miércoles, 27 de mayo de 2009

En torno a la muerte de Mario Benedetti

Hace ya varios días que murió Mario Benedetti. Quería escribir sobre él, pero el tiempo escasea y se vuelve impreciso. Y cuando uno escribe sobre la muerte de alguien quiere ser lo más justo posible, no quiere ser uno más que diga lo mismo que ya se ha dicho, pero de otra forma, aunque probablemente termine siendo así.

Da igual. Benedetti fue muy querido en un momento. La otra vez en la radio lo recordábamos, en el programa "Atina América" de los martes en Radio Encuentro de Peñalolén: cuándo lo leímos por primera vez y por qué nos marcó. Como homenaje, tiramos al aire algunos de sus poemas.

Fue en la adolescencia. Su libro La tregua formaba parte de las lecturas obligatorias. Todavía conservo la edición de Editorial Pehuén que rescataba en la contratapa un extracto del libro que hablaba de lo oscuro del destino del personaje viejo. Enganché de inmediato: tras haber conocido a la muerte a los seis años de vida, siempre supe que lo que viniera tendría, para siempre, algo de esa marca. Además, estaba la historia de amor, apasionada, libresca y la vida oficinesca que me hizo dar cuenta de que no pasaría mi vida adulta, "productiva", de esa forma, como Kafka.

En el libro de Castellano, además, aparecían algunos poemas, los más conocidos, por cierto. Felizmente, tuve el privilegio de estudiar en un excelente colegio que contaba con una grandiosa biblioteca: allí había un ejemplar de Inventario, publicado por Visor, con lo mejor de su poesía. El Bulato, un compañero, me lo mostró. Entonces, apenas pude, lo comencé a leer. Acostumbraba por entonces llenar cuadernos con cosas inútiles: diario de vida, listas de jugadores de fútbol, fragmentos de novelas y poemas. De Benedetti, copié varios. Me gustó su romanticismo, su simpleza y el ingenio en el juego de palabras. También, su afición al fútbol: un cuento, Puntero izquierdo, todavía lo conservo recortado del diario La época. Debe estar durmiendo junto a una araña.
El año 92 ó 93 vino a Chile. Fue en una Feria de Libros. Dicen que nunca volvió a estar tan llena una sala como entonces. No sé cómo llegué hasta él. Quería que me firmara un papel, unos cuentos que andaba trayendo por ahí. Eso se perdió, como se habrán perdido también los cuentos que una amiga le regaló. ¿Le habrá escrito de vuelta? Anda a saber tú. El tipo era bajito y tenía aire de marinero hosco; debió sentirse incómodo ante tamaña invasión adolescente.

Después de esa escena de Estación Mapocho creo que nunca más lo volví a leer hasta hace una semana, cuando murió. Como es natural, fui alejándome de él por culpa de otros que fueron apareciendo (más luminosos, más oscuros, más apropiados para otra edad), pero por ser de los primeros quedó grabado para siempre. Ahora, al releer alguno de sus poemas, vuelve una brisa fresca como sacada del muelle de Montevideo, una brisa que mueve el pelo largo de aquella época cuando comenzábamos a salir al mundo acompañados, siempre, de un escritor.

Cuando se muere una persona así, lo mínimo es dedicarle unas palabras, aunque lo que se diga suene tan simplón a veces.

lunes, 11 de mayo de 2009

En cancha de San Lorenzo frente a Boca

Como hincha del fútbol, viajar a alguna parte y no ir a ver fútbol es un pecado. Donde sea. En Mali, Luxemburgo o Sudáfrica. Y resulta imperdonable si ese viaje es a Argentina, y sobre todo si cuando chico uno creció leyendo El Gráfico, y cuánta historia se contaba en torno a los tradicionales clubes argentinos. Entonces, un San Lorenzo-Boca se parece en mucho a un verdadero sueño. Distinto al de otras ocasiones en que he podido ver fútbol al otro lado de la cordillera: un Quilmes-Atlanta el 96, un River-Gimnasia y un Vélez-Central el 2008. Esta vez, entonces, se trataba de ver en vivo y en directo un clásico conocido solo a través de las historias de papel. Y la expectativa fue cumplida de principio a fin: desde la emoción inicial al adquirir las entradas el día anterior en una tienda Johnson del microcentro de la ciudad hasta la pizza posterior al partido en La Continental de Callao y Corrientes.

