leí una noche.


Fue la única vez que entré a su casa, una noche en que volvía hacia la mía después de haber estado todo el día en la universidad en medio de las animadas conversaciones que de pronto se armaban en los patios. El Pachi estaba a la puerta de su casa y comenzamos a hablar, mientras su perro negro que también se llamaba Mancha, pero no tenía ninguna mancha en ninguna parte, revoloteaba en medio de la calle vacía. Hablamos de la familia, del barrio y sin saber muy bien cómo ni por qué derivamos en la literatura. "Yo también escribo", me dijo. "Tengo un archivo ahí con varias cosas". Yo miraba su invaluable pelo largo canoso y sus dientes amarillos, como gruesos granos de choclo, de tanto fumar y sentía al mismo tiempo que esos minutos son de aquellos que solo pasan una vez en la vida y abren puertas. "Me gustaría echarles un vistazo", le respondí, picado por la curiosidad. Entonces, me hizo entrar.


La casa era oscura y espaciosa, con una luminosidad bien amarilla que dejaba entrever muebles antiguos, pero simples, sofás rotos y llenos de polvo, una mesa alta con esas sillas de respaldos alargados e indescifrables decoraciones en las paredes: algunos objetos artesanales colgantes, un calendario del año regular con una foto de un caballo y una o dos fotos familiares en blanco y negro. Mientras el Pachi buscaba en su pieza sus textos intenté asimilar la atmósfera que respiraba y me pareció de pronto estar en medio de una casa de playa, de esas de madera sobre palafitos, hechas encima de la arena. Además, hacía calor. La noche parecía envolver en su aire cálido las sábanas húmedas del verano que ya se acercaba.


Sin explicación alguna, todo me pareció triste. Estaba allí parado en medio de la casa de un hombre solitario que vivía con lo mínimo y que volvía entusiasmado a mostrarme un archivador -de esos de tapas duras y lomo grueso- con sus poemas y era como estar respirando el aire seco de la soledad más grande. Leí sus poemas con atención, mientras el Pachi, parado al lado mío como un niño, con las manos atrás, parecía suspendido en el tiempo con la vista fija en una pared, con ojos profundos, impenetrables, más allá de toda lejanía.


Sus poemas eran cortos, pequeños bonsai. Hablaban de la madre, preferentemente, como la voz de un niño que le ruega le disculpe por haber hecho tal o cual travesura. Le pedía perdón y le recordaba que él sabía cumplir sus promesas. Que siempre la recordaba. Que siempre estaba con ella. Que la veneraba igual que antes, todos los días. Pero que igualmente la echaba de menos. Entonces, sentí que sus poemas me habían parecido los mejores que había leído en mucho tiempo. Los más sinceros. Los más puros, cristalinos como el agua. Todos los grandes autores de la literatura universal no valían un peso frente a estos poemas. Y sin más, sentí que tenía un corazón abierto frente a mí, un corazón palpitante que me estaba agradeciendo por haberlo escuchado.



Pero no pude leer más. No aguantaba más ese aire denso que de pronto me empezó a oprimir. Era como si una larga sombra me hubiese arrinconado, como a un ratón, para aplastarme y me asusté. Estaba en medio de la soledad más profunda y no quería ver más su rostro. Había decidido irme. Me despedí amablamente del Pachi, le habré dicho que me gustaron mucho sus poemas, pero que ya era hora de irme. Entonces salí rápidamente, casi corriendo avancé los cien metros que separaban mi casa de la suya y cuando me desplomé sobre un sillón simplemente lloré, lloré mucho, desconsoladamente, igual que el niño que pierde a sus padres en medio de un supermecado y se ve, por quince, veinte segundos, solo, desvalido, en medio de un mar de gente.


