sábado, 28 de noviembre de 2009

Fe en la palabra

Santiago es una ciudad que ha cambiado notablemente en los últimos veinte años. Algunas modernizaciones viales, sin dejar de ser impactantes para ciertos grupos de vecinos, permiten, por ejemplo, atravesar la ciudad -en auto- de poniente a oriente o viceversa en veinte minutos cuando hace unos años la odisea podía significar fácil dos horas. Edificios de gran altura, tan violentos como grotescos, han reemplazado las viejas casas de grandes patios de barrios tradicionales de Ñuñoa y San Miguel, por ejemplo. Los grandes grupos económicos construyen inmensas torres corporativas intentando batir récord de altura a nivel sudamericano y haciendo muestra de que todo su poder es, verdaderamente, insaciable. Uno de esos edificios altos, tan extraño y simbólico como un celular, en un país como este donde hay más teléfonos celulares que personas, se construyó sobre un terreno que durante muchos años estuvo baldío y en donde tuve la posibilidad de ir por primera y única vez a un circo, siendo niño, acompañado de mi tía Nancy.

Pero perdón por esta regresión. Si los años de dictadura fueron los ideales para cultivar un modelo económico infranqueable, tan férreo como infalible, los años concertacionistas posteriores fueron los mejores para administrar ese modelo como el mejor de los empleados, bajo la supervisión atenta del patrón, quien desde las sombras solo vigilibaba, levantaba la mano de vez en cuando para hacer alguna indicación o alzaba la voz firme para dar la orden precisa, cuando correspondía, porque había que cuidar el fundo. A veces, muy pocas veces, y solo porque las ganancias fueron exorbitantes, los patrones premiaban a su capataz con grandes aplausos y declaraciones, premios y distinciones, editoriales y columnas de opinión. Así fueron los últimos días del mejor capataz de todos, Ricardo Lagos.
Chile es un gran fundo, dice Jorge González, no el cantante, sino el personaje que encarna al cantante en la buena obra del poeta Pablo Paredes, Jorge González murió. Es cierto, las estructuras relacionales de nuestra sociedad son tan antiguas y enraizadas que se terminan reproduciendo, siempre, de distintas maneras, pero con el mismo fondo. Tal como lo ha sido el esclavismo encubierto que ha exisitido en nuestro país desde la colonia, cuya máxima muestra fueron el sistema de inquilinaje, los trabajos en las minas del salitre y el carbón, y el sistema de nanas puerta adentro, situación esta última que tanto ha llamado la atención, a raíz, justamente de la película La nana, dentro de las culturas liberales europeas. Algo de todo esto, por cierto, lo ha tratado de mostrar y explicar nuestro querido historiador de lo social, el profesor Gabriel Salazar, todavía ninguneado dentro de ciertos círculos oficiales.

Pero estas notas pseudosociológicas solo quieren llamar la atención sobre una cosa no menor dentro del contexto cultural de nuestro país, hoy, en sus doscientos años: que el sistema que nos fue impuesto desde hace ya treinta a cuarenta años, tan seductoramente perverso con sus invitaciones a la fiesta del consumo, tan mentiroso y desigual, te deja muy pocas posibilidades de acción: o te sumas a él sin asco, o te sumas con descontento, pero te tienes que sumar. El reverso, significa la exclusión. Y la exclusión se castiga con severidad. Hay muchos que intentamos resistir desde trincheras precarias, pero con la dignidad de la resistencia: desde la docencia, desde la práctica social, desde el sindicalismo, desde el anarquismo, desde la creación artísitca, desde la escritura.

El documental de Francisco Hervé, El poder de la palabra, nos habla de esta derrota que se asume con resistencia, orgullo y dignidad. Nos muestra cómo, producto de la implementación del Transantiago, los vendedores ambulantes asociados al SINTRALOC, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Locomoción Colectiva, se vieron amenazados en sus fuentes de ingreso al anunciarse que con el nuevo sistema de transporte ya no iban a poder subirse a las micros a realizar su trabajo. Liderados por un grupo admirable de personas, se organizaron, lograron agrupar a sus compañeros, hacerse oír y entender y llegar con sus reclamos ante las autoridades para defender sus intereses y poder seguir trabajando. Obligados a movilizarse para no ser arrastrados por la aplanadora de los nuevos buses articulados, estos trabajadores se vieron en la necesidad de mostrar una cara seria, organizada, como lo exige el sistema que extiende sus brazos y acoge a quien quiera acogerse, aunque quedes en un rincón, pero lo hicieron por ellos mismos, porque eran lo que sabían hacer y lo que les gustaba hacer, como esos payasos que se ríen de uno de los integrantes de la comisión seleccionadora de artistas para que puedan subirse a la locomoción colectiva. Obligados a nadar en medio del mar, tomaron clases de oratoria, eliminaron a los malos elementos de sus filas y proyectaron una imagen grupal coherente. Solo así pudieron sobrevivir y hoy pueden seguir trabajando como cuando lo hacían con las micros amarillas.

Hay otros como el Bucanero quienes fueron obligados a resignificarse. Ya no podía tener su habitáculo de chofer de micro lleno de adornos, espejos, banderines y calcomanías. El nuevo sistema no lo consideraba. Pero debía seguir trabajando, ahora con su "Raspesantiago", su micro amarilla enchulada. Así, como ya no podía tener su nombre gigantescamente puesto en el vidrio trasero de su micro, se lo tatuaba en la espalda para no olvidar, para no olvidarse de ese otro tiempo en donde en donde su vida cotidiana transcurría rodeada de pequeños afectos.

