domingo, 24 de enero de 2010

El día que ganamos al otro lado de la cordillera

Hasta 1996 ningún equipo chileno había ganado alguna vez un partido en Argentina. Nosotros fuimos los primeros. Un mes después lo hizo Colo Colo ganando en La Plata 4-2 a Estudiantes por la fenecida Supercopa de ese año. Trece años después lo haría Everton ganando en Buenos Aires 2-1 a Lanús en los 50 años de la Copa Libertadores de América. La historia futbolera chilena allende Los Andes es triste y opaca. Más bien oscura, con mucho olor a camarín derrotado. Pero nosotros rompimos el maleficio antes que nadie.

No éramos un equipo profesional. Ni tampoco se trataba de un partido oficial. Pero fuimos los primeros. En agosto de ese año cruzamos la cordillera un grupo de treinta estudiantes de literatura con destino a Tucumán. Allí había un congreso. De esos donde se habla mucho y se saca poco en limpio. La universidad era la Nacional San Martín, que apenas conocimos, porque las mesas de ponencias y discusiones se realizaban en un lugar central, en un edificio acotado de salitas pequeñas y no para el lado de ese parque grande, que era donde quedaba la "facultad".

El viaje duró una semana. De domingo a sábado. Y sacando algunos simples cálculos aritméticos es probable que hallamos sumado más minutos en el boliche del frente de la "concentración" disfrutando una Quilmes y una milanesa que en el mismísmo templo nacional del saber. Es decir, del Congreso aquel se recuerda poco, quizás algo por ahí de la literatura gauchesca, un guiño a Borges, una repasada al cine de Pasolini. Y pare de contar. Lo demás se trataba de hablar, hablar mucho, de literatura, de fútbol, de cine, de cualquier cosa. Hablar, hablar mucho y pasar el rato.

Como foráneos en una ciudad desconocida, nuestro radio de acción era más bien limitado y repetitivo. No pasábamos del triángulo de las Bermudas conformado por esa sede minúscula de la universidad, las fuentes de soda de los alrededores y nuestro lugar de alojamiento, que era una especie de escuela de la guardia nacional o algo así, o la sede de un club deportivo, en fin, un lugar donde había galpones con literas, una cancha, una piscina y un casino.

Aparte de las horas programadas, no había mucho que hacer por ahí. Una vez hastiado de tanta sociabilidad forzada, decidí caminar solo por las calles tucumanas y casi mágicamente pude llegar al estadio de San Martín, el equipo de las bandas albirrojas, un habitual animador de la B Nacional. El estadio estaba abierto y pude ingresar al sector de la tribuna oficial. Me llamó la atención que a diferencia de los estadios chilenos, donde todo era de madera, los asientos de acá tenían respaldos y coderas de cemento, algo que me sonaba, por extraña asociación de ideas, a civilización romana. Y desde allí, por lo demás, se veía muy bien la cancha. Estuve harto rato pegado. Una media hora. Y nadie me sacó. Me pareció un lugar magnífico tratando de pensar cómo podían caber allí treinta mil personas. Sin duda, el ambiente de los partidos debía ser bien bueno.

De una librería de Tucumán es la edición que tengo de En el camino, de Jack Kerouac, que por entonces llenaba el gusto literario de algunos de nosotros. Del resto de la ciudad se recuerda poco. Una ciudad olvidada, que queda para el lado de la pampa, lejos de los aires porteños, una ciudad habitada por personajes dignos de Osvaldo Soriano en Una sombra ya pronto serás. Una ciudad que años después volveríamos a escuchar por el afán de los medios de azotar aún más la pobreza con el espectáculo de las noticias.

De los veinte a treinta vagonetas que fuimos hasta allá algunos éramos buenos para la pelota. Y uno de ellos, un dichoso ejemplar de la especie humana, tuvo la ocurrencia de llevar un balón de fútbol. Todos los días, como ir a misa, jugamos una pichanguita en la cancha de baldosa que estaba a nuestra entera disposición. Después supimos que esos memorables momentos de fútbol habían sido nuestro "entrenamiento".