miércoles, 29 de junio de 2011

El fútbol por quince minutos

Hubo un tiempo en que siendo estudiante secundario y luego universitario había que ingeniárselas para ir al estadio a ver a la U. Trabajar, juntar monedas en la semana, adueñarse misteriosamente del vuelto del pan, hurgar en la ropa de los trabajadores de la casa en busca de un billetito milagroso y, como último recurso, pedir plata a las afueras del estadio eran las estrategias habituales para no fallar domingo a domingo. Sin embargo, el pedir monedas para obtener una entrada nunca fue algo muy agradable y muchas veces lo hacía para completar lo que había reunido en la semana. Tenía que ver, eso sí, con una necesidad obsesiva de estar siempre adentro, en medio de la galería, de manera fiel, religiosamente, sin poder fallar nunca. Si por algún motivo no podía estar un domingo en medio de la barra, me sentía culpable, el peor hincha de todos, el pusilánime y sin aguante. Sin embargo, pese a descubrir que los réditos a veces eran abundantes y que incluso me quedaba, en ocasiones, dinero para los almuerzos de la semana, pedir dinero a los otros hinchas azules nunca fue cómodo. Más bien lo hacía de manera avergonzada, como escondiéndome un poco.

Pero en medio de esas funestas prácticas, se daban todo tipo de situaciones. Como esa vez que una persona me regaló una entrada de Andes -nunca había salido, casi, de la galería, por lo que eso sí que era un lujo- para un partido contra la Unión, año 94, que ganó la U 5-2, después de haber ido perdiendo por 0-2. Partido inolvidable, vertiginoso, de ese equipo que todavía dirigía Arturo Salah antes de irse al Monterrey de México. En general, habrá sido unas diez veces en un lapso de unos dos años -a la larga, casi siempre, mi padre terminaba subvencionando gran parte del valor de una entrada- hasta que en una ocasión, con motivo de la celebración por el campeonato de 1995, en un amistoso contra el Boca Juniors de Maradona (hizo uno de cabeza) que ganó la U 4-2, me encontré con unos compañeros de universidad y sentí vergüenza. Eran pares y no podía verme disminuido ante mis pares. Además, a esas alturas, ya había dejado de ser un adolescente y era lo suficientemente grande como para arreglármelas por mí mismo. Así que esa fue la última ocasión.

Distinta, en cambio, y anterior, y quizás más honesta, más lírica, más decididamente ingenua era la costumbre de ir a ver los últimos quince minutos de los partidos. Esto habrá sido más o menos entre los años '90 y '93, aún en etapa escolar. Cuando definitivamente no se tenía el dinero suficiente para la galería y cuando todavía no era generalizada la costumbre -que después se hizo desagradable por lo masiva, casi como pagar un peaje- de pedir a las afueras del Nacional, la alternativa única para no fallar era ir a darse una vuelta al recinto ñuñoino y entrar gratis por un puñado de minutos. Como vivía relativamente cerca del estadio -veinte a treinta minutos a pie- la situación se planificaba de la siguiente manera: escuchaba el primer tiempo por radio (en esa época no se transmitían los partidos por televisión) y apenas finalizaba partía al estadio, para llegar así más o menos a los quince minutos del segundo tiempo. Allí uno se encontraba con los vendedores de maní, de revistas antiguas (que desaparecieron para siempre) y de sándwiches de potito, el verdadero, que ya no se vende, y que solo en una ocasión osé probar para completar la iniciación como verdadero hincha del fútbol.

Pero también uno se encontraba con un lote de más o menos quince cabros jóvenes igual que yo y unos cuantos adultos que, con sorpresa lo descubría, iban a lo que exactamente iba yo: ver los últimos quince minutos gratis, una vez que abrían las puertas de todos los sectores. Estos cabros -con más calle- pululaban de un lado a otro, se pegaban a las rejas de Av. Grecia y trataban de convencer a los controladores de que abrieran las puertas no quince, sino veinte, veinticinco minutos antes, total, los jefes no se iban a dar cuenta y el partido ya estaría por finalizar. Uno descubría con sorpresa, también, que había que gente que se retiraba del estadio una vez terminado el primer tiempo o a los diez, quince minutos del segundo tiempo, una situación que, debo reconocerlo, no me podía caber por la cabeza entonces y que ahora puedo entender, excepcionalmente, con reparos. Esta gente salía y uno se esperanzaba de que las puertas fueran a ser abiertas antes de lo habitual, pero no, todo seguía su curso normal, claro que ahora los ruegos y diálogos entre hinchas y funcionarios se hacían más frecuentes. Entre ellos, dos tipologías de personajes solían cubrir la escena: el pelusa simpático, bueno para la talla, avispado, pero respetuoso, que hacía ver por todos los argumentos posibles -desde que nadie se daría cuenta hasta que todos éramos hinchas azules- lo beneficioso de una apertura de puertas generosa, rápida, pero callada, piola; versus el funcionario que escucha, pero que es férreo en su decisión, que comprende, pero que no puede hacer nada y que se lava las manos arguyendo que era su pega mantener las puertas cerradas y la tenía que cumplir llueve, truene o caigan patos.