La película de Hervé nos muestra a un Chile en transformación, permanentemente en construcción, un país donde pasan muchas cosas. Resulta interesante, pese a todo, esa intensidad. Como también son interesantes, en la película, los momentos dedicados a mostrarnos las capacitaciones a los nuevos choferes del Transantiago, los discursos que allí se dan, las situaciones que se construyen y las expectivas nuevas que recaerán sobre los nuevos "operadores". Los momentos relacionados con su caótica puesta en marcha. Gestos, diálogos, miradas de cámara como de reojo, utilizando una excelente gráfica micrera y un ritmo de narración tan rápido como los cambios que se suscitan en este periodo de nuestra vida nacional, ávido de sumarse a los países más ricos de nuestro planeta a costa, aún, de mantener una de las sociedades más desiguales en términos de ingresos.

Cuando era estudiante universitario propiciaba un extraño anhelo por la ficción. Es extraño, pero ahora que estoy un poco más viejo, me parece mucho más interesante la no ficción. En esa categoría entran los documentales. Y será porque Chile es y ha sido, siempre, un país de documentalistas, que es impresionante la gran cantidad de estos que se producen en nuestro país. Su circuito, sin embargo, es reducid y su propaganda, escasa. Un canal de cable y la televisión nacional dedican, con cierta regularidad, espacios para su difusión, aunque en horarios generalmente nocturnos, cuando la mayoría de la gente duerme. Aún así, gracias a esta programación he podido ver últimamente buenas películas. Algunas dedicadas a escritores como Stella Díaz Varín o José Donoso, otros dedicados a personajes extremos de nuestra ciudad, como el Divino Anticristo, y uno de un soldado chileno que participó como mercenario en la Guerra de las Malvinas que me provocó gran impacto. Cuando uno va al cine a ver estas películas, en tanto, como la de Un diplomático francés en Santiago, o, La ciudad de los fotógrafos, o, El diario de Agustín, tres de las que he visto últimamente en pantalla grande, generalmente uno está acompañado de no más de tres o cinco personas, y la sensación de qué pena que esto no sea más público resulta terrible. Se anhela mayor difusión y el deseo de propiciar una discusión con estos excelentes trabajos de nuestros realizadores. Este texto, en parte, quiere incitar a eso, colaborar con eso. Porque estos documentales nos muestran una parte de nosotros mismos que tal vez no entendemos o queremos ocultar, porque nos hablan de un Chile diverso y complejo, en donde suceden tantas cosas que es bueno detenerse a contemplarlas y pensarlas. Un país acostumbrado a obedecer. Un país que requiere de más acción. Un país que no acostumbra a verse al espejo y hablar. Hay que tener más fe en la palabra.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Fútbol cota mil

He ido pocas veces a San Carlos de Apoquindo. Es un estadio que queda lejos, en los faldeos precordilleranos de la ciudad de Santiago. Allí suele hacer frío en la noche y a veces cae nieve en invierno, como se aprecia en la foto. Ahora que uno es grande y anda movilizado resulta más fácil ir. Pero antes, la escasa locomoción y el largo trayecto siempre fueron una dificultad. La primera vez fue -reviso mis archivos- el 12 de marzo de 1989, una mañana de domingo a la hora de misa. El Sapo y el River fueron testigos de ese partido entre la UC y Audax por la Copa Coca Cola-Digeder. Con dos goles de Olmos y uno de Estay, los cruzados ganaron 3-0. La verdad es que poco recuerdo de ese día. Solo sé que por entonces la institución dueña de casa acostumbraba jugar en ese horario, atrayendo siempre mucha gente a su pequeño, pero hermoso estadio.

Recuerdo con mayor nitidez, sin embargo, la segunda vez que llegué a este estadio cota mil, porque es algo histórico e insuperado hasta ahora y porque muy pocos pueden contar la gracia. Se trata del único clásico universitario que se ha disputado alguna vez en el recinto. Fue el 24 de febrero de 1991 por la Copa Ladeco-El Mercurio o, mejor dicho, un partido amistoso. Disputado a la agradable hora del crepúsculo, con el Boban hicimos el largo viaje en micro desde Plaza Egaña para ser los únicos testigos de un partido que no se ha vuelto a repetir, porque la UC no disputa sus partidos de local frente a los otros dos grandes. Para el anecdotario, las formaciones de los equipos: La UC alineó a Toledo; Romero, Del Solar, Contreras y Ovalle; Lepe, Parraguez, Estay, Reinoso; Percudani y Barrera. La U, en tanto, jugó con Mella (Fournier); Eladio Rojas, Reyes, Pedro Soto y Reynero; Bello, Cisternas, Juan Soto (Galindo) y Puyol (Goldberg); José Manuel Pérez (Hugo Vilches) y Cristián Torres. Ganaron los locales 2-0 con goles de Percudani y Lepe y la barra de la U tiró piedras y lanzó unos tablones a la cancha. Los azules nunca han disputado un partido oficial aquí desde que fuera inaugurado en septiembre de 1988.