Como la noche del viernes era la última antes de volver a Santiago, hicimos que se estirara hasta la madrugada con todo tipo de brebajes. Y ya despuntaba el alba, tipo siete u ocho de la mañana, cuando varios decidimos que ya era hora de dar fin a la juerga. Pero el iluminado dueño de la pelota de pronto la hizo aparecer y casi automáticamente eramos unos seis a siete pelafustanes corriendo tras ella. Al mismo tiempo, como salidos de sus cuevas, comenzaron a llegar un montón de estudiantes que iban a nuestro lugar de concentración a hacer deportes, como seguramente lo hacían todos los sábados. De la nada, surgió el match desafío. Por nuestro acento, los tucumanos pensaron que éramos de por ahí, quizás salteños o cordobeses. Pero no. Éramos chilenos y el partido de futbolito que se venía a continuación, un día sábado a las ocho de la mañana, entre un grupo de lugareños y un grupo de borrachos, era para nosotros un clásico Chile-Argentina, jugando de visita y con hartas ganas de lavar años y años de afrentas dolorosas.

Al rato de comenzar el partido se nos fue pasando poco a poco todo vestigio de la noche anterior para jugar el mejor partido de nuestras vidas. Era una oportunidad histórica. Ser los primeros en ganar al otro lado de la cordillera. Como Alonso Quijano, habíamos velado armas toda la noche para al alba convertirnos en caballeros defensores del honor perdido. Y el partido de fútbol era nuestra primera aventura, nuestra primera y última posibilidad de enderezar el mayor entuerto de la historia del fútbol chileno, el mayor trauma, el más grande de todos los complejos.

No sé cómo ni por qué, pero todo salió perfecto. Cada jugada era como sacada del mejor video de fútbol brasileño. Los argentinos, en cambio, tocaban harto como los peruanos, pero eran improductivos frente al arco. Al cabo de una hora, sudando cada gota de etil, ganamos 5-4. Yo hice cuatro goles. Tres con la izquierda. De contragolpe, desbordando, producto de una pared. Mientras todos los demás dormían, nosotros cambiábamos la historia. No hubo testigos. Solo los que esa gloriosa mañana salimos a la cancha: Duque, el diplomático chileno-venezolano, al arco. Atrás jugó Gatica el mono, el último hippie Bruno Polito y Jorge el seco. Al medio, Marcelo Piensa y el loco Papo. Arriba, quien suscribe. Ganamos 5-4. Fuimos los primeros. Antes que nadie. Por la tarde, ya descansados y sin sopesar aún la historia recién escrita, partimos a Santiago, a recibir la copa del olvido.

jueves, 14 de enero de 2010

Secretos, pérdidas y silencios










Hay historias que tal vez nunca deban ser contadas. Porque hay gente viva que se puede ver afectada o porque resulta demasiado dolorosa como para hacerla pública. Pero también hay historias que, pese a todo, es bueno que sean contadas para que otros saquen conclusión y ejemplo de ellas. Alberto Fuguet, con su novela Missing (2009) juzgó que la historia de su tío perdido, pese a lo cercano, pese a lo familiar, debía ser contada. Mucha gente cercana al autor queda expuesta; sin embargo, es una historia que por sus peculiaridades, recovecos y matices, resulta atractiva porque es una gran historia. Al estar conectada con la realidad, con seres reales, con situaciones reales, es una historia de la cual pueden derivarse algunas conclusiones interesantes para la vida cotidiana. La más punzante, a mi modo de ver, es la que escarba en la idea de perderse. ¿Por qué, en determinado momento de la vida, alguien decide tomar sus cosas y partri? Con perderse, entiéndase tomar una decisión abrupta y de pronto dejar atrás una vida para comenzar otra. Aunque esa otra vida signifique alejarse de seres queridos. Aunque esa otra vida, implique siempre, el lamento de la pérdida.

