miércoles, 14 de octubre de 2009

Anoche, horas después de haber ido al estadio

Terminé de escribir esta historia. Al fin. Tengo 30 años y ya me siento capaz de decir, con toda seguridad, que he podido dar un punto final.

Fue anoche. Pero antes, debo decirlo, fui al estadio. En la tarde. Sí. Allí me sacudí de algunas bajas pasiones y a la salida encontré una revista del año 62 que andaba buscando hace muchos años y que me la vendió un tipo que tenía un visible tajo en la cara. Me dio su tarjeta y me dijo que tenía muchas más en su casa. Le pregunté por una del año 40 con la formación de la U campeón que necesitaba con urgencia y me dijo que también la tenía.

No me aguanté. Lo esperé a la salida, hasta que se fuera el último hincha y lo acompañé a su casa. Hacía calor y tenía sed. Bebí muchas cervezas. De todo tipo y sabores. El tipo de la cara cortada resultó ser un gran bebedor y conversador. No me moví de mi asiento, sino que apenas para ir al baño en unas cuatro o cinco ocasiones. Lo recuerdo muy bien. Estábamos en una mesa bebiendo cerveza y fumando, fumando mucho, pues el humo también es importante a la hora de hablar. Pudo haber sido café, también, pero esta vez bebí cerveza, muchas cervezas, pues no hay nada mejor en verano que una cerveza bien helada.

Pero todo esto es quizás anecdótico. El cuento es que anoche terminé de escribir esta historia. Fue llegando de Puente Alto muy avanzada la noche. Llegó un punto en que el tipo de las revistas me pareció insoportable y decidí partir. Recorrí gran parte de la ciudad en colectivos, pues ninguno me llevaba directamente hasta mi casa. Por lo tanto, abrí y cerré tres puertas en tres esquinas distintas. Lo curioso –y esto, para comprobar que dentro de acciones aparentemente sin importancia y sin mayor conexión, es posible encontrar alguna relación-, lo curioso, decía, es que siempre me tocó ir en el asiento del medio. De esta manera, involuntariamente, varias veces me vi cruzándome con los ojos del conductor a través del espejo retrovisor.

Pero esto tampoco tiene mayor importancia. Lo rigurosamente cierto es que no encontré ninguna verdad relevante en los ojos del conductor de cualquiera de los tres colectivos que tomé. En cambio, lo que sí verdaderamente me ayudó fue la sopa que me sirvió mi esposa una vez que llegué a la casa y luego de haber caminado una media cuadra. Porqué digo esto último, algo que aparentemente no tiene mayor importancia. Pero la verdad es que sí. Sí tiene importancia. El hecho de que haya caminado media cuadra antes de llegar a mi casa dio pie a que mi esposa me sirviera una rica sopa de pollo, aún cuando ella me esperaba en bata y eso, a veces, suele ser irresistible.

Hacía frío. Ese es el punto. Y no otro. Se comprenderá, por consiguiente, que habiendo estado en la casa de un desconocido bebiendo muchas cervezas hasta el punto de no recordar cuántas, habiendo recorrido la mitad de la ciudad en tres colectivos distintos –siempre en el asiento del medio- y habiendo tenido contacto directo con un frío aire de verano, todo esto únicamente por el afán de apropiarse de una revista del año 40, resultara el hecho de que mi querida esposa –llevamos pocos años de casados- tomara la decisión de servirme una sopa.

El ejercicio del matrimonio ha llegado hasta tal punto que, sin hablarnos, ella sabía que era extremadamente importante –en ese minuto- tomarse una sopa. Esta, en todo caso, ya estaba hecha. Solo había que calentarla. Pero esto último pareciera que tampoco reviste mayor importancia. Es más, cualquiera podría apuntar que este hecho carece, en toda su dimensión, de total relevancia dentro de esta historia. Y creo, en efecto, que no dudaría en señalarle a este eventual crítico, que verdaderamente tiene toda la razón. El hecho de que la sopa ya estaba hecha y solo había que calentarla, de verdad, no tiene mayor importancia. He decidido nombrarlo aquí, en este punto de la historia, para que no se creyera que este poco perfilado personaje –mi joven esposa- rayara en la bondad y perfección extrema. Si lo dije, fue para que se advirtiera un dato no menor: si la sopa no hubiera estado hecha, mi esposa en bata no me hubiera dado nada y yo, sencillamente, hubiera ido a parar en seco a la cama y no hubiera terminado de escribir, anoche, mi historia.

Así que tanto la sopa como mi esposa en bata tienen un rol fundamental dentro de todo lo que sucedió anoche, aunque después me haya olvidado de la bata. Por qué. Porque esperando la sopa fue, sin ir más lejos, que prendí el televisor y justo –créanme, no miento, aunque parezca cuento-, justo estaba comenzando una película. Se trataba de Scarface. Con Al Pacino.

(¿Será necesario hacer esta nota? Ah, bueno, por si alguien no sabe: Scarface es la historia de un cubano anticastrista refugiado en Miami que, empezando de cero, se arma su propia vida en medio del oscuro ambiente de las bandas de narcotraficantes. Se podría decir que se trata de una apología del manoseado tema del sueño americano, del suelo de las mil oportunidades, del hazlo tú mismo, solo depende de ti. Claro que, como se trata de la mafia, con un final catastrófico).

Pues bien, a estas alturas más de alguien se estará preguntando qué tiene que ver Al Pacino con todo esto. Y la verdad es que este hipotético lector tiene, sin duda, toda la razón. Creo que yo me haría la misma pregunta.

Con toda confianza puedo señalar que anoche terminé de escribir una historia que rondaba hace mucho tiempo por mi cabeza, algo realmente relevante para mi vida de 30 años con olor a cerveza –sobre todo si me pongo a pensar en cuáles han sido los aportes que he hecho a la sociedad a lo largo de estas tres décadas de vida- y que no hubiera podido concluir si anoche, por casualidad, no hubiera visto esa película.

Qué puedo decir. Quiéralo o no, uno establece relaciones afectivas con ciertas cosas y yo, en lo que nos compete, me encariñé con la historia de Tony Montana, el mafioso de origen cubano. A veces, los nexos llegan a ser ridículos. Tony –me permito llamarlo por su nombre- tenía una cicatriz en la cara igual que el tipo de las revistas a la salida del estadio; yo, tengo una en el estómago y otra en un brazo. Tony estaba empezando algo grande, como ellos dicen; yo estaba terminando algo grande. Por lo tanto, no podía dejar de sentirme cercano a este personaje. Sin dejar lugar a dudas, puedo señalar que haber visto anoche Scarface tomando una sopa de pollo servida por mi esposa resultó vital para poder concluir mi historia.

Fue anoche. Al fin. Tengo 30 años y ya me siento capaz, qué duda cabe, de dar un punto final a mi historia. La historia de un hombre de 30 años que colecciona revistas Estadio de hace 30 o más años y que busca por todas partes aquellas tapas donde salen las formaciones de los equipos de la Universidad de Chile los años que salió campeón. La historia de un hombre que compra una revista del año 62 a la salida del estadio, se hace amigo del librero que vive en Puente Alto y tiene en su casa una Estadio del año 40 con la formación del primer equipo de la U que salió campeón. La historia de un hombre que logra completar su colección después de años de búsqueda, que tiene un tajo en la cara del estómago, le gusta fumar, conversar y tomar cerveza al mismo tiempo que se da el lujo de escribir una historia. Pero, en fin, esto, definitivamente, es otra cosa. Ya no tiene mayor importancia. Tal vez lo importante radique en la sopa de pollo.

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