Don Marcelo:
martes, 29 de junio de 2010
Carta abierta a Marcelo Bielsa
Don Marcelo:
martes, 22 de junio de 2010
La vida cada cuatro años
miércoles, 16 de junio de 2010
El Parque Bustamante
Los niños que vivíamos en las calles aledañas al Parque Bustamante solíamos matar las tardes de verano entre sus verdes pastos y jardines y en ese gran hoyo de cemento que, dicen, alguna vez fue una inmensa pileta de agua, de no más de un metro de altura. Años después, cuando ya éramos jóvenes despuntando a la vida seria, la Municipalidad de Providencia convertiría ese lugar en una gran pista de juego para los skaters provenientes de todos lados de Santiago. Por entonces, el parque había dejado de ser un lugar de disfrute infantil y se transitaba por ahí más como de paso, como una suerte de intermedio entre el lugar de partida y el lugar de llegada. Pero cuando éramos niños fue un privilegiado lugar de llegada a tan solo a unas cuadras de la casa familiar.
El Parque Bustamante es una larga faja que consta de unas tres manzanas de dispar extensión, desde la estatua de Baquedano hasta los juegos infantiles casi al llegar a la calle Marín. Antiguamente pasaba por ahí el tren hacia Puente Alto, cuando Santiago tuvo la oportunidad de ser una ciudad moderna, con un sistema de trenes suburbanos similar, aunque más acotado, al de Buenos Aires. Nosotros vivíamos muy cerca de la parte del parque donde aún existe un gran escenario disponible para diversos espectáculos. Ese lugar con una gran explanada de tierra, donde en más de alguna ocasión jugamos eternas pichangas, pronto va a desaparecer para dar paso a la construcción de un gran Teatro Municipal, moderno y espacioso, como alternativa artística al que existe tradicionalmente en la comuna de Santiago Centro.
El Parque Bustamante fue el lugar en donde giraba gran parte de la vida comunitaria que algunas familias del sector pretendieron llevar en torno a la Parroquia Italiana. Allí, los niños de la “comunidad” nos educamos, ya sea en el propio jardín infantil de la iglesia o en el mítico Liceo a unas pocas cuadras, casi en la esquina con Santa Isabel. Los domingos nos llevaban a la misa de diez, porque la de las once era en italiano y a la de las doce, nos decían, iban los paltones del barrio y eso resultaba desagradable. La misa de las diez, además, era la organizada por el grupo scout de la parroquia, donde participaban todos mis hermanos. Además, después quedaba tiempo para organizar el almuerzo familiar. En la misma parroquia había un sector, también, en donde trabajaban mis tíos en la oficina de acogida a los inmigrantes y en el fondo de una bodega había un gran piano en donde mi hermano mayor ensayaba algunos mínimos acordes de Beethoven o Mozart. En ese contexto, éramos nosotros, los niños pequeños del barrio, los actores obligados de la fiesta navideña, disfrazados de rey mago, apóstol o niño Jesús. Éramos nosotros, los niños del barrio, los animadores del fogón de Navidad y los participantes entusiastas del gran bingo bailable de fin de año. Pese al contexto de una infancia signada por una dictadura militar, los adultos organizados en torno al catolicismo quisieron marcarnos con la idea de una educación religiosa, sencilla, simple y fraterna, con un cierto grado de protección respecto a la violencia soterrada de “allá afuera”. Pero en el caso nuestro, todo eso se fue apagando poco a poco por un quiebre familiar abrupto que fue confinándonos, silenciosamente, a una vida dentro de cuadro paredes, con escaso acento en la vida social. Como si no hubiese bastado la sombra de una bota militar que pisoteaba, a diario, violentamente, una infancia manchada por las noticias de muerte, dolor y desapariciones, una infancia de juguetes rotos y juegos prontamente acabados.
