viernes, 21 de mayo de 2010

Como en el 70 y el 96

Por tercera vez en su historia, por tercera vez en 51 años de Copa, la U alcanza las semifinales de la mítica Libertadores de América, ese trofeo tan preciado. Dejando de lado al último campeón brasileño. Sin un estadio fijo donde jugar. Haciendo de local en Sausalito, en el Monumental y Santa Laura. Jugando a veces con oficio copero. Jugando a veces mal. Con nueve partidos invicto. Con tres empates a última hora. Ganando en Lima. Ganando en Maracaná. Sufriendo. Sobre todo, sufriendo. Sufriendo como solo este club lo sabe hacer.

La historia no es nueva, pero esta vez tiene condimentos muy especiales. En el año 70, cuando ya se apagaban los últimos estertores del Ballet azul, el gran equipo de los años 60 que ganó todo a nivel nacional, pero que nunca pudo validar sus réditos a nivel internacional, se llegó a las semifinales de la Copa en partido de definición con Peñarol en cancha neutral. Los uruguayos habían ganado en el Centenario y la U lo había hecho en el Nacional. Pero en caso de empate, la diferencia favorecía a los carboneros. Dicho y hecho. 2-2 en el conteo final y las crónicas hablan de un rebote que dio Adolfo Nef, que hubo falta de por medio, que gracias a ese gol tránsfuga los uruguayos recibieron los honores propios de una final que luego no ganarían.

La historia del año 96 la puedo contar más vívidamente porque la viví de cerca como hincha. Se trataba de un muy buen equipo que había salido campeón nacional los dos últimos años y tenía jugadores de experiencia y en su mejor momento futbolístico. Dirigidos por el argentino Miguel Ángel Russo, en ese equipo brillaban -puedo recitar casi de memoria- Sergio Vargas, Cristian Castañeda, Cristian Traverso, Ronald Fuentes, Miguel Ponce, Luis Musrri, Patricio Mardones, Esteban Valencia, Leonardo Rodríguez, Rodrigo Goldberg y Marcelo Salas, junto a Víctor Hugo Castañeda, Walter Silvani y algún otro que se me pueda escapar. Ese equipo nunca ganó de visita, pero clasificó en octavos en Montevideo y en cuartos en Guayaquil. En primera ronda, les ganó a la UC, Botafogo y Corinthians. En octavos eliminó por penales a Defensor. En cuartos dejó de lado al Barcelona ecuatoriano y en semifinales se rindió ante un muy buen equipo como el River Plate de Enzo Francescoli, Hernán Crespo, Ariel Ortega y otros, ante la ayuda poco ilustre, vergonzosa, de un pésimo árbitro ecuatoriano de apellido Rodas, que recordaremos por siempre por su descarada hipocresía de no cobrar uno de los penales menos dudosos y más impúdicos a la vez de toda la historia de la Copa: el de Germán Burgos sobre el Huevito Valencia, que pudo haber cambiado la historia. Esa vez el llanto de impotencia y rabia nos sumió a varios en una mudez de semanas, meses, años.

Catorce años después nuevamente un dichoso equipo azul vuelve a restaurar la alegría de estar situado en estas instancia mayores, entre los mejores equipo del continente. Probablemente menos vistoso que el del 96, pero tanto o más copero. Un equipo adiestrado por el uruguayo Gerardo Pelusso, quien justo hace catorce años estaba dirigiendo a Iquique, luego de un mal paso por Everton, y que llega a esta instancia por segunda vez consecutiva, luego de haber llegado hasta acá el año pasado con Nacional. Es que el tipo ha demostrado que algo sabe. Sabe, por sobre todo, armar un equipo bien estructurado, equilibrado y capaz de desnivelar en cualquier cancha. Tiene, además, a un grupo de jugadores hambrientos de gloria, pero que también saben jugar al fútbol. Se trata de la misma base que llegara a octavos el 2009 dirigidos por Sergio Markarián y a cuartos de la Sudamericana del mismo año con José Basualdo. Ese mismo equipo, cuya base está compuesta por Miguel Pinto, José Contreras, Rafael Olarra, José Rojas, Manuel Iturra, Felipe Seymour, Walter Montillo y José Manuel Olivera, más los uruguayos Mauricio Victorino y Fernández, los argentinos Matías Rodríguez y Diego Rivarola y los chilenos Edson Puch y Eduardo Vargas, junto a algún otro que se me pueda escapar. Sus nombres quedarán marcados a fuego, porque ya forman parte de la historia de este querido club chileno, especial por lo atípico (de origen universitario, pero con gran arraigambre popular; un club que nunca ha contado con un estadio propio y que sin embargo semana a semana moviliza a miles de personas en todos las canchas donde se presenta a jugar), siempre aguerrido y con una mística difícil de explicar.