A veces, por razones que solo la burocracia puede conocer, los controladores no abrían las puertas cuando debían hacerlo y uno descubría con nerviosismo que ya iban quedando diez minutos de juego, a veces cinco, y que esta vez el viaje había sido, en definitiva, en balde. Pero las puertas siempre se abrían de par en par en algún minuto y todos los que pacientemente habíamos esperado por entrar, partíamos corriendo lo más rápido que se pudiera a la galería sur, a la galería norte, a donde fuera, con tal de entrar lo antes posible. Pero por razones que también son difíciles de explicar, ir a ver los últimos quince minutos de juego terminaba siendo casi siempre una mala estrategia y, más bien, una forma de quedarse tranquilo, de ocupar el tiempo y de apagar cierta ansiedad por estar junto al equipo de tus amores. Porque la mayoría de las veces uno llegaba como con timidez a insertarse en medio de un ambiente que, de por sí, ya estaba caldeado, por lo general, tenso (hay que recordar que estos años, en lo deportivo, no fueron de los mejores, sobre todo el 90, en donde se jugó la Promoción), con la gente enojada, nerviosa, ya chata y con una historia previa dentro del partido que uno, como recién llegado, desconocía. En definitiva, uno entraba frío a la cancha, sin haber hecho el calentamiento previo y, a la larga, terminaba dando la hora. Uno no entendía por qué a tal jugador lo puteaban en especial (porque que quizás qué cagazo se había mandado) o por qué exigían al árbitro más de lo que uno consideraba normal.

Ir a ver esos quince minutos finales de los partidos de la U era como meterse en medio de una obra de teatro, en medio de un escenario repleto de actores, cada uno compenetrado en su personaje. Y uno, hasta cierto punto, no lograba conectarse completamente y terminaba viendo todo desde afuera, sin llegar a comprender nunca en qué punto iba la historia. El marcador electrónico te daba una señal, pero a la larga, no te decía nada. No te decía quién había hecho el gol si es que hubo un gol, y a veces no cabía preguntarle al de al lado quién lo había hecho, para que te mirase con cara de ¿y a este tipo qué le pasa? Entonces, uno debía imaginarse cómo había sido el gol y que lo había hecho Castec, Beltramo, Puyol o Cofré. Ir a ver esos quince minutos de fútbol, más bien, tenía relación con una necesidad enfermiza de llenar un vacío, de querer salir un rato del encierro hogareño o de soñar, por un fin de semana, con una victoria épica de último minuto, algo que para la U de esa época era toda una quimera. Tampoco fue una práctica habitual, pero cuando se iba para allá, uno sabía que debía estar dispuesto a volver con las manos vacías.

Una vez que terminaba todo emprendía el camino de vuelta, por lo general ya de noche, pensando que al día siguiente volverían las obligaciones estudiantiles de siempre. A veces, fantaseaba con grandes goleadas y vueltas olímpicas y me prometía a mí mismo que para entonces, para la próxima, debía hacer un mayor esfuerzo para poder entrar a la cancha desde el primer minuto y dejar de ser un esquivo disfrutador de fútbol por tan solo quince minutos. Para cuando llegaran esos triunfos esos quince minutos serían un tremendo sufrimiento que ya había que pensar en dejar de lado. Porque a la larga, se trataba de ir a ver a la U, a cualquier precio -en este caso, a ninguno-, pero ya era hora de empezar a hacerlo bien. Quince minutos de fútbol terminaban siendo una triste migaja y una demostración de hinchismo porfiado para una pasión que iba creciendo, anidada, desmesurada, de manera desproporcionada, por los colores de una camiseta que llevaba más de dos décadas sin gritar campeón.