Pese a todo, el Parque Bustamante fue de esos lugares necesarios para una buena infancia. El lugar de esparcimiento y encuentro de gente de diversas condiciones sociales: desde los que vivían en las grandes casas hasta los que bajaban de los edificios aledaños pasando por quienes vivían en los ya casi desaparecidos conventillos del sector. Fue el espacio necesario para salir de las paredes del asfixiante hogar. El rincón donde podíamos estar solos sin que ningún adulto nos dijera lo que debíamos o no debíamos hacer. Entre sus, por entonces, frondosos jardines, íbamos a cazar mariposas, a columpiarnos eternamente y a pegarle a una pelota a la esquina de un arco imaginario, formado por un árbol y una polera. El Parque Bustamente fue el necesario lugar para comenzar a extender las fronteras de la infancia. Ese espacio que inicialmente era un gran cuadrante formado por las calles Seminario, Marín, Av. Providencia y Salvador se extendía gracias al Parque. La frontera se corría un poco más y nos acercaba a la Avenida Vicuña Mackenna, donde, nos decían, la vida transcurría más salvajemente, más desprotegida, más peligrosa, en torno al comercio y el paso de las viejas micros, a los lanzas y la gente de "mal vivir". De allí llegaban a veces el olor de los gases lacrimógenos y las historias de robos y raptos, la sensación de una vida mucho más amplia y compleja que prontamente comenzaríamos a descubrir. El Parque Bustamante fue el muro que luego iríamos a derrumbar para dar paso a la verdadera ciudad.
martes, 1 de junio de 2010
El nombre y la tinta del poder
El diario de Agustín habla, por sobre todo, del poder. Del poder que no se toca. Del poder que es capaz de acallar, mentir e inventar para seguir manteniendo su poder. Del poder del ejercicio periodístico a la orden de una ideología. Su tesis y sus argumentos son claros. Su verdad es terrible. No hay color político que lo pueda desmentir. Y, sin embargo, sigue actuando. Un estudiante me comenta en los pasillos de una universidad que, inesperadamente, tras ser anunciada su proyección a través de Televisión Nacional de Chile, de un día para otro, simplemente no se dio. Y nadie dio explicaciones. Y si las dieron, no apareció en los medios. Millones de chilenos se quedaron sin verla de manera gratuita por la pantalla abierta. Su incomodidad, su verdad que incomoda, la hace no solo un objeto molesto. Su incomodidad no hace más que reafirmar su importancia y necesidad para una sociedad que aún, veinte años después de recuperada la democracia, sigue manteniendo y reafirmando las distancias entre ricos y pobres, informados y desinformados, poderosos e hijos de vecino, una sociedad cuyo eje es la desigualdad, una sociedad cuya base son unas centenas de familias añosas que se resguardan entre sí.
El diario El Mercurio sigue siendo hoy un diario poderoso y eso las nuevas generaciones lo tienen que saber. Y, sobre todo, tienen que saber que aún no se ha desdicho de su pasado como sí lo han hecho otros actores relevantes de la vida pública de las últimas décadas de nuestro país. Su pasado sigue siendo el mejor estandarte de su presente, de lo que ha significado este diario para la vida nacional. Su historia no solo remite a la historia de Chile desde mil ochocientos veintitantos. Su historia es la historia de una familia –los Edwards- y de cómo han ido construyendo a la par nuestra nación bicentenaria. Este documental, por tanto, es solo una parte, la de los últimos treinta años, de una historia mucho más larga y con mayores consecuencias para la forjación de una nación. Entender algo su historia es entender la historia de nuestro país. Si alguien pretende empezar a entenderla en su complejidad, los libros Intervención norteamericana en Chile, La guerra y la paz ciudadana y Cara y sello de una dinastía, nos hablan, cada uno desde su propio rincón, de otras aristas de esta larga historia que ojalá alguien, alguna vez, se atreva a contar de manera articulada.
Un documental como este no solo es un acto refrescante de periodismo y creación audiovisual a la vez. Es también un acto de valentía. Tanto el grupo de estudiantes tesistas de la Universidad de Chile, quienes son los que llevan a cabo la investigación, como el realizador Ignacio Agüero, tienen el mérito de darnos a conocer cuáles son, en parte, algunos de los mecanismos del poder y lo caradura que ha que hay que ser para defender a rajatabla hasta la más mínima cuota de ese poder. Ignacio Agüero merece un comentario aparte. Su filmografía nos tiene acostumbrados a la visión del mundo con ojos bien abiertos. Nos abre ventanas y nos hace pensar. Nos emociona y nos indigna. Cien niños esperando un tren y Aquí se construye son buenos ejemplos de esta sensibilidad documental. Sus obras son simplemente eso: documentos. Pedazos de realidad. Fragmentos de una historia que se nos va y que a veces no queremos entender. Debiéramos agradecer a estas personas su coraje, su talento y su intencionalidad. Gracias a este tipo de trabajos entendemos un poco más, o hacemos el intento de hacerlo, los vaivenes de una nación que al cumplir doscientos años es aún un paño de lágrimas y sangre y un campo en disputa. Un vecino odiado por su altivez de nuevo rico, pero que, sin embargo, sigue siendo aún muy pobre en espíritu. Obras como estas ayudan a enaltecer esa pobreza.