La U clasifica una vez más a unas semifinales de Copa Libertadores y la hazaña se vive a full en un Santa Laura que es una caldera. Con síntomas de infarto, de pánico. De no querer seguir gritando más para no gastar aún más la voz, porque podemos guardar algo de garganta para la celebración final, esa tan esperada y liberadora de tensiones. Los campeones brasileños hacen méritos para llevarse algo más que un triunfo, pero basta el golazo de sombrero de Montillo para que la U tenga un respiro. Se clasifica perdiendo el invicto, pero se clasifica. El histórico triunfo en Maracaná ha resuelto más de la mitad de la llave. Era una jornada más con las posibilidades de abrochar una clasificación redonda, con autoridad, pero es como si la U no supiera de comodidades y buenos pasares. Todo los logros de este equipo han sido en base a sacrificio, esfuerzo y fútbol. Pero por sobre todo en base a dramatismo. Un dramatismo loco que a veces emociona hasta las lágrimas.

Terminado el partido varios decidimos descansar un rato. No solo esperando que las siempre estrechas salidas del recinto estén más fluidas, sino que simplemente tratando de reconstituir al menos una parte de una campaña histórica, especial, de cinco triunfos (tres de ellos en el extranjero), cuatro empates (tres de local) y una derrota que, sin embargo, significa el paso a la instancia de los cuatro mejores, con el derecho a seguir soñando por dos meses más cuando se reanude el campeonato, para enfrentar a los mexicanos de las Chivas de Guadalajara.

Terminado el partido sobrevienen los abrazos y las despedidas. Escuchamos de regreso el relato del gol de Montillo y luego la conferencia de prensa. Y tenemos un momento de relajo para dejar decantar algunas de las cosas que aquí se expresan, como también para poder liberar algunas de las tensiones acumuladas durante estos noventa minutos del deporte más hermoso del mundo. Y mañana trataremos de revivir en los diarios la historia de una Copa vivida desde adentro. De goles gritados de manera eufórica. De uñas gastadas. De saltos y cantos. De insultos y rabias. De sueños e ilusiones.

martes, 18 de mayo de 2010

Salir a pasear, salir a jugar

Una mañana de domingo de comienzos de la década del 80, el tío Renato nos llevó a mi y a mis pequeños hermanos (uno, dos años menor; la otra, dos años mayor) a los juegos del Parque Forestal, casi frente al Museo Bellas Artes. Junto a nuestras primas pasamos unas horas columpiándonos y trepando unos largos bloques de acero. Era común jugar con nuestras primas de más o menos la misma edad nuestra; lo que no era común era haber llegado hasta allí: una de las cosas que marcaron nuestra infancia fue el encierro. Por eso, cada vez que salíamos a algún lugar de la ciudad esta quedaba grabada para siempre no tanto por sus propias características llamativas sino que por lo novedoso del asunto. El hecho mismo de salir del hogar.

El niño, por lo general, vive la mayor parte de su tiempo encerrado. Si en los primeros años los motivos se relacionan con la preocupación por posibles enfermedades, el frío o la absoluta dependencia, en los años posteriores se relaciona con la inserción en las instituciones educativas que lo acogen y moldean. Solo quedan las horas muertas de la tarde y las horas muertas del fin de semana. A nosotros nos tocó, además, una simbólica forma de encierro. Tuvimos una madre fallecida muy tempranamente y un padre que a partir de entonces se fue recluyendo cada vez más hasta el más absoluto y asocial de los enclaustramientos, acarreando consigo, en parte, a sus pequeños huérfanos, debidamente educados para conservar el respeto y no hacerlo rabiar, según nos había pedido nuestra madre el día de su despedida en su lecho de moribunda. Dadas esta circunstancias tan poco afortunadas, salir más allá del patio o de la acera del frente o del otro parque que apenas quedaba a dos cuadras de la casa se convirtió, entonces, en todo un suceso precisamente por su escasez.

