miércoles, 29 de abril de 2009

El coleccionista y su arsenal de máscaras

Ayer completé mi álbum de la U. No fue emocionante. No compré ninguna lámina en ningún kiosko. No me demoré semanas. No alcancé a llenar el cuadro de las láminas que ya tenía. Ni siquiera alcancé a leer las breves reseñas que acompañan las figuritas. Fue todo demasiado rápido. Sucedió en menos de veinticuatro horas: el lunes fui a Salo, compré el álbum, más dos paquetes de 25 sobres cada uno y a la noche comencé a llenarlo. Extrañamente, ninguna lámina se repetía. Luego se hizo tarde y ya era hora de acostarse. Al día siguiente, en vez de revisar los contenidos que debía pasar en la clase que tenía más tarde, me dediqué a completar mi álbum, rompiendo sobre tras sobre, compulsivamente, ¡hasta que se llenó! Luego, después de mi clase, después de haber despachado con prontitud a mis estudiantes, caminé rápidamente en dirección a Salo a canjear mis premios por el álbum completo para recibir de regalo un poster gigante, unos stickers y un set de chapitas. Además, debía escoger otro álbum. Había dos posibilidades: uno de alienígenas y otro de una cantante pop teenager. Pensé en las mellizas sobrinas de la Ale y me llevé este último para regalárselas. ¡Y sería todo! ¡Se acabó la emoción! ¡Mi placer culpable duró demasiado poco!

Dice Walter Benjamin que es propio de los niños el coleccionar cosas. El niño es, además, un paseante curioso y un alegorista a la vez. El niño vive en la antigüedad de cada día. Para él, todas las cosas son naturales y están dotadas de una fuerza catatónica. Su relación con las cosas es totalmente mimética. Al niño le gusta conservar las cosas, imitarlas y luego enmascararse con ellas; todos sus enseres o adornos forman una especie de almacén, un “arsenal de máscaras”. Para el niño, cada cosa vive, está llena de ojos y oídos, es así como se inicia en la secreta vida de los objetos ordinarios y construye una jerarquización de cosas, ordenándolas y desordenándolas.

Benjamin señala que el mundo de la infancia es un mundo socialmente inaccesible, su mitología se disuelve en el espacio de la historia. Por lo tanto, la recurrencia a los más oscuros recreos de la infancia solo puede ser posible a través de la apropiación de las energías inconmensurables del sueño, es volver al “sueño del pasado”.

Supongo que coleccionar un álbum ya siendo adulto tiene relación con volver a ese sueño del pasado. Por alguna secreta razón queremos volver a ser niños y el coleccionismo pareciera ser una puerta de entrada que lo permite, en tanto manera de enfrentar una realidad que a veces se vuelve difusa. Hay algo de obsesión. Hay algo de carencia. La afectividad se trasvasija en bienes de consumo desechables, pero que adquieren un valor simbólico. Como si nos negáramos a que el tiempo pase. Como si quisiéramos enraizar el pasado en el presente. Como si fuese necesario contemplar un pequeño tesoro. En este sentido, siempre he pensado que el coleccionista es una manifestación de lo más humano: no solo por la solapada avaricia que le ronda, sino que también por la trágica necesidad de aferrarse a algo. Sabemos que ese aferrarse a es siempre un deseo inalcanzable. Los psicoanalistas, tan especiales ellos, lo asocian a la madre: el niño que se aferra a sus brazos, el niño que se aferra a su pecho. He ahí, entonces, una pequeña desgracia del ser humano. En contraposición, aparece la figura del santo. Este, a diferencia del ser humano, no necesita aferrarse a nada. Siempre he admirado a este tipo de personas: el asceta es libre, porque se ha desprendido de todo. El coleccionista, en cambio, se vuelve preso de sus colecciones hasta que estas lo abandonden.