Supongo que todo tiene que ver con vidas a medias. Aún sin definir o en proceso de definición. Vidas insatisfechas. En lo familiar, en lo social, en lo intelectual, en lo amoroso. Pero vidas fracturadas. Algo que se calla. Algo que se vuelve mudo. En esa ranura que indica que algo se quebró puede estar la huella de una decisión humana, tal vez inexplicable para los demás, pero probablemente llena de silenciosa justificación para quienes, apurados o concientes, han decidido perderse. Es fuerte la palabra, no me parece completamente negativa, sino más bien rodeada de cierta tragicidad, de una relativa aunque fuerte humanidad. Pero que no merece ni un castigo. Quien alguna vez se ha perdido es porque ha sentido la necesidad de componer algo que está mal, una necesidad de arreglar algo que no funciona y cuya piedra de tope es, justamente, el tipo de vida que le rodea. Un anhelo que no se puede cumplir con lo que ha tocado vivir, sino que hay que ir a buscarla a otra parte. Mientras más fuerte es ese anhelo, más lejos es la ida. Mientras más grande la huida, más abismal es la pérdida.

En la película argentina El secreto de sus ojos (2009) también hay gente que, por un motivo u otro, se pierde, desea perderse. Porque han matado a su joven y bella esposa, porque es más cómodo vivir una vida ordenada, porque es peligroso indagar en la justicia cuando se trata de dinosaurios monstruosos y poderosos, porque existe una pasión descontrolada, injustificada o difícil de explicar. Pero lo que mueve en todos estos casos es un deseo a veces múltiple y equívoco, aunque ese deseo signifique la propia destrucción. Bajo este punto de vista, esta excelente película que mezcla amor, tragedia, humor, injusticia, amistad y diferencias de clase, de manera redonda y emotiva (partiendo por su gran musicalización), es una película cuyos personajes, sin excepción, toman, en algún momento, la decisión de perderse. Para un lado u otro, por un motivo u otro, pero todos se hunden en el fango de una decisión de vida que hace girar la rueda en varios grados hacia otra dirección.

Es mucho más de lo que se puede decir de estas dos obras recientes. Algo que llenaría páginas y páginas. Sin embargo, parece suficiente este silencio enorme que rodea toda pérdida, ese silencio a veces trágico que involucra todo secreto. Y que cuando sale a flote, a veces provoca heridas que finalmente terminan por ser lavadas. Estas dos obras son buenas porque tienen esa capacidad de lavar esas heridas. De lograr cierta sanación a partir del dolor de la pérdida. Aunque esta, sepamos, tal vez no repare nunca la inscripción marcada a fuego.

viernes, 1 de enero de 2010

Las cinco mejores canciones de las barras chilenas

Este es un ranking antojadizo y absolutamente lidiado por el gusto personal. En años de vida futbolera creo haber ido a ver al menos una vez a todos los equipos del fútbol profesional chileno, tanto de primera como de segunda división. Por lo tanto, no solo he mantenido un contacto cercano con sus camisetas, estadios y formas particulares de ser de cada club, sino que también con sus hinchadas. Algunas extremadamente numerosas y otras más familiares. Algunas muy originales y otras más bien reproductivas de gestos y cantos.

Hay hinchadas, por cierto, muy particulares. Conocida es la popularidad de Colo Colo, el fanatismo de los hinchas de la U, el paladar exquisito de los de la UC, la exigencia de los hinchas de Cobreloa, por nombrar solo a los cuatro grandes. Pero también hay equipos como Wanderers, Everton, O´Higgins y Rangers que históricamente han contado con una hinchada seguidora. Hace décadas Audax Italiano era muy popular, Unión Española también tuvo más seguidores en la década del '70 que ahora. Alguna vez Santiago Morning contó con una base de simpatizantes bastante amplia, ligados al gremio autobusero. En fin, la lista puede ser mucho más larga dentro del paisaje futbolístico de nuestro país. Lo cierto es que cada club siempre se diferenció no solo por su procedencia y el color de sus camisetas, sino que también por la particularidad de sus seguidores. La bandita de Magallanes sigue siendo, en ese sentido, el fiel reflejo de un modo particular de vivir el fútbol.

Pero desde que en las década de los ochenta la organización de las barras modificó el modo de ver el fútbol en nuestros estadios se ha vuelto especialmente necesario recurrir a la originalidad como otra manera de diferenciación. Si alguna vez las hinchadas de los equipos chilenos se vieron altamente influenciadas por las de Argentina y Brasil, especialmente, existe desde hace ya varios años la tendencia de marcar caminos propios como una manera de expresar de modo genuino parte de la ideosincracia nacional.