Muy pocos fueron lugares que visitamos junto a nuestro padre. La vida, después, nos regalaría otros momentos de compañía. Pero esto hizo que la ciudad la descubriera mucho más tarde, ya con doce o trece años, cuando recién pudiera valerme con independencia. Por entonces, el clásico paseo dominical consistía en ir al Cementerio General a ver a nuestra madre y a nuestro abuelo y a una prima muerta de diabetes con apenas nueve años, a quien no alcanzamos casi a conocer. Comprábamos flores en Arzobispo Valdivieso al llegar a Avenida Recoleta y caminábamos unos diez minutos a paso lento y en silencio hasta la tumba familiar, en donde cumplíamos el rito de cambiar las flores podridas por las nuevas con agua sacada de unos tambores gigantes. Luego rezábamos algo, probablemente hacíamos algunos pequeños recuerdos y el resto del tiempo lo pasábamos corriendo y saltando sobre montículos de tierras, jugando a las escondidas en medio de las otras tumbas, revisando los nombres, las estatuas y tratando de descubrir algún mausoleo abierto. Desde entonces, supongo, proviene esa extraña fascinación que más tarde sentiría por los cementerios, como si su aire rancio a flor desencajada, su silencio apagado y su inquieta tranquilidad brindara la misma paz que nos daba entonces, un poco menos juguetones, cuando ya volvíamos a casa enfilando por Avenida Perú y luego por Purísima, para encontrarnos con esa casa que tanto nos gustaba, la casa cuya entrada de mosaico era una gran escalera, y un poco más allá pasar por ese Parque Forestal donde nunca bajaríamos porque ya era hora de ir a almorzar.

Hubo muchas ocasiones en que pudimos conocer otros lugares: el Zoológico, por ejemplo, una helada mañana en medio del Cerro San Cristóbal, o el barrio Franklin, cuando buscábamos alguna loza de baño que reemplazara a la que se había roto producto del terremoto del 85. Pero así fueron, sin chistar, nuestros escasos paseos por la ciudad junto a nuestro atribulado padre. El resto del tiempo, la mayor parte del tiempo, lo vivíamos recluidos, inventándonos juegos con los pocos niños que habían en el barrio, viendo en las mañanas los dibujos animados norteamericanos y japoneses y Sábados Gigantes a la hora de la once, y los domingos el Magnetoscopio musical y el Jappening con Já, que eran algunos de los escasos programas que animaban la subdesarrollada oferta televisiva de tres canales. Lo otro era jugar solo, en la más absoluta y hermosa de las soledades, quizás, la mejor forma de entretención del niño, rodeado de sus propias inventivas y reglas, con cuentos que nadie le cuenta, solo él.

Las otras salidas a jugar corrían por cuenta de nuestros tíos Renato y Nancy, cuando en un arranque de bondad nos sumaban a sus hijas o junto a los padres de los primeros amiguitos. En una ocasión, la tía Nancy nos llevó un día al circo en plena Plaza Baquedano, en el mismo lugar donde hoy se emplaza el celular gigante de la Telefónica. Con la mamá del Figueroa, en cambio, amigo de barrio y de escuela a la vez, pasamos una tarde entera en Fantasilandia, en el Parque O'Higgins, una tarde de esas de sábado, largas, intensa e inolvidables, para volver exhaustos a casa, de noche, a dormir felices.

El mapa imaginario que por entonces era Santiago se fue completando más tarde, como un puzzle suspendido en el tiempo, a medida que la sociabilidad escolar se acrecentó, pero por entonces salir a pasear, salir a jugar podía considerarse apenas un eufemismo, una gota de risa en medio del panorama desolador de una casa habitada por la muerte y una ciudad custodiada y fisurada por el ruido de las botas militares. Una casa en donde la palabra juego siempre tuvo una pequeña mancha, algo de adultez abrupta, temprana, no invocada sino presencial, fantasmal, como el letargo de un juguete roto. Y una ciudad en donde el caceroleo en medio de la noche oscura era un juego peligroso por los sapos y las balas perdidas. En este contexto, salir a pasear, salir a jugar significaba liberarse de unas paredes altas y oscuras. Un mínimo arresto de felicidad. Los primeros escarceos de una adolescencia callejeada que más tarde vendría a revertir el tiempo agrio del pequeño reo enjaulado.