martes, 29 de junio de 2010

Carta abierta a Marcelo Bielsa


Don Marcelo:

Permítame llamarlo así, aunque no lo conozca personalmente. Aunque, pensándolo bien, creo saber algo de Ud. Le escribo únicamente para pedirle un favor. Se trata de un favor inmenso. Quédese. Se lo ruego. Se lo rogamos. Hablo en representación de millones de chilenos que deseamos lo mismo. Millones que, como yo, solo tenemos palabras de agradecimiento para con usted.

Yo sé que en Europa o en México puede que le paguen más. Pero sabemos que este no es asunto de plata, ¿verdad? A Ud. le interesan los proyectos. Y Ud. aquí ya armó uno muy lindo. Con gente joven. Talentosa. Con cabros que le creen sus instrucciones, sus ensayos y sus medidas palabras. ¿Para qué dejarlo a medias? Para el próximo mundial estos jugadores estarán en lo más alto de sus rendimientos y con una madurez para tener en cuenta en estas instancias. Toda la experiencia obtenida en tres años de eliminatorias y un Mundial es la base para nuevos proyectos. Chile nunca ha ganado una Copa América. ¿Y si la gana con Ud. en la banca? Hay nuevos desafíos. Esto es solo el comienzo de un cambio al cual ya estamos todos acostumbrados. No nos deje huachos. Le tenemos cariño. Le creemos. Nos gusta cómo es. Obsesivo. Trabajador. Buena persona. Directo. Franco. E inteligente. Si Ud. parece más chileno que argentino. Aquí el fútbol no se vive con la misma pasión, pero somos apasionados, somos ambiciosos, queremos estar arriba. Queremos saborear, alguna vez, el dulce sabor de la victoria. Y para eso, Ud. es el indicado. Gracias a Ud. estamos con esa esperanza. Y nos queremos quedar con ese gustito. No queremos volver a los pelaos ni a los peinetas, a los perros verdes ni a colgarnos del travesaño. Nos gusta su fútbol. Porque va al frente. Porque sale a ganar. Y si se pierde, se pierde luchando, en su ley, sin renunciar a los principios. Porque con su fútbol no se depende de las individualidades; es el equipo el gran jugador desequilibrante.

Sr. Bielsa. Yo sé que ir a ver un partido a La Cisterna es deprimente. Pero lo suyo es el laboratorio. Es Juan Pinto Durán. Allí tiene a su disposición todos los conejillos de indias que quiera. Los puede ir a buscar a Sausalito. O a El Teniente. Al Tierra de Campeones. O al Nelson Oyarzún. Allí Ud. levanta una piedra y encuentra buenos prospectos. Algo toscos, pero piedra moldeable. Allí los estadios no son modernos, ni los partidos son rápidos, ni los equipos son competitivos. Pero talento hay. Hambre hay. Y también corazón y las ganas de ser mejores. En Juan Pinto Durán usted tiene su propio Old Trafford. Su propio Teatro de los Sueños. Déjenos soñar junto a su forma de ver el juego.

Don Marcelo, Ud. aquí dejó una huella. No puede dejarla así no más. Con Ud. en las tribunas, un Palestino - Morning en La Pintana es un partidazo y los 22 jugadores son todos cracks. Acá los estadios no se llenan ni llevan el nombre de alguien vivo; no hablamos toda una semana de tal o cual jugada y no tenemos un diario deportivo. Pero el fútbol es nuestra pasión. A nuestra manera, pero es una pasión. Cuando juega la selección se acaban las odiosidades entre los clubes y sus hinchas y todos tienen un mismo color; los periodistas deportivos siguen diciendo las mismas preguntas absurdas de siempre y todos creemos que vamos a golear a España o a Brasil. Y todo eso es por culpa suya. Porque nos acostumbró a su táctica ganadora, desafiante y agresiva. Porque jugar en el Centenario o el Azteca es lo mismo que hacerlo en el Nacional. Porque permitió que ya no sintiéramos vergüenza de creernos los peores de Sudámerica. Porque hizo que al fin en los medios se hablara más de fútbol y menos de farándula. Porque ver a sus equipos es una delicia para el encanto perdido.