Ayer volví otra vez. Con Gastón queríamos ver fútbol. Disfrutar una noche primaveral de fútbol, relajados y dispuestos ante la promesa de un buen partido: play-off, cuartos de final, la UC del Fantasma Figueroa versus el Everton de Nelson Bonifacio Acosta. La UC había ganado 2-0 en Viña y con Gastón pensamos ilusamente que los ruleteros se vendrían a jugar su opción. Lo hizo, pero tarde, sin mucho fútbol. La UC dominó ampliamente y pese a que el marcador no se quebró, debió haber ganado. La UC del Fantasma, sin ser una maravilla de equipo, practica el mejor fútbol del campeonato, el más consistente y vistoso, pero ayer solo se limitó a administrar el balón, crearse un par de oportunidades, sin alcanzar a deleitar a la parcialidad local que llenó la aposentadurías.

Son tan pocas las veces que uno va hasta San Carlos que, en verdad, son muchas las cosas que llaman la atención. Primero, un tipo de público -en las galerías- que no se ve en otros estadios de la ciudad sino escasamente: o sea, un público pirulo, siguiendo a un excelente e ilustrador término chileno para referirse a determinada gente de clases más acomodadas, bien alimentadas y mejor aspectuadas que el común de los mortales. Pero resulta curioso cómo esta predominancia se mezcla armónicamente con gente de otra ascendencia, pero igualmente fanática de los caballeros cruzados, formando una variopinta mezcla que hace pensar, cada vez más, que el público cruzado, hace tiempo, dejó de ser privativo de una clase social. Eso sí, una cosa es cierta: cada estadio tiene su público cautivo. No se explica, de otra forma, que cuando la UC visita el Monumental o el Nacional, el número de su hinchada se reduce notablemente, quizás también por razones asociadas a la "seguridad". Este público, finalmente, forma parte de ese gran número de hinchas que a partir de los años 90, aproximadamente, dejó de asistir de modo paulatino a los estadios. San Carlos se convierte, entonces, en un refugio, un espacio de encuentro sano, lleno de mujeres jóvenes y niños y que remite a un público de antaño: respetuoso, ni tan fanático, que disfruta sentado un lindo espectáculo sobre una bella alfombra, allá arriba de la ciudad, lejos de los centros, de los focos de delincuencia y pobreza, lejos de toda violencia cotidiana. Con buena vista, aire puro, rodeado de montaña y el fútbol elegante que siempre caracterizó a este club de exigentes hinchas.

En San Carlos la gente fuma mucho, alienta a sus jugadores y de vez en cuando se suma a los cánticos de su barra organizada. También son múltiples los vendedores de maní, bebidas y churros, muchos más de los que habitualmente se ve en los estadios ciudad abajo. Algunos difrutan los sandwiches del Lomitón y otros, en la tribuna preferencial, se sirven un whisky, según las crónicas de algunos periodistas deportivos de hace unos años. No sé si esto último se dé actualmente, pero de que alguna vez fue así, fue así. Es lindo ver fútbol en San Carlos: si no fuera porque las aposentadurías aún son de tablón y porque los estacionamientos son de tierra, parecería una postal sacada de un estadio de algún país miembro de la OCDE. Sin embargo, en su coquetería, remite a la simpleza austera de sus dueños, la misma que ha impedido que este club sea mucho más grande de lo que puede ser en el concierto chileno y latinoamericano.

Dice Luis Ortega en "De pasión de multitudes a rito privado" (Historia de la vida privada en Chile, Tomo 3) que el fútbol chileno está en crisis desde hace unos treinta años y que esta se ha ido agudizando profundamente. Escrito en la época inmediatamente posterior al fracaso de las eliminatorias de 2006 -es decir, sin saber nada aún del esperanzador cambio que han liderado, cada uno desde su posición, Michelle Bachelet con la construcción de estadios y su apoyo al deporte, Harold Mayne Nicholls con una dirección seria y Marcelo Bielsa con su ultra profesionalismo-, Ortega señala que una de las crisis de nuestro fútbol tiene relación con que hoy la gente ya no va al estadio a vivir una fiesta multitudinaria como sí lo fue en una época no tan lejana, que el estadio ya no es un lugar de encuentro público, ameno, civilizador y de sana diversión, sino que es un deporte que se ha privatizado. Dice: "Se ha transformado en una actividad esencialmente personal; en ocasiones en una nueva instancia de sociabilidad familiar con sus características, formas y maneras. Un verdadero rito casero que en muchas ocasiones implica preparación de comidas especiales, pero que la mayor parte de las veces se vive, se disfruta o se padece individualmente frente al televisor, en la intimidad del hogar, ajeno a las miradas de los otros, sin la efervesencia que provoca la multitud reunida, lejos del ambiente de un estadio, sujeto a lo que la pantalla y el sonido puedan proporcionar a un hincha cada vez más despojado de pasión y cada vez más domesticado por el rito de ver un partido."

Porque existe una resistencia, justamente, a esta privatización del fútbol es que nace la imperiosa posibilidad de asistir un martes a la noche tras la jornada laboral, a ver un partido de fútbol bien acompañado por el simple hecho de poder disfrutarlo. No importa que el estadio quede lejos, no importa que no seamos hinchas ni de Católica ni de Everton. Simplemente vamos al estadio en parte por la multitud, en parte por el juego mismo, pero por sobre todo porque existe la convicción de que el fútbol sigue siendo el deporte más lindo de todos, el más efusivo, el más socializante, el más ético e instructor, el que posibilita el encuentro e intercambio social, anula las diferencias y produce un sueño de convivencia social totalmente opuesto al cada más vez enajenante y solitario mundo de lo privado.

martes, 24 de noviembre de 2009

El club de los perdedores

Hace unos años nos juntábamos un grupo de familiares, cuñados y amigos cercanos a jugar fútbol en las multicanchas del viejo Estadio Nacional. Éramos seis a ocho entusiastas de cancha dura, pelota desinflada, camisetas de distintos colores, sin canilleras, sin hacer calentamiento y que únicamente nos reuníamos para divertirnos unas dos horas cada mañana de domingo, aburrida, de poco aliento, sin mucho más que hacer que dormir hasta la hora de almuerzo o sacudirse del peso del trabajo semanal moviendo un poco el cuerpo.

