jueves, 7 de junio de 2012

Yo sé que ella siempre está conmigo

Se podría decir que mi infancia terminó a los seis años junto con la muerte de mi madre. Pocas veces he escrito o hablado sobre ella. Su voz y su imagen es un fantasma borroso e incierto, que apenas conserva un hilo casi invisible de realidad.

Tengo apenas unos pocos recuerdos vívidos dignos de contar. Una tarde de compras en La Vega, en un emporio llenísimo de mercadería. Otra tarde llegando a la casa con unas cajas de Candy para repartir. Unos días de invierno al cuidado del pobre niño enfermo de peste cristal. Una tarde de lluvia en que los niños decidieron salir a jugar a la calle y volvieron todos mojados y ella nos hizo desnudarnos, nos cambió de ropa y la que estaba mojada la hizo secar en la antigua estufa a parafina que estaba empotrada en la esquina del living. El cumpleaños en que al despertar me encontré a los pies la raqueta de tenis que tanto anhelaba, su posterior abrazo y el beso único que solo las madres dan a sus hijos y que tan pocas veces logré disfrutar. Y el día en que ya postrada en su lecho hospitalario la fuimos todos a visitar y se despidió de cada uno de nosotros, uno por uno, pidiéndonos que no hicieramos rabiar a nuestro padre, que fueramos obedientes y que ayudáramos a nuestra abuelita, de ahora en adelante la Mamita, quien sería la encargada de criarnos y cuidarnos, a estos huerfanitos.

El día de su muerte, una calurosa mañana de diciembre, llegaron Papá y tío Mario con los ojos llorosos a contarnos que ya todo había acabado. Cada uno lagrimeó su propia desgracia de manera desconsolada. El día de su entierro me sacaron de la Iglesia porque mi llanto inundaba toda la escena y hacía aún más patética la congoja familiar.

Ella siempre está conmigo. A veces me viene a ver y hablamos unos minutos en silencio, en medio del silencio de un cuarto que pareciera haberse hecho, así de repente, más silencioso aún en medio de una tarde muerta, una tarde de esas en que pareciera que el cerebro y el mundo se desconectaran por unos pocos segundos, todo quedara paralizado, detenido, frenado, como el abrigo que cuelga por años en un closet polvoriento.

Yo sé que ella siempre está conmigo. Es mi ángel de la guarda, que me ayuda y aconseja, me deja mensajes, notas, avisos, que debo siempre interpretar. Ayer, sin más, se dejó caer por nuestro cuarto y nos regaló un bolsito pequeño de género, de apenas unos tres centímetros cuadrados, en cuyo interior hallamos un recuerdito del bautizo de nuestro hijo junto a una pequeña cruz de plata con un collarcito pequeñito, del porte de una moneda de cien pesos. Fue ella o la Virgen de Andacollo, pero para mí es como la misma cosa. Ambas son mi madre. Ambas tienen el pelo cano. Ambas nos socorren y cuidan, nos ayudan y nos protegen de toda la gente mala de este mundo, de todas esas personas que desean nuestro mal. Es una forma de decir, también, que no nos olvidemos de ellas. Que las vayamos a ver. Al Cementerio General, mamá, para dejarte esas flores blancas que tanto te gustan, y allá arriba, a la cuarta región, subiendo esa montaña, virgencita, para ir a agradecerte por toda tu ayudita.

Acá en esta tierra de seres insensatos, somos felices, intentamos serlo. Gracias a ustedes, lo podemos ser.