Por eso, estas cinco canciones que he escogido tienen como distinción el hecho de no haberlas escuchado nunca en otra parte más que desde su fuente de origen. Por lo tanto, creo que se trata de canciones totalmente originales, que además no han sido replicadas por otras hinchadas, por lo que son cantadas solo por ellos. Para mi paladar de hincha, creo que son las mejores, aunque es probable que me equivoque con alguna como también queda la posibilidad de que haya olvidado alguna otra interesante.

Sin querer establecer una jerarquía señalando cuál es la mejor, estas canciones provienen de las cinco hinchadas más populares de nuestro país: Colo Colo, la U, la UC, Wanderers y Everton.

La gente de la Garra Blanca hace años que canta una canción que no he podido rastrear su origen, y que se llama "Saben" y dice así: "Saben que el Albo es el más popular / Saben que el Albo siempre va a campeonar / Saben que siempre te alentamos y que nunca te fallamos, campeón / Eso saben". Se trata de una canción pegajosa, agradable, para cantar a estadio lleno, alegremente.

Los de Abajo, por su parte, adaptaron una canción mítica de los '80 del programa de Televisión Nacional, el Japening con Ja, que daban todos los domingos a la tarde-noche, en una época donde no había mucho que hacer tampoco. Esa canción que marcó a toda una generación se llamaba "Canta cuando todos esten tristes" y que ahora en la versión futbolera se llama "Salta cuando todos esten tristes" y dice así: "Lo más importante en la vida es / alentar al Bulla con optimismo y fe / Salta cuando todos estén tristes / Salta solamente por la U / Si un mal paso das no me importará / porque soy de abajo y te vengo a alentar". La canción sigue con un coro hiriente y lesivo, poco académico, que se ha ido blanqueando con el tiempo hacia una versión "soft". Pese a esto, se trata de una canción catártica, para saltar frenéticamente y cantarla al final de los partidos como expresión de máxima alegría.

La gente de Los Cruzados sacó, en época de playoff, un cantito simple, pero efectivo, para herir aún más en la derrota al rival. Desconozco su origen, pero sin duda "saca pica" a la hinchada rival, cuando la UC ha dejado en el camino a otro equipo. La letra dice, simplemente, así: "E-liminado / E-liminado...", poniendo énfasis en la primera sílaba para luego dejar caer el resto de la palabra. Cuando se ha ganado una llave importante, sobre todo ante un clásico rival, es la mejor forma de terminar un partido.

Los Panzers, la numerosa barra de Valparaíso, tiene un canto que si bien no es original-original, la cantan de modo distinto, como nadie más lo hace. Se trata de la típica canción "Vamos leones", que cantaba la barra de la U a principios de los noventa y que para las clasificatorias de Francia '98 se convirtió en el himno oficial de la Roja, llámandose ahora "Vamos chilenos". Esta canción alguna vez se la escuché a la barra de Independiente de Avellaneda, pero después de haberla escuchado entre la gente de la U. No sé realmente quién fu su inventor. Pero lo que quiero destacar aquí es que los hinchas de Wanderers la adaptaron para su propia realidad, con una letra que realza su identidad: "Quiero / quiero a mi puerto / y lo quiero / con Wanderers campeón".

Los del Cerro, por último, la barra de Everton hicieron una buena adaptación de una canción de Ángel Parra Trío, "Te quiero mucho", que a su vez es una versión españolizada de una tradicional norteamericana, "I love you, baby". Entre los hinchas ruleteros, la canción suena así: "Vamos Oro y Cielo / hay que poner un poco más de huevos...". Se trata de una canción que incita al jugador a esforzarse por el triunfo, por lo que se trata de una canción absoluta de aliento. Bonus track: "Ever for ever / en el corazón", otra canción muy antigua y original.

En resumen, son solo cinco canciones de muchas más que se escuchan semana a semana en los estadios. Son cinco canciones que me gustan, forman parte del folklore futbolero y hacen más entretenida la tarde de fútbol.