Todos teníamos un cierto pasado glorioso con el fútbol. Me refiero, por cierto, a lo que puede ser memorable a nivel amateur: participación en selecciones escolares o universitarias y en ligas de fútbol, de esas que abundan en los sectores altos de la capital. Todos teníamos alguna historia sabrosa con un ex futbolista profesional contra el que nos había tocado jugar alguna vez, alguna pelea con un árbitro, un gol inolvidable y muchos horas de tercer tiempo en algún bar. Eran historias que afloraban de repente, en el peloteo previo, en el sucio camarín, bajo el chorro de agua caliente que relajaba los músculos, o, en los asados familiares. Y ese pasado afloraba a chispazos, cada domingo, con alguna buena jugada, un buen pase, una pared fulminante o una finta quebradora. Éramos todos buenos para la pelota y lo pasábamos muy bien, haciendo jugadas notables y convirtiendo muchos goles.

Nuestro rival era siempre el mismo. Un grupo de gorditos más o menos de la misma edad nuestra, la que oscilaba entre los dieciocho y los cuarenta años, que un día aparecieron por ahí y no tenían rival. Jugamos una vez y quedamos de volver a juntarnos la próxima semana. Y así fue que ya casi no había que ponerse de acuerdo, porque sabíamos que el siguiente domingo nos volveríamos a enfrentar. Ellos venían siempre preparados con una pelota mejor que la nuestra, vestían camisetas de diferentes equipos del mundo y usaban zapatillas adecuadas para la superficie. Algunos elongaban un poco y daban unas vueltas alrededor de la cancha. Pero nosotros siempre les ganábamos. Y a veces por goleada. Con el Pablo al arco, el Julio moviendo la pelota por el medio, el Jaime siendo un patrón atrás, y con Rodrigo y el Salva jugando de punteros. Otras veces aparecían el Sergio y el Jorge. Todos podían hacer algo con la pelota. Pero nuestros rivales, no. A veces nos daban pelea, luchábamos hasta el final, pero siempre ganábamos, divirtiéndonos, y pensando que esta, ahora sí, sería la última victoria, porque ellos ya no volverían. Pero al domingo siguiente ahí estaban, dispuestos a ser vapuleados de nuevo.

Alcanzamos a jugar unos tres años en esas ripiosas canchas del Estadio Nacional, donde cada caída te dejaba algo de tierra entre medio de la piel y debía ser limpiado más tarde por una mano femenina y su Povidona Yodada. Nuestros rivales habrán ganado unas tres veces. No más. Se abrazaban efusivos y se iban felices, radiantes, a sus casas, mientras nosotros pasábamos la rabia de una semana agria, sin sentido, por no haber jugado bien y esperando con ansia el otro domingo para desquitarse con hartos goles esta afrenta. Nuestros rivales, pese a todo, eran buenos tipos. Celebraban nuestras buenas jugadas, no hacían fouls violentos y si lo hacían, perdían perdón. Siempre tiraban tallas y la vida parecía en ellos una ligera hoja, despreocupada, amena, sin mayores complejidades. Me caían bien. Todo se hacía en un ambiente de antigua cordialidad, aunque ni siquiera supiéramos sus nombres. Y porque además siempre les podía hacer el mismo desborde de la semana pasada como si fuera algo realmente nuevo. Eso sí, nunca entendí porque iban todos los domingos si siempre perdían. Creo que tal vez tiene que ver con el simple hecho de jugar y vestirse de corto. Nada más que vivir la ilusión de estar en un campo deportivo poniendo en suspenso toda conexión con la realidad, liberar algo de endorfinas y reír. Esto lo digo porque quizás ahora me toca a mí formar parte del club de los perdedores, porque en la liga donde yo juego ahora, cada domingo, un triunfo es más bien algo esquivo y evanescente, una verdadera ilusión.

Los domingos en el Nacional poco a poco se fueron haciendo rutinarios. Ya costaba alcanzar a hacer el equipo. Uno comenzó a faltar seguido. Había que buscarle un reemplazo. Otro llegaba de vez en cuando. Y el equipo al que le ganábamos siempre también empezó a faltar. Como si se hubieran dado cuenta de que no tenía ningún sentido ir a jugar cada domingo para ir a perder. Como si de pronto el mundo hubiera cambiado y surgieran cosas más interesantes que hacer. Todo fue muriendo de manera natural. Ante la nueva situación, jugábamos entre nosotros, tres contra tres, o contra algún equipo que de pronto apareciera. Pero ya no era lo mismo. Ya no nos divertíamos. Los rivales nuevos no eran tan respetuosos como los anteriores. Algunos eran agresivos y mala leche. A ellos no les daba lo mismo perder como a los anteriores. Una vez se armó una pelea. Hubo combos, insultos y narices rotas. A la semana siguiente nadie fue. Y a la subsiguiente tampoco. Ya nunca más volvimos a ir. Había sido la justificación perfecta para dar fin a algo que había terminado hace tiempo, cuando los perdedores dejaron de ir. Necesitábamos de ellos, pero ellos nos habían dejado por otras preocupaciones. Algo más importante que el fútbol. Algo que cambiara el repetido panorama de un domingo saliendo de la cancha cabizbajos, enojados, y, sin embargo, alegres. Habíamos perdido la esencia del juego, la pura diversión. Habíamos perdido su lección y nuestro alimento.