lunes, 30 de mayo de 2011

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U había pasado casi un año desde que le venía insistiendo que me llevara alguna vez. Escuchaba los partidos por la radio y mi única imagen era la que me proporcionaba el audio del relator de Radio Minería -cuyo nombre no recuerdo, pero que me suena a Carlos Alberto Bravo con su "maravilloso, maravilloso..."- y la de los micrófonos ambientales. El Nacional y Santa Laura, en esas transmisiones, semejaban unos gigantes y colosales recintos repletos de gente enfervorizada y hambrienta de buen fútbol y horas de entretención en medio de las vacías tardes ochenteras. Algunas de esas transmisiones radiales son más vivas que muchos de los cientos de partidos que más tarde iría a ver. Aún recuerdo como si hubiera estado en medio de la tribuna un partido de la U con Naval en Santa Laura que ganaban los de Talcahuano por 4-1 y que terminaron ganando los azules 5-4. O un clásico veraniego con Colo Colo que terminó 0-0 una noche calurosa de diciembre o de enero y que fue escuchada en la casa de mis primos, mientras los mayores festejaban algún evento alrededor de una parrilla.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U tenía 9 años, un día de abril de 1985. Fuimos junto a mi padre, mis dos hermanos mayores y yo. Fue tanta la insistencia que decidieron incluirme esta vez en la comitiva que era más o menos asidua a los grandes eventos deportivos. Es decir, unas tres o cuatro veces al año, según mis cálculos. Mi padre dejó el Pan de Molde estacionado a unas cuadras del Nacional -en esa época en que los autos estacionaban aún frente a las boleterías- y con su nerviosismo habitual -cigarro en mano- se preocupaba de que no me perdiera, mientras mis hermanos conseguían las entradas. Por alguna extraña razón, como si hubiesen sido empujados por la gente, mis hermanos pasaron por el primer control de tickets, ganándose un gran reto, ya que tuvieron que pasarnos los otros boletos por entre medio de las rejas. Así fue como en mitad de esa adrenalina próxima al comienzo de todo evento, nos dirigimos a paso firme hasta la galería sur, en el pedazo de pizza destinado a la parcialidad azul.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U la primera visión fue de impacto. Subir las escaleras a paso firme y desembocar en una de las tantas puertas y encontrarse con ochenta mil personas de un solo golpe es algo que un niño de nueve años no olvida jamás. Pero esa sensación rápidamente se traspasó a una dominada por el sentirse superado en número. Ver todas esas banderas blancas ocupando al menos el 75% del estadio, incluida gran parte de la galería sur, desde el Tablero Marcador hasta la Marquesina, no dejó de ser un hecho que me hizo ver que mi equipo, si bien sabía era importante en calidad y en seguidores, no dejaba de ser uno más del montón comparado con ese tremendo respaldo popular del cual gozaba Colo Colo. Hoy, milagrosamente (en un proceso que se empezó a dar rápidamente a fines de los ochenta y comienzos de los noventa), esa brecha se ha disminuido y hasta dado vuelta: la U es, desde hace años, el equipo que lleva más gente a las canchas, bordeando, en promedio, las veinte mil personas por cada partido de local.