He llenado mi álbum y siento la alegría de haberlo hecho. Es más, es el primer álbum que he llenado en mi vida. Cuando chico, la mesada siempre se hacía insuficiente para comprar los sobres y a veces era más importante un helado que una lámina. Cuando grande, con mi primer sueldo, coleccioné un álbum histórico de la U, pero me faltó una lámina. Y ahora, con un álbum ya lleno, la alegría dura poco y se siente un pequeño vacío que tardará en ser llenado. Es extraño, pero creo que coleccionar, a la larga, hace mal. Te vuelve arisco, monotemático y oscuro, y el sueño de la infancia se acaba rápido. Mejor intentar ser un santo.

lunes, 13 de abril de 2009

Gran Torino

Hay películas que uno va a ver una vez y parece suficiente. Luego las olvida y ni siquiera recuerda cómo se titulaban. Pero también hay películas que uno quisiera volver a ver aún recién vistas. Son esas películas que resuenan en la memoria: quedan dando vueltas, con pequeños detalles que uno quisiera volver a atender o disfrutar o darles una resignificación. Gran Torino (2008), la última película de Clint Eastwood es de estas últimas. Queda en el recuerdo porque está llena de detalles que adquieren sentido nuevo al vincularlos con la experiencia.

Podemos estar hablando ya de un cine de autor. Como otras anteriores, esta película es escrita, dirigida y actuada por Clint Eastwood. Tiene, por tanto, un sello personalísimo. Y esa marca nos habla de un cine fuera de lo convencional, de un cine hecho de gestos e imágenes seductoras y profundas, que esconden detrás no únicamente lo que vemos y oímos de modo superficial sino que otra cosa que dice mucho más. Esa otra cosa es lo que queda resonando.

Es difícil de explicar. Pero no sucede con todas las películas. Ocurre solo con algunas pocas. Algo hay de especial en esta historia que tiene que ver con lo entrañable: a fuerza de ser casi insoportable, solitario, cascarrabias y obtuso, el personaje encarnado por el propio Eastwood se vuelve querible, humano, demasiado humano. Porque ya viejo se da la posibilidad de renacer. En su vida ya casi acabada, con dos hijos estúpidos que apenas le hablan, se proporciona a sí mismo una nueva chance: volver a ser un pequeño héroe. Ya no en las trincheras de Corea en el nombre de una patria tan extrañamente democrática e imperial a la vez, sino que en nombre propio y del otro: el débil inmigrante amenazado por sus propios congéneres en una patria ajena. Para saldar la deuda consigo mismo que lo tiene confinado a una casa llena de latas de cerveza con un garage lleno de herramientas con un precioso Ford Torino verde del año 72.

Esta película pareciera sugerir una actualización de una época distinta. Parece un western en la ciudad moderna. En este caso, en un barrio amenazado por pandillas de inmigrantes en un pueblo cualquiera del medio oeste norteamericano. Y Clint Eastwood es el cowboy que, como señala Juan Villegas en su clásico estudio La estructura mítica del héroe, en tanto héroe, siente el llamado que lo moviliza a la acción. Aquí: defender a un pobre muchacho de las amenazas de una pandilla. En la acción que lo mueve, se esconde la posibilidad de redimirse de su oscuro pasado, de volver a ser padre, de poder morir en paz, sin medallas, sin títulos, sin trofeos, despojado de todo.

Como en Shane, el desconocido (1953), uno de los mejores western de la historia del cine, aquí también hay una relación filial entre un joven y un adulto. Y en ambas, el pistolero ya viene de vuelta y deja un legado. Dice Shane algo así como que "no se puede volver atrás si has participado de una matanza, ya no se es nunca más el mismo. Por eso, un hombre debe ser fiel a su naturaleza." El personaje encarnado por Eastwood, como Shane, es un pistolero, un tipo duro, que sabe que está en sus manos impartir justicia porque nadie más lo va a hacer. Por eso, al final se entrega en su ley. Como el más prominente de los hombres, como el más corajudo y sagaz, en pos de una causa justa. Esa entrega, esa entrega de héroe que siente el llamado y actúa sabiendo que su destino está sellado, también queda resonando. Es el regalo de la posteridad.