jueves, 19 de noviembre de 2009

La representación de la infancia en la poesía de Enrique Lihn

Este texto fue leído a comienzos de noviembre de 2009 en el XXX Congreso Internacional de la Sociedad Chilena de Estudios Literarios (SOCHEL) en Valdivia. Aunque me piden que no haga público este estudio, este es solo un extracto de algo mucho mayor. Espero no se enojen.

El presente trabajo se inserta dentro de una investigación aún en desarrollo en relación a las representaciones de infancia en la poesía chilena de segunda mitad del s. XX hasta nuestros días. Su presentación más sistemática y formalizada será publicada, según me han prometido desde una revista especializada del sur de Chile, durante el primer semestre del próximo año. Es por esto que aquí intentaré apuntar tan solo a unas pocas ideas centrales respecto a lo que creo se desprende tanto de la propia obra de Lihn como de sus disquisiciones ensayísticas en relación al tema de la infancia.

Este tema, sin duda, ocupa un lugar central dentro de muchos de los poetas que comenzaron a publicar en los años 50. Casi como actitud generacional, encontramos que su presencia se inscribe de manera especial en poetas como Efraín Barquero, Jorge Teillier, Alberto Rubio y Sergio Hernández, por nombrar solo a algunos. Existe, por tanto, una problemática en relación a qué se dice de la infancia y por qué se escribe sobre ella dentro de las poéticas de estos autores y que hoy parece importante poner en cuestión cuando constatamos que muchos de los poetas que comenzaron a publicar en los primeros años del tercer milenio también, casi generacionalmente, han vuelto a situar la infancia en un espacio relevante de sus trabajos poéticos. Con esto último, me refiero a autores como Pablo Paredes o Diego Ramírez, por nombrar a solo dos poéticas aún en construcción. Por esto mismo, cabe preguntarse por qué la infancia no ha sido lo suficientemente estudiada por la crítica especializada, como si se tratase de un tema poco relevante o sobre el cual poco se puede decir. Es por esto que un trabajo como este espera aportar al enorme caudal crítico existente respecto a la obra de Lihn, específicamente, en especial a partir de la obra que, creemos, inaugura su potencia escritural. Me refiero a La pieza oscura.

En esta obra y en otras producciones inmediatamente posteriores, nos encontramos con dos movimientos relacionados con las representaciones de infancia. En primer lugar, como regresión y en segundo lugar, como oposición al mundo de los adultos. Ambas, para saldar una deuda con un presente que se vive de modo traumático. Este hablante se configura como un adulto que vive un presente en ruinas, caracterizado por la angustia, el fracaso matrimonial y la imposibilidad de atenerse a las normas que rigen la vida social. Esto hace que el sujeto de estos poemas vuelva hacia una infancia que se le presenta de modo fantasmal y se sitúe en ella para encontrar una causa explicativa, pero también para situarla como un tiempo y un espacio posterior al de la creación poética a través de la figura de un niño anciano, un puer senex medieval, pero remasterizado en el contexto de una modernidad en disolución, en palabras de Naín Nómez, una modernidad que se vive críticamente en la urbe desde la marginalidad, la orfandad, la degradación, lo oscuro y ajeno, y que termina por mostrarnos un “Narciso grandilocuente, ampuloso e impositivo”, como diría Carmen Foxley, que no tiene fe en el mundo vacío que le ha tocado vivir, un Narciso subyugado en su cápsula de cristal.
Señalaba el propio Lihn que, cito,

Infancia y poesía están asociadas por el principio de la casualidad y la lógica de la indeterminación. La segunda debiera ser el efecto de la primera, pero está la ley de las excepciones. Según esta, como la infancia es una consecuencia de la poesía, habría una ancianidad previa al acto poético.

Creemos que esta premisa la intenta desarrollar Lihn de modo programático especialmente en La pieza oscura (1963), al hablarnos de la infancia desde una cierta ancianidad, una “situación” previa al acto poético que comienza a manifestarse con la evidencia de un presente temporal que envuelve y encoje al hablante y lo hace sentirse como Jonás: en el vientre de la ballena, protegido, pero frágil e inestable. Cito: “Asísteme señor en tu abandono”; “soy un náufrago de la carne en la carne”; “solo sé que seremos destruidos”. De acuerdo a Gastón Bachelard, “el complejo de Jonás” es la necesidad del sujeto de refugiarse en un espacio que otorga las seguridades primarias de la vida en tanto imagen de una intimidad tranquilizadora en contraposición a una exterioridad amenazante. En este sentido, el refugio circular equivale al vientre materno. Podríamos entender esta regresión infantil como una metáfora de un desacomodo como poeta en el mundo, que busca un lugar donde instalarse dentro del campo literario. Recordemos que por entonces, como revelaran cercanos al propio poeta, Lihn no se sentía seguro aún respecto a su producción poética y de hecho, tras el éxito de recepción de La pieza oscura, termina por desechar casi por completo sus dos primeras obras. Se sentía, entonces, como Jonás en la historia bíblica: frustrado por la nulidad de su discurso.

