jueves, 15 de diciembre de 2011

Brindemos camaradas

Pensé que no escribiría más en este espacio. Por tiempo. Mejor dicho, por falta de tiempo. No porque no hubiera nada que contar. Nada que decir. Sino porque la vida urbana es acelerada, desarraigada y a veces uno mismo se prohíbe parar. Escribir, en cierto modo, es parar.

Lo que sucede es que han pasado muchas cosas en la vida. Pero hoy, en especial, hoy -repito- la U salió campeón de la Copa Sudamericana. Y eso, ya por sí solo, amerita escribir algo. Desahogarse un poco.

Lo que pasa es que los hinchas de la U somos algo románticos. Tenemos la ingenuidad que tienen las personas fieles. Una cierta ceguera. Que te hace creer siempre. Que te hace soñar siempre.

Lo que sucede es que hoy, los que hemos seguido parroquianamente a nuestro equipo durante veinte, veinticinco años. Los que nos hicimos hinchas de la U cuando la U era un pasado glorioso y un presente nefasto. Los que nos hicimos socios cuando no había nada, absolutamente nada digno para ser socio, solo una camiseta, y no lo hemos dejado de ser desde entonces. Los que hoy disfrutamos de momentos históricos, estamos contentos.

Los que vivimos el descenso, los triunfos de los otros, los anhelos derrimidos de sopetón, por una mala noche, algún infortunio, o porque el rival fue mejor.

Hoy cantamos y celebramos desde la vereda de los triunfadores. Es raro estar ahí. Somos el segundo equipo más popular de Chile, el segundo equipo con más trofeos nacionales. En cierto modo, estamos acostumbrados a los triunfos. Pero solo a nivel local. Hoy cantamos y saltamos desde la vereda internacional, más resonante, la que nos hace más respetables.

Pero en el fondo seguimos siendo los mismos: sufridos, románticos, apasionados. Nunca tendremos la soberbia del Indio ni las comodidades del Cruzado. La U es sinónimo de esfuerzo, humildad y una pasión sin límites. La U es grande, pero tiene esa grandeza del abuelo querido, del padre bueno, del niño incondicional a sus amigos. No la grandeza omnipotente del poderoso. Esa grandeza despiada, fría y monstruosa, en el fondo. Sino que la grandeza de la incondicionalidad, del amor que pide nada a cambio.

Veo por televisión que ya acabaron las celebraciones en Plaza Italia, una mujer en el suelo golpeada por el chorro de agua de un guanaco. Por la ventana del dormitorio, se escuchan los cantos de Plaza Ñuñoa. En el living de mi casa hay unas copas de champagne, una bandera comprada a la salida del estadio. Todo eso puede parecer anecdótico. No fui tampoco de los que pasaron 48 horas a la salida del Nacional esperando por una entrada ni los que hicieron horas y horas de filas (y malos ratos) para conseguir las que quedaban disponibles. Como abonado, tenía mi lugar asegurado. Por eso pienso en estos momentos en todos aquellos hinchas sacrificados que hicieron muchos esfuerzos para estar presentes. En quienes hoy, sin conocernos ni saber nuestros nombres, nos abrazamos y celebramos juntos el mayor momento de felicidad en 84 años de historia.

No me gusta escribir cuando se gana. Es cómodo. Fácil. Pero tal vez hoy había que hacerlo. Es demasiado grande nuestra alegría como para no contarla al mundo. Al mismo tiempo, quizás pase mucho tiempo más antes de volver a revivir estas crónicas. Ahora, en este segundo, poco importa todo aquello.

Hoy la U es grande. Hoy la U ha tocado la cima de Sudamérica, la otra mitad de la gloria. Y eso ya me parece suficiente como para suspender, por un instante largo, los recuerdos y fantasmas del pasado, y disfrutar este momento que, sabemos, en el fútbol se viven efímeramente.

Hoy la U es grande, es el equipo que da alegrías. La camiseta con la cual brindamos los camaradas.