Don Marcelo, por favor, escúchenos. Queremos seguir viendo sus conferencias de prensa con su hablar pausado y su mirada fija en el suelo. Anhelamos salir a la cancha con Ud. sentado en la banca creyendo que le podemos ganar a cualquiera. Le perdonamos que no deje entrar a la prensa a los entrenamientos para que ellos nos informen de las cosas que pasan allí adentro. Anhelamos seguir escuchando las arengas de Bonini y observando sus diálogos cortos con Berizzo. Don Marcelo, por mi que vea todo los partidos acuclillado, si quiere, con tal de quedarse. Péguele a los bancos las veces que quiera y chapotee los brazos hasta el cansancio, pero quédese. Grítele a los jugadores mil puteadas. Ponga a Valdivia de lateral si es en función del equipo. Ya sabemos que los jugadores le harán caso. Don Marcelo, nuestros deportistas fueron mal alimentados cuando niños, pero tienen un gran corazón. A veces son como niños y Ud. parece un papá estricto, pero bondadoso. Pero estos niños de barrio le tienen buena, porque Ud. está convencido de lo que hace. En este país, no tenemos muchos ejemplos de esta índole. Hay que tener carácter y convicción. El camarín, a veces, se pone medio pesado. Pero usted sabe manejar los códigos. Los jugadores lo respetan y le tienen estima, porque han aprendido de Ud. y tienen todavía mucho más que aprender. Don Marcelo, esto recién comienza. Ud. debe ser el guía de todo lo que viene. El nombre de nuestro fútbol está allá arriba y se lo debemos a Ud. No permita que caigamos otra vez en desgracia. No permita que una vez más todo lo construido a base de esfuerzo lo tiremos al tacho de la basura.

Don Marcelo Bielsa, déjeme decirle una sola cosa antes de terminar. Independientemente de si se queda o se va, simplemente gracias. Lo invitaría a mi casa una noche a cenar para que hablemos de fútbol hasta el cansancio y para darle las gracias personalmente. Pero sé que ya estoy delirando. Estas son algunas de las cosas lindas del fútbol. Sentirlo tan cercano como para creer que una situación como esta pueda ser realidad. Me limito, por mientras, a mandarle esta carta en nombre de millones de chilenos que creemos a ciegas en su proyecto. Si se queda, lo seguiremos disfrutando un buen tiempo. Y si se va, créame, aparte de caer en la peor de las depresiones futboleras, no lo olvidaremos. Su recuerdo nos permitirá seguir viviendo un sábado cualquiera a la tarde cuando vayamos a una cancha y veamos que más de alguno intentará parecérsele. Ojalá que sean varios, eso sí, para no perder el gusto por su fútbol.

martes, 22 de junio de 2010

La vida cada cuatro años

Nunca he visto un Mundial en vivo. Lo más cercano fue el 2009, con el fútbol femenino sub-20. Pero no me interesó. Creo ser de esos que todavía piensa que no pagaría una entrada para ver fútbol de mujeres, porque el fútbol es, esencialmente, un deporte por y para hombres. No creo que sea machismo. Pero mujeres futboleras a veces me preguntan en qué consiste la regla del off-side. ¿Se entiende? Es como si fuera algo genético. Es como comparar dos culturas, pero con una diferencia de cien años.

En 1987 se disputó el Mundial Juvenil Sub-19 en Santiago, Concepción, Valparaíso y Antofagasta. Estaba en quinto o sexto básico y un compañero de curso, el Avaria, un compañero con el que extrañamente habré cruzado diez palabras en mi vida, porque ambos éramos muy callados, pero él lo era en extremo, además andaba todo el día leyendo (por entonces, francamente, toda una rareza; nadie puede leer todo el día sin interactuar con los cuarenta y tantos niños que densificábamos el espacio de la sala, día a día), no era bueno para la pelota y a esa edad el noventa por cierto del curso lo que más sabíamos hacer aparte de estudiar angelicalmente, era correr como loco en los recreos jugando a la pelota.

Corría el año 87, digo, y el Avaria, acaso porque vio en mí algún tipo de pasión incipiente o porque tal vez ya transmitía todo el día con las revistas deportivas que comenzaba a coleccionar o porque simplemente le caí bien, me regaló dos entradas para el partido inaugural entre Chile y Yugoslavia. ¡Chile y Yugoslavia! Yo, que solo sabía algo de ese país, porque tenía un tío de apellido Franulic que se había venido a Chile a la vida, y que cuando hablaba allá en su casona de Rengo, un montón de historias extrañísimas, no le entendíamos nada, pero absolutamente nada, porque su español era indescriptible, y él seguía hablando mientras almorzaba un brontosaurio con sopa y ensalada de tomates. Esa Yugoslavia. Una selección de unos rubiecitos lindos, cuyos posters coleccionaba mi hermana. La de Boban, Suker y Prosinecki. La del técnico Mirko Jozic, que luego se quedaría en nuestro país. Y ese partido, en un día de lluvia, con setenta mil personas en las tribunas, y un 2-4 inolvidable por el gol de Tudor y las chambonadas de un palitroque de apellido Margas. Ese partido al que no pude asistir, porque algún desgraciado compañero de curso me las sacó de mi mochila y pese a que el profesor Durán -hincha del Chaguito devenido en cruzado- nos hizo quedarnos hasta más tarde abriendo cada uno de los bolsos, esos malditos tickets nunca aparecieron y nunca supe si por último el pequeño ladronzuelo disfrutó de esa fiesta futbolera en el viejo Estadio Nacional.