Esta intuición de que todo intento con la poesía está destinada a una pérdida irremediable –quizás el gran tema de la poesía de Lihn- se evidencia con mayor fuerza aún en sus famosos “Monólogos”, en donde la regresión a la infancia se realiza desde la voz de un sujeto que utiliza la ironía como mecanismo para acentuar precisamente esta fatalidad. En “Monólogo del padre con su hijo de meses” el hablante señala: “Nada se pierde con vivir, ensaya; aquí tienes un cuerpo a tu medida”, como si en la vida no hubiera ya novedad, todo se hubiera experienciado tempranamente o estuviera predeterminado dentro de límites reconocibles: por esto, el padre no cree que el niño podrá ser feliz cuando sea adulto, presentándolo como una proyección de sí mismo, hablándole desde un presente anciano. El niño, a su vez, no puede responderle. O, como señala en el “Monólogo del viejo con la muerte”: “Y bien, eso era todo”, como diciendo esto era la vida, ni tan gran cosa. Frente al espejo (Narciso), el sujeto se ve a sí mismo en diferentes etapas: desde niño a anciano, configurándose como un sujeto que ha sido golpeado por la existencia (se señala en dos ocasiones en el poema la frase “le han pegado en la cara”). En este poema, como en el anterior, el sujeto se da espacio para pensar la existencia y en esa reflexión, la infancia aparece como parte fundamental de un ciclo vital amenazado, desde su origen, por la muerte, por el vacío y la incapacidad de comprender el mundo. Pero estos dos poemas no pueden entenderse sin un tercero, que lo completa y lo cierra: se trata del “Monólogo del poeta con su muerte” presente en el libro Poesía de paso, inmediatamente posterior a La pieza oscura, y en donde el hablante de varios textos retoma el tema de la infancia. En este poema, el sujeto regresa a la niñez a través de la figura del Narciso que se ve a sí mismo cada siete años (aludiendo con esto a otro tópico de origen medieval: las etapas de la vida) en un espejo sangriento:

Cuánta inocencia ahora
que la muerte prepara tu bautismo
en las aguas servidas de la sangre
una y mil veces transformadas en vino
quieres que tú te mires en ellas sollozando,
como si todo tu pasado fuera
algo por verse allí
en ese triste espejo que volvía a trizarse
cada siete años, con tu cara adentro.
Todo lo tuyo fue –dicen las trizaduras-
altos y bajos de la mala suerte.


Este Poeta-Anciano-Narciso, del cual el hablante señala “te miras el ombligo del mundo”, termina, como en reversa, en su infancia, en donde, cito, “no más / juega tu corazón, como en un viejo patio / casi vacío”. Entonces ahora el Poeta-Niño-Narciso, infante “con las orejas y las manos sucias”, vuelve junto a su madre “para aventar del patio los recuerdos / turbulentos”. Esa madre, como señala Kristeva (1996) es la madre de quién el sujeto se está recién separando para configurar su identidad, puesto que el Narciso freudiano “no sabe en absoluto quién es”: su imagen es inestable, fronteriza, aún demasiado dependiente del “otro”. Pero es, también, en cierto sentido, una suerte de madre-poesía que lo cobija, como a Jonás, y lo salva de la crisis. Este poema resulta clave para entender la concepción que Lihn tiene de la infancia y cómo la relaciona con la poesía: como un espacio de configuración de la identidad del hablante que intenta construirse, encontrar su espacio y crecer, de modo que después, ya adulto, pueda reírse de ella bufonescamente en su cara. Es ahí, entonces, cuando se puede ver a un espejo, ya no trizado: cuando reconoce la imagen del yo, separada de la imagen de la madre (Kristeva).

Pero también la infancia se tematiza en la poesía de Enrique Lihn a partir de la distinción entre mundo de los niños y mundo de los adultos, y, dentro de esta oposición, el fin abrupto de la infancia a partir de una inquietante precosidad que deviene en la figura de un niño envejecido. En el poema “La pieza oscura” (23-25) la niñez es descrita de “ojos brillantes”, en cambio la adultez es de “ojos opacos”; la rueda, en tanto, gira para una generación para adelante y para la otra para atrás (“en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido”), lo que hace que el juego de los niños que giran entre sí por el suelo también sea, de manera extrapolada, el juego de dos adultos. Por entonces, “el tiempo volaba en la buena dirección” y avanzaba “más rápido que el reloj del comedor”, es decir, era un tiempo cargado de intensidad y sentido: “volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas espumosas”, más rápido que “la rueda del molino y con alas de gorriones”, ambos “símbolos del salvaje orden libre”. Ahora, en cambio, el hablante (revestido en niño), tras el impulsivo juego en donde él ha mordido el cuello de su prima, cae de rodillas “como si hubiera envejecido de golpe”, preso “de empalagoso pánico / como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la / crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y / luego… el carozo sangriento, afiebrado y seco”, como si hubiera conocido temprano, de manera absoluta, el amor y cuán rápidamente se corrompe.

