lunes, 7 de marzo de 2011

El coleccionista de datos inútiles

Tengo listas para regalar. De los bares que he visitado. De los libros que he leído. De las películas que he disfrutado. Y otras tantas que no me atrevo a revelar. En ocasiones, las conversaciones que más disfruto son aquellas en que se comparten este tipo de listas. Alguna fascinante salivación se activa y la conversación agarra una espiral única, irrepetible, solo dada en contadas ocasiones con algún par. No me atrevo a calificar las listas de otros, pero algunas son más enfermas que las mías. De eso creo estar seguro. Por lo pronto, de todas estas listas inútiles, las que más me gustan son aquellas que tienen menos sentido, aquellas que reúnen más datos evanescentes: en lo que concierne a mi persona, todos los partidos que vi alguna vez en un estadio y todos los jugadores que pisaron la cancha las veces que contaron con mi presencia en las tribunas.

De la primera lista, puedo asegurar que son 577 los partidos que he disfrutado en vivo y en directo, como tanto gusta señalar a mis queridos comentaristas deportivos. De primera, segunda y tercera división. Con la fecha, la hora, el público y la recaudación. El acompañante, las alineaciones, las amarillas, las rojas y, por supuesto, los nombres de quienes inflaron las redes aquella tarde gloriosa o esa agradable noche de verano. De la segunda lista, se desprende que son miles los jugadores vistos, desde los más grandes para la historia y los hinchas hasta los más modestos y anónimos. Separados por puesto, nacionalidad y camiseta defendida. Tantas veces por un club, otras cuantas por este otro. Es cierto, se trata de algo parecido a la definición de absurdo, sé que no tiene ningún sentido, pero el placer que me provoca estar sumido en estas tareas es único y no dependo de nadie. Es un verdadero placer solitario, similar al del niño que juegas horas a escondidas del mundo exterior, absorto, concentrado, con todas las horas del día libres y dispuestas solo para él. Y es cierto también que son pocos, muy pocos, los afortunados de presenciar tamaño tesoro. Como si su secretismo fuera también parte del juego placentero.

El origen de tamaña obsesión es difícil de precisar. Germinó junto con la conciencia del adolescente que comienza a descubrir el mundo y está ávido de aprehender todo con vivaz pasión, casi con un afán enciclopedista sui generis, pero a sabiendas de que se trataba de algo mucho más que eso. Y aquello que comenzó como un simple hobby pronto pasó a ser una obsesión, una tarea que nunca se ha permitido dejar de lado. Reconozco que muchas veces intenté hacerlo. Pero la culpa es lo primero que nace. ¿Qué le voy a entregar a mis hijos aparte de una menuda biblioteca, algunos haberes y, si el destino me sonríe, alguna propiedad? ¿Por qué no también dejar para la posteridad algún bien simbólico, por más inútil que sea? Estoy seguro
que las próximas generaciones sabrán apreciar estas horas de dedicación. Son para mí, pero también será para ellos.

Reconozco también que hace veinte años habré empezado con unas cinco listas. Luego, estas se habrán incrementado a unas diez y que hoy, ya algo más maduro, apenas son dos o tres las que me atrevo a sostener. Es que el peso del coleccionista inútil, del clasificador obsesivo y del que tiene alma de biliotecólogo, escribano o aplicado funcionario de oficinas atiborradas de archivadores, a veces se vuelve insostenible y, aunque dan ganas de dejarlo todo de una buena vez (porque, digamos las cosas como son, permítanme ser algo procaz, ustedes cambian las palabras si quieren: chitas que es ridícula la cuestión), suele primar una absurda sensatez que te dice: por qué, para qué botar veinte años de paciente trabajo, de esmerado buscador del dato faltante y de emocionado reducidor de información. Para qué dejar de lado algo tan fascinante para el verdadero futbolero como la síntesis escrita en sus estadísticas de pedazos de vida acontecidos en noventa minutos de juego.

Tal vez esto último sea lo verdaderamente importante. He perdido tantas horas de mi vida en un bar, un estadio o un libro, que la necesidad de cristalizar ese tiempo es una medida desesperada por capturarlo de modo tal que la memoria no falle. Como una fotografía, pero de letras y números. Porque la memoria es traicionera, es inestable y caprichosa, y hay que luchar contra ella como se lucha contra la muerte: de todas las formas posibles y una de esas es con pedazitos de vida archivados en una hoja.

2 comentarios:

  1. A lo mejor es un tema familiar esto de las listas, yo también las hago: cortos y películas que me han gustado, lugares que quiero conocer (que en este caso hace que la lista se vaya achicando)... lo bueno es que ya no es necesario el papel. Cómprate un scanner y una memoria y a pasar "agradables" tardes almacenando tus listas, para dejar espacio para las listas que hará Tomás.

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  2. Están los archivos digitales, pero también el papel. Hace años que renuncié a digitalizarlo. Necesitaría una estadía corta en un balneario con todo pagado para dedicarle tiempo...

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