Un partido de estas características pareciera que solo puede ser contado desde la nostalgia, un día después, ya asentado en el flemático Chile de pocas pasiones. Por la mañana del domingo habíamos estado con Ale en el Parque Lezama buscando la estatua de Ceres que Martín solía contemplar apaciblemente en Sobre héroes y tumbas. Había estado hace trece años en la misma plaza y costó encontrar a la diosa de la fertilidad: la estatua ya no estaba en su lugar, sino confinada junta a otras tres o cuatro, las únicas que quedaban de una plaza que, según Sabato, alguna vez resultó ser hermosa. El paisaje actual decía lo contrario: diez de la mañana y vagabundos durmiendo en el pasto seco, algunos borrachines vomitando en un rincón, viejecitas paseando a sus perros, una feria pobre de ropa usada, muchos inmigrantes disfrutando el poco espacio libre que les debe quedar de la semana. La visita fue corta, nos fuimos a La Boca, mientras pensaba, nuevamente, sobre la necesidad de construir un espacio mítico, una tarea pendiente de nuestra literatura, al tiempo que asomaban Caminito, el Riachuelo, el Puente Avellaneda, La Bombonera, como para entender también por qué Boca tiene tanta historia, por qué se trata de un club especial y la pequeña envidia de pensar qué lindo que hubiera sido que los clubes chilenos se hubieran asentado en sus barrios de origen y desde ahí levantaran su identidad y su mística. Más tarde, San Telmo, las antigüedades, unas pastas por ahí y a la cancha de San Lorenzo con Jano orgulloso de su afiche de Fernet Branca comprado por quince pesos con la leyenda que habla de más cien años de presencia en el paladar de los argentinos. A continuación, una nueva reflexión: por qué nuestra oligarquía y nuestra clase dirigente no sintió ni siente aprecio por la conservación de lo antiguo, clásico e identitario y se muestran más bien proclives a arrasar con todo y empezar a construir de cero. Como si lo nuevo, por si solo, significara una forma simbólica de vivir. A propósito, en San Telmo, revisando viejos afiches argentinos uno me llamó particularmente la atención: celebración de 160 años de Independencia con pequeñas imágenes alusivas, todas símbolos de una modernidad temprana (periférica diría Beatriz Sarlo), pero que significó el levantamiento de una nación: el tren, el avión, las dársenas del puerto, la ganadería, las industrias nacionales, las edificaciones emblemáticas..., mientras en Chile el emprendimiento general pareciera ser destruir todo y parecernos lo más posible a Estados Unidos y Honk Kong.

Con esas ideas rondando partimos camino al Nuevo Gasómetro y el taxista nos advierte del peligro colindante al estadio: una villa miseria que no debemos cruzar. El comentario parece gracioso: era cosa de ver no más la pobreza extrema para darse cuenta que hay que estar loco, siendo extranjero, pensar siquiera la posibilidad de ir a meterse por allá. Entramos a la platea sur, le pregunto a un policía si se respeta acá los números de asientos, me pregunta si soy chileno, le digo que sí e inexplicablemente me dice que no me va a ayudar en nada por el solo hecho de ser chileno. Que se joda. Buscamos una buena ubicación, los pocos destinados a los no abonados, preguntamos si están disponibles y ningún problema. El ambiente es familiar, se ven mujeres, adultos mayores y niños. Una hora para comenzar, una hora para ver lo que queda del partido de reserva, una hora para disfrutar de cómo poco a poco el estadio se va llenando y la temperatura que sube con el canto de las hinchadas. Sale San Lorenzo a la cancha y treinta mil personas cantando al ritmo de Los Ángeles Azules: "No importa en qué cancha jugués, yo siempre te vengo a ver, dale, dale San Loren..., dale, dale San Loren...". Sale Boca a la cancha y los cuatro mil visitantes entonados con los bronces de la bandita que los anima y la clásica bandera gigante que dice: "Podrán imitarnos, pero igualarnos jamás", junto a los dibujos de Caminito y Puente Avellaneda. El ambiente es fantástico, la pasión estalla por todos lados.

Comienza el partido y se disputa un buen partido. Boca tiene oficio y juega mejor, toca y traslada el balón, es paciente, a veces lento, pero se crea oportunidades. San Lorenzo es un desastre, no juega a nada, tira pelotazos y parece un equipo atemorizado. Gol de Boca y justicia en el marcador. Pero gol polémico que hace estallar a la tribuna con insultos al árbitro. El ambiente se pone caliente y termina por encenderse definitivamente con un evidente penal no cobrado a favor de los locales. 0-1 primer tiempo y a descansar no quince, sino veinte como acostumbran los equipos argentinos.

Segundo tiempo y el ritmo es algo más lento. Se nota el cansancio del esfuerzo desplegado en los primeros cuarenta y cinco minutos. San Lorenzo se queda tempranamente con diez por una ajustada expulsión y el partido parece favorable definitivamente para los visitantes, quienes apuestan al contragolpe, se crean tres a cuatro ocasiones clarísimas para sentenciar el duelo, pero no lo cierran y perdonan a su rival. San Lorenzo se adueña de la pelota, con más esfuerzo que fútbol intenta hacer algo, pero tampoco llega mucho. Hasta que en una patriada por la izquierda, en la ocasión de gol del segundo tiempo, Bergessio fusila a Abbondanzieri a cinco minutos del final y hace parar la angustia y la amargura que hace rato se había apoderado de los hinchas sanlorencistas. Festejo enloquecido, celebración como si fuera un triunfo y los hinchas que se quedan tranquilos porque la paternidad sobre Boca se mantiene.

Termina el partido y esperamos veinte minutos a que abran las puertas una vez que ya ha sido desalojada la tribuna visitante. Vuelta a casa en taxi, una fugazza nos espera, con la alegría de haber vivido el genuino fútbol argentino y con las ganas de quedarse a vivir una temporada entera disfrutando de la liga más competitiva del mundo.