jueves, 15 de octubre de 2009

Vidas en crisis

Creo que una de las mejores formas de ir al cine es simplemente yendo sin saber nada de la película a la cual vas a entrar. La apuesta es arriesgada, es cierto. Pero a la larga, los beneficios superan con creces a las desilusiones. Todo tiene que ver no tanto con las cualidades de la película misma, sino con la actitud del espectador que se deja llevar como un niño por un parque de imágenes. De este modo, estas vienen sin apuro, plácidamente, a los ojos de un receptor que no tiene ningún horizonte de expectativas. Me explico: a un receptor que se configura como puramente receptor. Así, todo llega limpio, sin contaminación, sin prejuicios: el sueño de los fenomenólogos.

Este criterio lo he intentado defender ante diversos oponentes usando un argumento que creo infalible: nadie olvida con facilidad una película que se empezó a ver porque sí, como si nada, casi aburrido y que terminaste de ver incluso a veces sin saber su nombre ni el nombre de los actores. Por un solo motivo: porque por alguna oscura razón te magnetiza y te hace concentrarte en ella. Quedas tan enganchado que debes terminar de verla y, sobre todo, la quieres comentar con los demás. La primera vez que me pasó esto era un estudiante secundario. Y sucedió que un día de semana me pilló por Megavisión una película sobre la vida de unos niños de un pueblo italiano que iban a una escuela en donde se burlaban de los profesores, se masturbaban en grupo, acechaban a una loca, las familias se peleaban a gritos y un tío loco se subía a un árbol gritando a todo el mundo que quería una mujer. Uno de los chicos, en tanto, se enfermaba después de haber sido acosado por la dueña de una tabaquería por culpa de sus senos gigantes. Al final de la película supe que esta se llamaba Amarcord y que el director era Federico Fellini. Al día siguiente no jugué la tradicional pichanga del primer recreo, sino que se la conté emocionado a un compañero mientras caminábamos alrededor de la pista atlética. Tiempo después decubriría que amarcord en dialecto italiano significa "Yo recuerdo". A partir de entonces se convirtió en una palabra que me acompañaría por siempre, casi intuitivamente. Luego, vería muchas películas más de Fellini y escribiría mi primer ensayo (literalmente, un intento) sobre su obra. Así resultó mi primer descubrimiento cinéfilo y la fórmula volvió a repetirse muchas veces, entregando, casi siempre, impecables regalos frente a la pantalla.

Con este método fui al cine a ver una película chilena: Turistas. Mis únicos conocimientos eran: que actuaba Aline Kuppenheim, una mujer que me parece una buena actriz y que había visto en la última película de Andrés Wood; que actuaba un joven de apellido Noguera, lo que me hacía suponer que era hijo del connotado actor ya geriátrico y, por lo tanto, cierta garantía de buena actuación; que la directora era una mujer y que esta era su segunda película después de haber hecho Play, película que no he visto y que, después de esta, por cierto me gustaría ver. Después de la película descubrí varias cosas, algunas de las cuales comentaré acá. Una, quizás menos relevante y más anecdótica que nada, tiene que ver con la canción que la protagonista intenta recordar todo el tiempo y que hablaba de la vanidad y que resultó ser un tema de la banda Los muebles, del desaparecido poeta-niño-encanecido Santiago Barcaza.

Los personajes de esta película son sujetos que viven en crisis. Como que la vida los sobrepasa y los hace huérfanos. Me llama la atención esta situación. Últimamente, varias películas chilenas contemporáneas nos están presentando a personas que viven vidas fragmentadas, parciales, algo líquidas. Están medios perdidos en la ciudad, ahora en el campo. Algunos fingen llevar una buena vida, se inventan nombres y una historia como el noruego de esta película. Otros no soportan el fracaso, la pérdida. Me parecen películas -pienso en La buena vida, en Toni Manero, en La nana, por ejemplo- que hablan desde cierta desesperación ahogada y nos presentan un Chile en donde el esplendor parece solo de superficie. Los dramas personales tienen que ver con la soledad, con la incapacidad de comunicarse y darse a entender al otro, con vidas mentirosas, insatisfechas a veces por razones difíciles de entender, pero también con el humor ácido tan propio de nuestra ideosincracia. Se trata de vidas -y aquí funciona la metáfora- que andan de paseo, como turistas, pero sin asentamiento fijo, sin domicilio ni morada habitable. Su mundo, en cambio, el exterior, es a veces amenazante, a veces complejo y en otros momentos extremadamente simple, tan simple que no se alcanza a disfrutar por su invisibilidad. Estas películas que tienen algo de sociológicas terminan por gustarme porque nos muestran un corte, un punto de vista, en relación a cosas que vemos y vivimos a diario en un país como este, tan poco dado a mirarse al espejo.

Quisiera destacar de esta película, por último, lo bien que está hecha, su ritmo de narración que entrega a veces pequeños guiños al cine de Antonioni o al de Sofía Coppola, una banda sonora muy sugestiva, cierto grado de interactividad dada por el uso de lo digital dentro del marco de la pantalla y pequeñas escenas que van configurando un correlato, una vía paralela de narrar. En este caso, las imágenes asociadas a la naturaleza, las que sirven como ecorrelato como señalando que la experiencia de la modernidad y las modernizaciones también hacen ruidos amenazantes no solo en la propia vida de las personas sino que también en los pequeños santuarios naturales que sirven para vender al exterior una imagen-país llena de belleza y esplendor. Pero, volcando la mirada hacia adentro, ¿qué pasa con los habitantes de este espacio? ¿Son ellos capaces de crear sus propios santuarios? ¿Cómo está siendo la vida cotidiana de las personas cuyos rostros parecen impermeables? Creo que esta película entrega algo de eso, una pequeña ayuda para tratar de responder estas preguntas. Sin duda, tiene muchos otros elementos que son dignos de comentar, incluso algo más técnicos y profundos que este somero texto. Pero una cosa es cierta: esta película me gustó porque hizo que la quisiera comentar en este pequeño recreo y porque ayuda a mirar(se) en un espejo rodeado de los otros, los que están al lado y a veces no queremos ver ni oír. Como en las fotos que se sacan los personajes (una de ellas encabeza este texto), esta película logra reunir distintas miradas dentro de un mismo marco. En la cohabitación de ese espacio, aunque temporal y precario, se nos va algo de la vida que a veces es bueno intentar(se) explicar.

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