(Sé que esto tiene poco que ver. Pero, bah, qué importa. Pese al incidente, supongo que es desde entonces que los yugoslavos me caen bien. Porque tenían un club de nombre bonito, el Estrella Roja, porque tuvieron un dictador sanguinario como el nuestro y porque siempre jugaron un fútbol lindo, de mucho toque, muy latino. Y porque en Historia nos enseñaron que se trataba de un país relativamente nuevo, como consecuencia de la Segunda Guerra, un pegoteo de pueblos, todos reunidos bajo la misma bandera, y yo trataba de imaginarme cómo sería eso. Qué tristeza. Y quizás porque después sería un país desangrado, un país nuevamente dividido en fragmentos, un país olvidado. Y por el Balkan Express y por Kusturica. Por una cierta alegría tan poco europea. Y porque en el fondo, pese a todo, pese al idioma y el brontosaurio, el tío Raúl Franulic me caía bien).

Todos los otros mundiales, el Sub 15, el Sub 9 o el Supra 40, los he visto por televisión. Todos. Toditos. En el colegio. En la universidad. En el trabajo. En la casa. Desde que tengo uso de razón, desde España '82 hasta ahora. Un comienzo fatídico, es cierto. Un papelón. Y luego puros mundiales sin bandera chilena. Hasta Francia '98. Y ahora este, el más lindo de todos con presencia tricolor. Sudáfrica "veintediez". Todo una vida en torno a los mundiales. Siendo el más atractivo, para mí, el de México '86. Porque era más niño y porque vi a Maradona en su esplendor.

Cada Mundial trae consigo una propia historia. España '82: el primer gusto por el fútbol y su historia, conocer a los jugadores y la tradición futbolera. México '86: el maravillamiento, el asombro, la mano de Dios y el deseo de querer ser futbolista. Italia '90: el desencanto, la traición napolitana, el fútbol como negocio. Estados Unidos '94: el no entender por qué un jugador muere a balazos, el comprender por qué los norteamericanos no vibran con este deporte. Francia '98: la fiesta de los chilenos endeudados en París y viendo Chile - Italia junto a mi viejo en su lecho de muerte. Corea-Japón '02: que el orientalismo no es más que Occidente más tecnología y mucha disciplina. Que los samurais es a los nipones lo que los huasos a los chilenos, que es preferible ver la final de un Mundial que ir a empelotarse al Parque Forestal. Alemania '06: con cables pelados, enfermo en cama, aburrido de ver fútbol intrascendente y calculador. Sudáfrica '10: el deseo y el gusto de ver que el fútbol ofensivo termina por imponerse al fútbol defensivo, y ahora, con un niño en brazos que se asusta cuando su padre grita como loco un gol de Chile.

Ya tengo avisado en casa que el 2014 nos vamos a Brasil. Como sea. En auto, camión, avión o bus. En carpa, hotel o residencial. Que será época de trabajo. Y qué. Que el niño será muy niño. Y qué. Que las favelas, que los locos, que toda Sudamérica estará allá. Y qué. Será mi primer mundial en vivo. Ojalá con Chile en cancha. Y ojalá que pueda estar, entonces, para contarlo.

miércoles, 16 de junio de 2010

El Parque Bustamante

Los niños que vivíamos en las calles aledañas al Parque Bustamante solíamos matar las tardes de verano entre sus verdes pastos y jardines y en ese gran hoyo de cemento que, dicen, alguna vez fue una inmensa pileta de agua, de no más de un metro de altura. Años después, cuando ya éramos jóvenes despuntando a la vida seria, la Municipalidad de Providencia convertiría ese lugar en una gran pista de juego para los skaters provenientes de todos lados de Santiago. Por entonces, el parque había dejado de ser un lugar de disfrute infantil y se transitaba por ahí más como de paso, como una suerte de intermedio entre el lugar de partida y el lugar de llegada. Pero cuando éramos niños fue un privilegiado lugar de llegada a tan solo a unas cuadras de la casa familiar.