Es este niño-adulto del poema el que da cuenta del fin de su infancia de manera precoz, es un niño envejecido que nos habla desde una cierta ancianidad: un puer senex tempranamente experimentador y conciente de que ya no hay vuelta atrás. Por eso este presente es un tiempo náufrago cargado de nostalgia que lo hace preguntarse: “¿Qué será de los niños que fuimos?” y constatar que cuando se entra en el tiempo “nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio”. En este juego de máscaras vemos que el hablante termina por declarar, al final del poema “La pieza oscura”, que una parte suya se ha negado a girar al compás de la rueda y que es “en parte ese niño que cae de / rodillas”, por lo que no ha cumplido aún toda su edad ni llegará a cumplirla como ese niño “de una sola vez y para siempre”. Así, el hablante lírico intenta desmarcarse, no reconocerse en esa niñez que rápidamente se clausuró, antes de tiempo, aunque sea esencialmente él mismo el que se configura en el presente como un “fantasma”, como un “náufrago”, como un ser fracturado en esa parte de las etapas de la vida que da cuenta del paso de la niñez a la adultez. Como señalara Lihn en las Conversaciones con Pedro Lastra, este momento “comprende la disponibilidad plena del niño para ser un adulto antes de que eso ocurra y empiece con ello un proceso de constante degradación”, una filosofía negativa de la existencia que concibe la vida como una cuenta regresiva que termina en la muerte, como lo expresa en sus “monólogos”. Esta negatividad de la existencia se completa a través de su oposición “positiva”, es decir, que es posible neutralizarla, como dice Lastra, “con la creencia en la creación poética como un modo de enmendar la existencia, produciéndola en otro plano, en el lenguaje”, esto es, en un espacio otro, como aparece en el “Monólogo del poeta con su muerte”: “un salvaje orden libre”, junto a la madre-poesía que lo cobija en su regresión pero que lo fortalece y lo blinda ante lo exterior.

Existe, por cierto, en la obra de Lihn una serie de otras implicancias en relación al tema de la infancia y que pueden resultar mucho más profundas que las que aquí se han expuesto. Queda esto para la promesa de una futura publicación. Quisiera detenerme, sin embargo, en un último punto en relación a la oposición entre mundo de los niños y mundo de los adultos, y que revela una cierta tiranía y represión que se vive de modo traumático. Llanos recuerda en una conferencia titulada “Hacia Enrique Lihn” que “antiguamente, cuando los niños se portaban mal, se los castigaba encerrándolos un rato en una pieza oscura, que solía ser el espacio más ingrato de la casa” (Llanos 51). En efecto, en el poema “La pieza oscura” el espacio que se describe parece más un lugar de castigo que una pieza de juegos, con frazadas que se confunden “unas con otras a modo de nidos como celdas, de celdas como / abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las manos”. Aquí, todos son “villanos, pero igualmente dulces”; los adultos, en cambio, son “sempiternos cazadores de niños”. Sin embargo, cuando los adultos entran a la pieza, los niños ojean revistas ilustradas, ellos en un extremo, ellas en el otro, “en un orden perfecto, anterior a la sangre”. Aquí, los niños están marcados por una precocidad iniciática que hace que hayan cumplido toda su edad “de una sola vez y para siempre”, interiorizando la represión que los adultos ya no necesitan ejercer: su infancia se rompe abruptamente haciendo de estos niños unos “fantasmas perdidos” que buscan infructuosamente “una calle en el desierto”, como señala el hablante en “Invernadero”. Estos huéspedes silenciosos de un hogar que no les pertenece, como señalara Benjamin (1969), son los niños obligados a someterse a este espacio ajeno, haciendo de él “un huésped errante e inseguro” (Benjamin 98). De esta manera, los niños en el poema de Lihn son “los ausentes”, son “una especie de fantasmas / pero de esos que nadie invocaría”, son los “pequeños salvajes” migratorios que terminan siendo apartados por los adultos, quienes imponen las condiciones y normas de vida, relegándolos a la subalternidad. La infancia, por tanto, es revivida mediante su conjura, como una invocación de esos huéspedes: los fantasmas, dice en el poema “El bosque en el jardín”, “siempre están allí, en su lugar / esperando el momento de aparecer en escena, solo por un momento que / nadie les disputa / y que nadie quisiera disputarles” (39). La infancia, de esta manera, es vista desde el punto de vista de un duelo, por lo que se hace necesario identificar los despojos y localizar a sus muertos. En esta tarea de identificación de los restos, se comienza a vivir, verdaderamente, una nueva etapa. Sin embargo, si no es posible cerrar el ciclo, estos restos aparecen como “espectros”. Estos nos hablan, entonces, de una niñez inacabada. Como afirma Derrida (1995): “un espectro es siempre un (re)aparecido” (27), un fantasma que asedia, que siempre está por aparecer y reaparecer, que no muere jamás, que hace mover los signos (146). Su venida, su visita, provoca que el sujeto deba desarrollar una rearticulación del tiempo presente en cuanto se vivencia como experiencia de algo inacabado, un desajuste, un trauma y que se manifiesta como revuelta: crisis que necesita ser rearticulada a partir de la ruptura o dislocación, un situarse en otro lugar; un lugar oponible a desierto, a matrimonio, a la vida normal, un lugar que bien puede ser el vientre de la ballena, la infancia, la creación poética.