Gran Torino es una de las grandes películas de la historia del cine por muchas otras cosas más. Habría que escribir todo un ensayo para eso. Prefiero quedarme con haber tenido la suerte de poder contar aún con tipos dispuestos a regalarte este tipo de minucias estéticas, con tipos como Clint Eastwood que despliegan todo su arte en pos de la expresión más humana, para sacar de ellas las conclusiones que cada uno deba realizar.



jueves, 9 de abril de 2009

Las noches de Copa Libertadores

Esta es una frase que alguna vez le escuché a Julio Matínez. Y con eso, se refería a esos partidos especiales, que trascienden fronteras, en donde lo que se juega es mucho más que un simple partido de fútbol. Detrás de un típico partido de Copa Libertadores no solo hay cincuenta años de historia, hay toda una tradición latina, una manera única de vivir el fútbol, una manera de sentirlo comparable solo a un clásico local o a un partido de la selección nacional que llena la noche aún tibia de comienzos de otoño, como si el verano aún nos quisiera abrazar. Pero ni siquiera eso, es el momento cuando toda América tiene los ojos puestos en ti, cuando se confronta el fútbol de un país con otro, cuando el nivel de la liga local se pone a prueba según te vaya a nivel internacional, y, sobre todo, cuando tu club tiene la posibilidad de ganarse un prestigio y un nombre. Un partido de Copa, en definitiva, tiene que ver con la ilusión.

A nivel local la U lleva de promedio quince mil personas por partido. El 2009, por el Torneo Apertura, los extremos han sido, por la sexta fecha, 5.577 personas para el partido disputado con Iquique en el nuevo Sánchez Rumoroso de Coquimbo y, por la novena fecha, 26.694 personas para el 3-0 a Ñublense en el remodelado Estadio Nacional. Pero por Copa Libertadores, la sensación ambiental cambia. Y cambia mucho. No es lo mismo jugar por el Torneo de Apertura que por Copa Libertadores. Entonces, se vive de manera distinta. Entonces, 34.651 personas llenan de intensidad el ambiente. Entonces, la gente grita, salta y canta, y en eso se le va parte de su vida. Al frente, esta vez, estaban los colombianos de Boyacá Chicó.

Cuando la U sale a la cancha explotan ambos codos del Nacional. Con mi hermano Rodrigo, nos situamos a un costado de la galería norte, próximo al banderín del córner, exactamente en el mismo lugar que hace trece años, en 1996, cuando la U jugaba semifinales de Copa con River Plate. La expectación crece. Tal como en 1970, en las semifinales ante Peñarol, partido que no viví, porque aún no había nacido, pero que forma parte de la historia copera azul. Tal como ante Santos, por los octavos de final de 2005, en la última presentación. Tal como en toda la campaña del 96: U. Católica, Corinthians, Botafogo, Defensor, Barcelona y el ya mencionado River, tras ese fiasco de partido jugado en Buenos Aires y que aún duele.

Hagamos un paréntesis. Hagamos algo de memoria. Ese equipo de la U estaba para ganar la Copa. Era un equipazo. Pero en semifinales nos tocó el equipo argentino con Enzo Francescoli y compañía. Partido de ida en Santiago: 2-2. Goles de Valencia y Salas. Los argentinos empataron al final, con un gol de rebote. Problemas en la tribuna: peleas en Marquesina con la barra visitante. Partido de vuelta en Buenos Aires: 0-1. El árbitro ecuatoriano Rodas no cobra un claro penal a Valencia cuando iban a cero. El gol de River: disparo de Almeyda que rebota en la espalda de Musrri y descoloca a Vargas. La U ataca todo el segundo tiempo. Se escucha por la transmisión televisiva el silencio del Estadio Monumental y los cantos de Los de Abajo. Lo tiene el Leo Rodríguez, pero la saca Burgos. El resultado se mantiene inalterable y chao ilusión. Terminado el partido, la vendetta: los dirigentes de River contrataron a un grupo de matones, quienes en complicidad con la policía reventaron a golpes a los hinchas azules. Vergüenza, rabia, sentimiento de injusticia. Fue la última vez que, motivado por la impotencia de saber que estaba todo escrito, de que era imposible que la U clasificara a la final en ese estadio, lloré, lloré desconsoladamente porque me habían matado el sueño. Desde entonces, la Copa se ha vuelto un anhelo de justicia, de querer reestablecer aquello que ha sido arteramente arrebatado. Desde ese día, la Copa se ha vuelto una obsesión.