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U el clima era agradable, aún no hacía frío y la ciudad se veía linda desde arriba. Ese día, también, como toda primera vez, se caracterizará por siempre por ser uno sobre el cual se tienen determinados y absurdos recuerdos, afines a la mente de un niño. Veamos. Ganó Colo Colo 2x1 y el segundo gol lo hizo Carlos Caszely. Mi padre reclamó airadamente offside, pero el árbitro no lo escuchó. A mí también me pareció, pero aún así mi equipo se veía superado en la cancha y creía que perderíamos igual asumiendo, sin saber por qué, un pesimismo que continuaría por años. Y así fue. La U perdió como tantas veces en esos años. Pero había un partido de fondo. Un amistoso. Jugaban Chile y Perú. Entre otros, con Patricio Yáñez y Teófilo Cubillos en cancha. En el papel, condimentaba con palabras mayúsculas la jornada doble programada para ese día otoñal. Pero el partido había perdido todo interés para la parcialidad azul, entristecida y rumiante aún por la forma en que se perdió, lo que hizo que algunos comenzaran a armar barullo. Nosotros estábamos sentados bien arriba y un tipo que estaba al lado nuestro tiró una manzana o algo así para abajo, a la altura de donde se ponía el Chuncho Martínez y el grupo que organizaba la Barra Oficial, y el sujeto al que le llegó no hizo mejor cosa que subir y pegarle un tremendo combazo al tipo que estaba justo al lado nuestro. Asustados, toda esa fila terminó siendo violentada también, porque el sujeto que recibió el golpe no se quedó con chicas y respondió, generando movimientos bruscos y espaldarazo de por medio de uno de los combatientes contra mi pequeña espalda pasada a llevar. Algo así como un pancorazo, pero de espalda grande contra espalda chica. Mi padre ya había refunfuñado bastante y nos dijo que ya era hora de irse. De hecho, mucha gente se había ido apenas terminado el primer partido y, poco a poco, durante todo el segundo encuentro. Pero creo haber sido yo el que le rogó que nos quedáramos un poco más. Para mal. Ya que a los pocos minutos de esta gresca, comenzó una tímida lluvia de proyectiles de arriba a abajo y viceversa que hizo que la situación se hiciera rápidamente insostenible. Desde todos los tipos de frutas de la estación hasta sandwiches y envases de yogurt. El partido de la Roja, hace rato, había pasado a segundo plano. En esas circunstancias, fue natural que alguno de esos ridículos proyectiles poco contundentes llegara hasta nuestro entorno inmediato. Y así fue. A mi padre le llegó un pedazo de papa en la pelada y a mí una bolsa chica cuyo contenido es indescriptible y que siempre expliqué de una sola forma: como a las pocas semanas se desencadenó en mi escuela una plaga de piojos y liendres y fuimos unos ocho los que tuvimos que usar Lindano, para mí, estaba seguro, aquel proyectil que cayó suave sobre mi pelo no fue otra cosa que una bolsa de piojos. Entonces mi padre dijo basta. Cigarro en mano, irritado, exclamó: "Chicos, nos vamos. No vuelvo nunca más al estadio". Y nunca más volvió.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver la U fue la única y última vez que fui con mi padre. Once años después, cuando los azules llegaron a semifinales de Copa Libertadores contra River Plate estuve una semana tratándolo de convencer de que volviera a las canchas. Pero no quiso. Un no era un no y ya no había nada más que hacer. Había sido testigo del Ballet Azul, de los difíciles años '70 y '80 y ya parecía suficiente. Mi padre era hombre de palabra. Hace unos días llevé a mi hijo al estadio a ver a la U por primera vez. No lo va a recordar, porque es muy pequeño, pero estaré yo para refrescarle la memoria. Además, estoy seguro de que volveremos varias veces en el futuro. Es algo demasiado importante como para que ocurra solo una vez. Solo así, cuando tenga voz, podrá construir su propio relato de la primera vez que su padre lo llevó a ver a la U.