En conclusión, aludiendo al concepto lihneano de “poesía situada”, la infancia en esta poesía se sitúa entre dos mundos: los niños son representados como los invitados, los ausentes, los fantasmas, los pequeños salvajes, los precoces. Los adultos, en cambio, son los cazadores de niños y ejercen coerción sobre ellos. Estos niños, además, se mueven en espacios asfixiantes y amenazantes: piezas, pozos, muros, cardos, desiertos; en definitiva, son pequeños y ajenos reos en un mundo cargado de una grave adultez. Recurriendo a tópicos de origen medieval, la presencia de estos niños-fantasmas terminan siendo consecuencia y signo de un asedio, por lo que se los invoca para “hacerles justicia” (Derrida, 251); su conjura, en consecuencia, es una posibilidad de vivir, de otra manera, en un nuevo ciclo, para cerrar un presente en deuda. Ese nuevo vivir es la decisión de intentar hacer poesía a partir de La pieza oscura con aquello que el lenguaje no nombra sino “viciadamente”, como refuerza en todo su trabajo posterior hasta Diario de muerte, por lo que esta posibilidad es el consuelo y aparataje para reparar una experiencia traumática de la vida moderna que va a acompañar al hablante de los poemas de Lihn a lo largo de toda su obra con diferentes máscaras (Narciso, mendigo, Pompier, etc.), pero siempre en su “celda de vidrio” posmoderna: rodeado de la nada. Es así como el Poeta-Niño-Narciso de estos poemas, el puer senex enmascarado que nos habla desde una cierta ancianidad anterior a la poesía, vuelve a aparecer en la última obra linheana, publicada poco después de su muerte, como el bebé “mezcla de sapo y ángel” (65) que se posa sobre el pecho de “la mujer reemplazada en Klinger por una estatua yacente” (65), para mirarnos burlonamente a nosotros, los lectores, con su rostro de niño-adulto “como en un teatro / donde se representa una obra congelada” (65). Esa obra congelada, muda, fantasmal, es el abismo final de una poética que se aferra, hasta el último instante, autorreferente, especular, burlesco y dramático, a su pequeño espacio de creación en un mundo como el de hoy que valora muy poco la poesía como producción cultural y que extrema a los poetas insistentes y obsesivos como Lihn a contemplarse delante del terrible espectáculo de la muerte.

martes, 10 de noviembre de 2009

Sobre el sentido de tres días en Valdivia

La semana pasada estuve en Valdivia en el aniversario número treinta de la Sociedad Chilena de Estudios Literarios. Fueron tres días de intensos debates y exposiciones, escuchando, por supuesto, a algunos buenos exponentes de los estudios literarios en Hispanoamérica como Naín Nómez, por ejemplo; yo mismo también hablando de las relaciones entre poesía e infancia en la poética de Enrique Lihn, y de modo menos formal, estableciendo diálogos en los pasillos y en algunos bares también, por supuesto, degustando la mejor cerveza alemana de la región de los ríos. Todo esto, acompañado de buenos amigos interesados en la literatura como fenómeno intelectual que está siempre relacionado tensamente con la cultura.

En medio de lluvias intermitentes, fríos matutinos y nocturnos, las casas alemanas, los ríos Calle Calle, Valdivia y Cruces, los bosques nativos de la Isla Teja, los paseos en lancha y a pie, los lobos marinos, el submarino inglés, los rumores de una charla dada por Marcelo Bielsa, los museos históricos y la hermosa Universidad Austral de Chile (UACH), terminamos por reafirmar una serie de premisas respecto al rol que deben cumplir ciertos intelectuales hoy, sobre todo si estos están insertos en instituciones educativas como las universidades, cuyo deber esencial es, primeramente, hacer pensar.

En la línea de Edward Said en su libro Representaciones del intelectual confirmamos la idea de que muy poco sirven aquellos discursos que no se construyen sobre la base de una dimensión política, que no traten de explicar el mundo actual en base a las producciones artísticas que se generan dentro de ella, que no intenten tensionar esos discursos frente a los campos de fuerzas predominantes en la cultura. Este tipo de discursos -frecuentes, lamentablemente, en muchas de las exposiciones de este tipo de encuentros, revelando sin saberlo una completa y absoluta organicidad con el poder- terminan siendo, por sus limitaciones tautalógicas, para no ser más expresivo, estériles. Para que este tipo de reuniones científicas tengan algún valor que vaya más allá de la Academia debieran contar, entonces, con exponentes cuyas construcciones discursivas intenten iluminarnos sobre aquellos insterticios o vacíos que por un motivo u otro se silencian o se callan: hacer visible las acciones del poder y ejercer su crítica.

Felizmente, un sector de la masa crítica del campo de las humanidades tiene las cosas bien claras y provoca pensamiento crítico, genera cuestionamientos, abre preguntas e instala el diálogo y la discusión. No pierden su verdadero norte, el que les da un sentido. Nos dicen, en cierto modo, que mientras existan sensibilidades, miradas y juicios, podremos pensar y cuestionar algunas de las cosas que vemos a nuestro alrededor y no entendemos o las consideramos injustas. En este sentido, es una linda tarea el poder difundir esas ideas más allá del ámbito universitario. En ese sentido, también, este blog -desde su hibridez intrínseca, tan latinoamericana, desde un lugar siempre incierto- se abre a esa posibilidad que advierte que el mundo de las ideas no están tan lejos, allá en el cielo, sino que deben estar imbrincadas, de todas maneras, con la realidad, la cotidianeidad, en una pregunta constante, permanente, por el sentido de las cosas.