Pero volvamos al presente. Se comprenderá, de esta manera, por qué jugar Copa Libertadores emociona, inquieta y apasiona. Ante Boyacá Chicó no solo juegan Pinto, Olarra, Iturra, Hernández u Olivera. Están jugando al mismo tiempo Nef, Carvallo, Vargas, Quintano, Musrri, el Huevo Valencia, el Leo Rodríguez, Socías, Leonel, Campos, Pedro Araya, Goldberg, Salas y tantos otros. De pronto, el primer gol, centro por la derecha de Montillo y gol de Emilio. Un abrazo efusivo con mi hermano, los ojos medios vidriosos que recuerdan, también, aciagos momentos de la vida privada. De pronto, el estadio entero canta, y la alegría se extiende por todas partes. La U juega bien. Es superior al rival y merece ir ganando por más. Todo parece perfecto.

Segundo tiempo, minutos iniciales, gran jugada colectiva por la izquierda. Centro de Emilio y cabezazo del uruguayo Olivera. 2-0 y partido cerrado, queda todo un tiempo para disfrutar. La U toca y toca, de pronto deja jugar un poco más a su rival y apuesta al contragolpe. Bajo el marcador del Nacional aparecen los fuegos artificiales y la celebración anticipada. Al final del partido, error del portero y a cobrar: gol de Pipino Cuevas. 3-0 y ya está lavada la mala imagen dejada en el partido de ida en Colonbia. La U sigue en pie en la Copa. Disputa cada partido e ilusiona. No importa que después aparezcan Gremio, Boca, Sao Paulo o Nacional. La gente cree que se puede llegar lejos. La gente sueña con más noches de gloria, con más noches de emoción. Por eso, el festejo final y ese canto que surge como una súplica, al ritmo de Fito Páez: "Dale alegría, alegría a mi corazón, la Copa Libertadores es mi obsesión... Y ya verás, que todos juntos la vuelta vamos a dar..." Por eso, a la salida, las bocinas, el diálogo alegre y la "pilsen" helada para aliviar la garganta. Cuando todo sale perfecto, las noches de Copa Libertadores te regala estos momentos mágicos y la posibilidad de seguir soñando.

miércoles, 1 de abril de 2009

Releyendo a Vicente Huidobro

A propósito de una reseña que me tocó escribir para una revista, tuve que leer una antología de la obra poética de Vicente Huidobro escrita en español. Es decir, el francés, ¡chao! ¡Chao galicismo mental! Solo español.

La edición, a cargo del poeta Oscar Hahn, realmente es un lujo: contiene lo mejor de la obra del "padre del creacionismo", como rezaba el libro Crecer por la palabra que usábamos en las clases de castellano en el colegio. El criterio es simple: parte con su primera obra declaradamente creacionista, El espejo de agua, de 1916, pese a que llevaba a la fecha otros cinco libros publicados.

Y lo verdaderamente importante de todo esto es que ha sido un agrado volver a leerlo. Sobre todo, por su vitalidad. Más que por su poesía (intensa, intensísima) por la actitud vital que se desprende de ella: ese vigor nietzscheano de querer hacerlo todo, de querer romperlo todo, de querer hacer todo de nuevo, de ¡crear!


Después de haberlo tenido abandonado por mucho tiempo, me vuelvo a declarar huidobriano como hace quince, veinte años, cuando descubrimos que escribir poesía era mucho más que escribir con métrica y hacia abajo, cuando descubrimos que la poesía es, en realidad, una actitud más que un texto escrito en papel, cuando el mundo se abría entero para que nosotros pudiéramos descubrirlo y sobrepasarlo. Vicentico: una vela para Ud. en el panteón.