El Parque Bustamante es una larga faja que consta de unas tres manzanas de dispar extensión, desde la estatua de Baquedano hasta los juegos infantiles casi al llegar a la calle Marín. Antiguamente pasaba por ahí el tren hacia Puente Alto, cuando Santiago tuvo la oportunidad de ser una ciudad moderna, con un sistema de trenes suburbanos similar, aunque más acotado, al de Buenos Aires. Nosotros vivíamos muy cerca de la parte del parque donde aún existe un gran escenario disponible para diversos espectáculos. Ese lugar con una gran explanada de tierra, donde en más de alguna ocasión jugamos eternas pichangas, pronto va a desaparecer para dar paso a la construcción de un gran Teatro Municipal, moderno y espacioso, como alternativa artística al que existe tradicionalmente en la comuna de Santiago Centro.

El Parque Bustamante fue el lugar en donde giraba gran parte de la vida comunitaria que algunas familias del sector pretendieron llevar en torno a la Parroquia Italiana. Allí, los niños de la “comunidad” nos educamos, ya sea en el propio jardín infantil de la iglesia o en el mítico Liceo a unas pocas cuadras, casi en la esquina con Santa Isabel. Los domingos nos llevaban a la misa de diez, porque la de las once era en italiano y a la de las doce, nos decían, iban los paltones del barrio y eso resultaba desagradable. La misa de las diez, además, era la organizada por el grupo scout de la parroquia, donde participaban todos mis hermanos. Además, después quedaba tiempo para organizar el almuerzo familiar. En la misma parroquia había un sector, también, en donde trabajaban mis tíos en la oficina de acogida a los inmigrantes y en el fondo de una bodega había un gran piano en donde mi hermano mayor ensayaba algunos mínimos acordes de Beethoven o Mozart. En ese contexto, éramos nosotros, los niños pequeños del barrio, los actores obligados de la fiesta navideña, disfrazados de rey mago, apóstol o niño Jesús. Éramos nosotros, los niños del barrio, los animadores del fogón de Navidad y los participantes entusiastas del gran bingo bailable de fin de año. Pese al contexto de una infancia signada por una dictadura militar, los adultos organizados en torno al catolicismo quisieron marcarnos con la idea de una educación religiosa, sencilla, simple y fraterna, con un cierto grado de protección respecto a la violencia soterrada de “allá afuera”. Pero en el caso nuestro, todo eso se fue apagando poco a poco por un quiebre familiar abrupto que fue confinándonos, silenciosamente, a una vida dentro de cuadro paredes, con escaso acento en la vida social. Como si no hubiese bastado la sombra de una bota militar que pisoteaba, a diario, violentamente, una infancia manchada por las noticias de muerte, dolor y desapariciones, una infancia de juguetes rotos y juegos prontamente acabados.

Pese a todo, el Parque Bustamante fue de esos lugares necesarios para una buena infancia. El lugar de esparcimiento y encuentro de gente de diversas condiciones sociales: desde los que vivían en las grandes casas hasta los que bajaban de los edificios aledaños pasando por quienes vivían en los ya casi desaparecidos conventillos del sector. Fue el espacio necesario para salir de las paredes del asfixiante hogar. El rincón donde podíamos estar solos sin que ningún adulto nos dijera lo que debíamos o no debíamos hacer. Entre sus, por entonces, frondosos jardines, íbamos a cazar mariposas, a columpiarnos eternamente y a pegarle a una pelota a la esquina de un arco imaginario, formado por un árbol y una polera. El Parque Bustamente fue el necesario lugar para comenzar a extender las fronteras de la infancia. Ese espacio que inicialmente era un gran cuadrante formado por las calles Seminario, Marín, Av. Providencia y Salvador se extendía gracias al Parque. La frontera se corría un poco más y nos acercaba a la Avenida Vicuña Mackenna, donde, nos decían, la vida transcurría más salvajemente, más desprotegida, más peligrosa, en torno al comercio y el paso de las viejas micros, a los lanzas y la gente de "mal vivir". De allí llegaban a veces el olor de los gases lacrimógenos y las historias de robos y raptos, la sensación de una vida mucho más amplia y compleja que prontamente comenzaríamos a descubrir. El Parque Bustamante fue el muro que luego iríamos a derrumbar para dar paso a la verdadera ciudad.

