lunes, 30 de mayo de 2011

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U había pasado casi un año desde que le venía insistiendo que me llevara alguna vez. Escuchaba los partidos por la radio y mi única imagen era la que me proporcionaba el audio del relator de Radio Minería -cuyo nombre no recuerdo, pero que me suena a Carlos Alberto Bravo con su "maravilloso, maravilloso..."- y la de los micrófonos ambientales. El Nacional y Santa Laura, en esas transmisiones, semejaban unos gigantes y colosales recintos repletos de gente enfervorizada y hambrienta de buen fútbol y horas de entretención en medio de las vacías tardes ochenteras. Algunas de esas transmisiones radiales son más vivas que muchos de los cientos de partidos que más tarde iría a ver. Aún recuerdo como si hubiera estado en medio de la tribuna un partido de la U con Naval en Santa Laura que ganaban los de Talcahuano por 4-1 y que terminaron ganando los azules 5-4. O un clásico veraniego con Colo Colo que terminó 0-0 una noche calurosa de diciembre o de enero y que fue escuchada en la casa de mis primos, mientras los mayores festejaban algún evento alrededor de una parrilla.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U tenía 9 años, un día de abril de 1985. Fuimos junto a mi padre, mis dos hermanos mayores y yo. Fue tanta la insistencia que decidieron incluirme esta vez en la comitiva que era más o menos asidua a los grandes eventos deportivos. Es decir, unas tres o cuatro veces al año, según mis cálculos. Mi padre dejó el Pan de Molde estacionado a unas cuadras del Nacional -en esa época en que los autos estacionaban aún frente a las boleterías- y con su nerviosismo habitual -cigarro en mano- se preocupaba de que no me perdiera, mientras mis hermanos conseguían las entradas. Por alguna extraña razón, como si hubiesen sido empujados por la gente, mis hermanos pasaron por el primer control de tickets, ganándose un gran reto, ya que tuvieron que pasarnos los otros boletos por entre medio de las rejas. Así fue como en mitad de esa adrenalina próxima al comienzo de todo evento, nos dirigimos a paso firme hasta la galería sur, en el pedazo de pizza destinado a la parcialidad azul.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U la primera visión fue de impacto. Subir las escaleras a paso firme y desembocar en una de las tantas puertas y encontrarse con ochenta mil personas de un solo golpe es algo que un niño de nueve años no olvida jamás. Pero esa sensación rápidamente se traspasó a una dominada por el sentirse superado en número. Ver todas esas banderas blancas ocupando al menos el 75% del estadio, incluida gran parte de la galería sur, desde el Tablero Marcador hasta la Marquesina, no dejó de ser un hecho que me hizo ver que mi equipo, si bien sabía era importante en calidad y en seguidores, no dejaba de ser uno más del montón comparado con ese tremendo respaldo popular del cual gozaba Colo Colo. Hoy, milagrosamente (en un proceso que se empezó a dar rápidamente a fines de los ochenta y comienzos de los noventa), esa brecha se ha disminuido y hasta dado vuelta: la U es, desde hace años, el equipo que lleva más gente a las canchas, bordeando, en promedio, las veinte mil personas por cada partido de local.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver a la U el clima era agradable, aún no hacía frío y la ciudad se veía linda desde arriba. Ese día, también, como toda primera vez, se caracterizará por siempre por ser uno sobre el cual se tienen determinados y absurdos recuerdos, afines a la mente de un niño. Veamos. Ganó Colo Colo 2x1 y el segundo gol lo hizo Carlos Caszely. Mi padre reclamó airadamente offside, pero el árbitro no lo escuchó. A mí también me pareció, pero aún así mi equipo se veía superado en la cancha y creía que perderíamos igual asumiendo, sin saber por qué, un pesimismo que continuaría por años. Y así fue. La U perdió como tantas veces en esos años. Pero había un partido de fondo. Un amistoso. Jugaban Chile y Perú. Entre otros, con Patricio Yáñez y Teófilo Cubillos en cancha. En el papel, condimentaba con palabras mayúsculas la jornada doble programada para ese día otoñal. Pero el partido había perdido todo interés para la parcialidad azul, entristecida y rumiante aún por la forma en que se perdió, lo que hizo que algunos comenzaran a armar barullo. Nosotros estábamos sentados bien arriba y un tipo que estaba al lado nuestro tiró una manzana o algo así para abajo, a la altura de donde se ponía el Chuncho Martínez y el grupo que organizaba la Barra Oficial, y el sujeto al que le llegó no hizo mejor cosa que subir y pegarle un tremendo combazo al tipo que estaba justo al lado nuestro. Asustados, toda esa fila terminó siendo violentada también, porque el sujeto que recibió el golpe no se quedó con chicas y respondió, generando movimientos bruscos y espaldarazo de por medio de uno de los combatientes contra mi pequeña espalda pasada a llevar. Algo así como un pancorazo, pero de espalda grande contra espalda chica. Mi padre ya había refunfuñado bastante y nos dijo que ya era hora de irse. De hecho, mucha gente se había ido apenas terminado el primer partido y, poco a poco, durante todo el segundo encuentro. Pero creo haber sido yo el que le rogó que nos quedáramos un poco más. Para mal. Ya que a los pocos minutos de esta gresca, comenzó una tímida lluvia de proyectiles de arriba a abajo y viceversa que hizo que la situación se hiciera rápidamente insostenible. Desde todos los tipos de frutas de la estación hasta sandwiches y envases de yogurt. El partido de la Roja, hace rato, había pasado a segundo plano. En esas circunstancias, fue natural que alguno de esos ridículos proyectiles poco contundentes llegara hasta nuestro entorno inmediato. Y así fue. A mi padre le llegó un pedazo de papa en la pelada y a mí una bolsa chica cuyo contenido es indescriptible y que siempre expliqué de una sola forma: como a las pocas semanas se desencadenó en mi escuela una plaga de piojos y liendres y fuimos unos ocho los que tuvimos que usar Lindano, para mí, estaba seguro, aquel proyectil que cayó suave sobre mi pelo no fue otra cosa que una bolsa de piojos. Entonces mi padre dijo basta. Cigarro en mano, irritado, exclamó: "Chicos, nos vamos. No vuelvo nunca más al estadio". Y nunca más volvió.

El día que mi padre me llevó al estadio a ver la U fue la única y última vez que fui con mi padre. Once años después, cuando los azules llegaron a semifinales de Copa Libertadores contra River Plate estuve una semana tratándolo de convencer de que volviera a las canchas. Pero no quiso. Un no era un no y ya no había nada más que hacer. Había sido testigo del Ballet Azul, de los difíciles años '70 y '80 y ya parecía suficiente. Mi padre era hombre de palabra. Hace unos días llevé a mi hijo al estadio a ver a la U por primera vez. No lo va a recordar, porque es muy pequeño, pero estaré yo para refrescarle la memoria. Además, estoy seguro de que volveremos varias veces en el futuro. Es algo demasiado importante como para que ocurra solo una vez. Solo así, cuando tenga voz, podrá construir su propio relato de la primera vez que su padre lo llevó a ver a la U.