viernes, 11 de marzo de 2011

El Parque San Borja de cinco a siete

El parque San Borja siempre tuvo un aire de misterio para los niños que vivíamos cerca de sus fronteras. Para empezar, se trataba de un barrio distinto al nuestro. Para nosotros, resultaba más natural la cercanía del Parque Bustamante para descargar allí las horas somnolientas de la tarde, ir a cazar alguna mariposa, mover una pelota o simplemente divertirse conjuntamente con el chirrido del columpio en magnífico movimiento. Las amenazas de nuestra abuelita, además, tenían un efecto disuasivo. Con la rigurosidad de quien tiene años de experiencia -el rictus severo y la voz firme- nos solía recalcar cada cierto tiempo que no le gustaban los niños callejeros, porque revelaban despreocupación por parte de la familia, porque un niño solo sin su padre o su madre era un niño abandonado, porque se aprendían malas costumbres y porque en esos lugares había gente mala que le podía hacer daño a uno. "Gente de mal vivir", solía recalcar, para referirse a todos, sin excepción, trabajadores, estudiantes, dueñas de casa, vagabundos y aquellos que pasaban sus horas de ocio tirados en el pasto.

Cuando pequeños, habrá sido unas cinco a diez veces las ocasiones que entramos a este parque cerrado por una lindas rejas metálicas, especialmente para ir a patinar, porque la losa de la pista era algo más suave que de la del Bustamante. Los otros niños que jugaban allí nos parecían seres lejanos, con costumbres difíciles de comprender y que, sin embargo, se veían relucientes en medio de su vagabundeo. Como si sus vidas ocultaran algo más completo que las que teníamos nosotros, algo más desfachatada, algo más natural. En una ocasión, fuimos los tres solos: mi hermana mayor, mi hermano chico y yo. Mi hermana hablaba con otras personas, chicos de su edad, y eso nos asustaba. Creíamos que la podrían raptar y como protagonistas de algún cuento infantil, temíamos por no saber volver a casa. Pero pronto disipamos el temor cuando mi hermana desechaba a sus pretendientes y se encontraba con una amiga, con la que pasaría un rato largo. Nosotros, en cambio, los hombres, éramos torpes con los patines y nunca, verdaderamente, lo llegamos a disfrutar. Es más, es probable que lo hayamos considerado más bien una diversión femenina que masculina, por lo que prontamente nos rendíamos y nos íbamos a sentar a alguna parte de la larga banca circular que rodeaba la pista, con el pretexto de que se nos había doblado un tobillo o nos habíamos hecho una herida en alguna rodilla. Aprovechábamos ese rato para descansar un poco comiendo un pan con mortadela y bebiendo algún beneficioso líquido, cuando ya comenzaba a caer la tarde y era prudente volver a casa, cumplir con los horarios dispuestos para así poder volver a salir otro día más allá de los linderos de nuestro barrio.

Después de años sin visitarlo, fue más común pasar por el Parque San Borja siendo ya adolescente, cursando la educación media. Casi nunca para quedarse ahí, sino que como camino obligado cuando mi hermano, estudiante de arquitectura, me pedía que le fuera a comprar algún artículo necesario para sus maquetas a la librería especializada situada en una de las torres frente a la facultad de la Chile o cuando debía ir al centro de la ciudad donde el dentista Emir Egaña, a su consulta del pasaje Cousiño, para que me arreglara alguno de los pozos que habían hecho las caries a ambos lados de la mandíbula. El dentista -amigo de mi padre- solía regalarnos, ya que atendía a toda la familia, ejemplares de las revistas institucionales del Club Deportivo Universidad de Chile, uno de mis primeros tesoros futboleros, pero todo terminó abruptamente cuando a principios de los noventa el avión peruano en que viajaba cayó al agua, matando con ello a una veintena de chilenos, entre ellos también, a su esposa y a la poeta Bárbara Délano.

Esas caminatas solían ser en la tarde, después de la extensa jornada escolar que finalizaba a las 16:20, cuando llegaba a casa y había que hacer algo de tiempo con cualquier cosa antes de ponerse a estudiar. Eran caminatas agradables que significaba disfrutar de la caída de la tarde, especialmente en otoño, con el viento que arrastraba las hojas amarillas, observar el movimiento de la gente que salía del trabajo y se dirigía a sus casas, de las parejas que se juntaban en una banca a comer y conversar, de los estudiantes universitarios que por entonces me parecían tremendamente grandes, casi adultos, con sus risas, sus ropas sueltas, la música que escuchaban y una alegría generalizada que yo catalogaba de "universitaria" en contraste con el espíritu monacal que reinaba en el colegio donde estudiaba.

El Parque San Borja de cinco a siete, con esa luz única del ocaso en cada parque, con el runruneo de las voces de los niños, con las sombras profundas de sus árboles, con las vidas imaginadas en cada uno de los departamentos de sus más de diez torres, atravesado a pie firme con un cartón corrugado bajo el brazo y con el contraste térmico agradable que producía la bajada de la temperatura conjugada con el calor del caminar y que se colaba entre la camisa y el polerón escolar como masaje de miel, era el momento de una paz y un descanso únicos entre un encierro y otro. Entre la escuela y la casa. Era el momento en que el mundo se abría y se mostraba para decirme que afuera de todo muro, por sobre los libros de estudio, la familia, el fútbol y los amigos, habían historias que comenzar y llenar, escenarios para dibujar y cientos de conversaciones pendientes sobre la realidad.

Si el paso de la infancia a la adolescencia tuviera un lugar, este sería el Parque San Borja, lo mismo que el Parque Lezama para Martín, el joven de Sobre héroes y tumbas. Un lugar protegido y abierto a la vez, concurrido y solitario, laberíntico, arrebolado, desigual y tremendamente evocador de las vicisitudes de una conciencia en tránsito. El Parque San Borja como lugar de indefinición y reflexión, inseguridad y temor, volatilidad y placer sensorial.