martes, 1 de junio de 2010

El nombre y la tinta del poder

Este film documental se estrenó en nuestro país en 2008. Su difusión a través de los medios fue escasa. El mismo El Mercurio y, extrañamente, también La Tercera, los principales periódicos del país, con suerte fijaron su existencia en cartelera. Estos gigantes comunicacionales pagaban así con su silencio cualquier posible ofensa. Tras su milagrosa permanencia por varias semanas en el circuito alternativo de cines (entiéndase por esto las salas Normandie y Alameda, principalmente), salió prontamente a la venta en kioscos a través de The Clinic. De ahí en más, su vida pública se remite a la de los foros universitarios y las clases de periodismo, si esos profesores encargados de enseñarles a sus estudiantes están pensando, efectivamente, en la buena y necesaria formación de sus futuros profesionales.

El diario de Agustín habla, por sobre todo, del poder. Del poder que no se toca. Del poder que es capaz de acallar, mentir e inventar para seguir manteniendo su poder. Del poder del ejercicio periodístico a la orden de una ideología. Su tesis y sus argumentos son claros. Su verdad es terrible. No hay color político que lo pueda desmentir. Y, sin embargo, sigue actuando. Un estudiante me comenta en los pasillos de una universidad que, inesperadamente, tras ser anunciada su proyección a través de Televisión Nacional de Chile, de un día para otro, simplemente no se dio. Y nadie dio explicaciones. Y si las dieron, no apareció en los medios. Millones de chilenos se quedaron sin verla de manera gratuita por la pantalla abierta. Su incomodidad, su verdad que incomoda, la hace no solo un objeto molesto. Su incomodidad no hace más que reafirmar su importancia y necesidad para una sociedad que aún, veinte años después de recuperada la democracia, sigue manteniendo y reafirmando las distancias entre ricos y pobres, informados y desinformados, poderosos e hijos de vecino, una sociedad cuyo eje es la desigualdad, una sociedad cuya base son unas centenas de familias añosas que se resguardan entre sí.


El diario El Mercurio sigue siendo hoy un diario poderoso y eso las nuevas generaciones lo tienen que saber. Y, sobre todo, tienen que saber que aún no se ha desdicho de su pasado como sí lo han hecho otros actores relevantes de la vida pública de las últimas décadas de nuestro país. Su pasado sigue siendo el mejor estandarte de su presente, de lo que ha significado este diario para la vida nacional. Su historia no solo remite a la historia de Chile desde mil ochocientos veintitantos. Su historia es la historia de una familia –los Edwards- y de cómo han ido construyendo a la par nuestra nación bicentenaria. Este documental, por tanto, es solo una parte, la de los últimos treinta años, de una historia mucho más larga y con mayores consecuencias para la forjación de una nación. Entender algo su historia es entender la historia de nuestro país. Si alguien pretende empezar a entenderla en su complejidad, los libros Intervención norteamericana en Chile, La guerra y la paz ciudadana y Cara y sello de una dinastía, nos hablan, cada uno desde su propio rincón, de otras aristas de esta larga historia que ojalá alguien, alguna vez, se atreva a contar de manera articulada.


Un documental como este no solo es un acto refrescante de periodismo y creación audiovisual a la vez. Es también un acto de valentía. Tanto el grupo de estudiantes tesistas de la Universidad de Chile, quienes son los que llevan a cabo la investigación, como el realizador Ignacio Agüero, tienen el mérito de darnos a conocer cuáles son, en parte, algunos de los mecanismos del poder y lo caradura que ha que hay que ser para defender a rajatabla hasta la más mínima cuota de ese poder. Ignacio Agüero merece un comentario aparte. Su filmografía nos tiene acostumbrados a la visión del mundo con ojos bien abiertos. Nos abre ventanas y nos hace pensar. Nos emociona y nos indigna. Cien niños esperando un tren y Aquí se construye son buenos ejemplos de esta sensibilidad documental. Sus obras son simplemente eso: documentos. Pedazos de realidad. Fragmentos de una historia que se nos va y que a veces no queremos entender. Debiéramos agradecer a estas personas su coraje, su talento y su intencionalidad. Gracias a este tipo de trabajos entendemos un poco más, o hacemos el intento de hacerlo, los vaivenes de una nación que al cumplir doscientos años es aún un paño de lágrimas y sangre y un campo en disputa. Un vecino odiado por su altivez de nuevo rico, pero que, sin embargo, sigue siendo aún muy pobre en espíritu. Obras como estas ayudan a enaltecer esa pobreza.