sábado, 6 de febrero de 2010

Escarbando en la memoria

Verano en Santiago puede resultar el lugar más agradable del mundo cuando se tiene tiempo para apurar las tediosas tardes calurosas y el cerebro está totalmente desconectado de cualquier situación asociada a trabajo, labor o preocupación. La ciudad se vive a paso lento con las calles semivacías, al atardecer corre una suave brisa cordillerana, la gente sale a la plaza, llena la heladería y pierde el tiempo en una terraza de bar o a la salida de su casa, la cordillera se aprecia nítida y el cielo es puro como promete la canción nacional. Verano en Santiago equivale a que nadie tiene prisa por nada y da lo mismo pasar la noche hasta tarde conversando de todo y de nada, sin mucho afán. Santiago en verano invita al relajo con sus cálidas noches y, sobre todo, a estar dispuesto a recuperar algunas cosas perdidas o a descubrir otras nuevas.

Algunas de estas cosas perdidas tiene relación con la lectura de libros que tuvieron que hacer cola para ser leídos, la visita a la filmografía olvidada por allá en el invierno o la simple puesta al día con el amigo que vive en provincia. Pero también hay espacio para el descubrimiento que significa, a su vez, una recuperación. Me explico. Ya no me daba el tiempo para ir a los museos, esos espacios artificialmente armados para que uno agregue a su memoria ladrillos especiales de información. Se trata de una acción que debiera ser frecuente, que alguna vez lo fue, pero que por alguna extraña razón había dejado de ser importante.

Santiago está lleno de museos. Algunos ni siquiera sabía que existían, como el Museo de la Educación Gabriela Mistral en el antiguo y hermoso barrio Matucana. El de Bellas Artes y el MAC siempre se visitan, por eso no cuentan. Pero aparte de estos, en el último año, creo haber ido con suerte al magnífico Centro Cultural Palacio La Moneda una o dos veces y pare de contar. ¿Y los otros? Ahí están en su inanidad estudiantil, inermes como lagartijas a la espera del cerebro asoleado que los alumbre.

Pero en Santiago hay un museo nuevo. Y a este sí que había que ir. Se trata del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos, recientemente inaugurado por la presidenta Bachelet en los últimos días de su ejercicio como jefa de estado antes de entregarle el poder, en marzo, al primer presidente de centroderecha electo en más de cincuenta años.

Por la prensa y por las redes sociales, supe que la afluencia de público había sido alta y frecuente, animada y silenciosa, rencorosa y triste. Sin poder explicarlo muy bien, supe que había que ir antes de marzo. Porque nunca se sabe. Porque algunas cosas pueden cambiar. Porque en Chile se acostumbra borrar con el codo lo que se escribe con la mano, qué gran expresión. Porque la historia nunca es única, siempre una versión, y me interesaba en particular esta versión, la que representa a las víctimas del terror de estado cuando el estado se vuelve irracional y fáctica e ideológicamante atentatorio en contra de los ciudadanos que lo conforman. Este museo es la historia de nuestro país desde 1973 a 1990 contada, especialmente, por las voces que antes fueron silenciadas, ninguneadas y olvidadas. No es menor que su principal impulsora, la presidenta Bachelet, haya sido una víctima más como tantos otros de ese periodo negro de nuestra historia. No es menor que justamente haya sido ella la que abre la puerta de este lugar para todos los ciudadanos de Chile y el mundo.

Por razones que no cabe aquí explicar, porque tienen relación con la vida privada de los árboles de mi infancia, siempre sentí una particular atracción por el sujeto víctima. Aquel que ha sufrido una injusticia. Aquel que le ha tocado algo no esperado y ha cambiado toda su vida. Aquel que ha sido pisoteado sin misericordia por todo tipo de poder hasta el más ignominiosamente humano. Como sujeto de nacionalidad chilena nacido en dictadura puedo señalar que gran parte de mi infancia tiene que ver, precisamente, con la victimización, el miedo y el dolor. Miedo y dolor del cual costó mucho, realmente mucho, sacudirse. Miedo a la tortura, miedo a la desaparición, miedo al crimen impune, miedo al gran pisotón del castigador. Al visitar este Museo algo de esa infancia perdida volvió a aparecer. No ese miedo aterrador, por supuesto, sino un aire de tristeza por tanto dolor, el renacimiento de una cierta fractura, una herida que se creía sanada, un cierto dolor físico como única expresión de un trauma que creía superado. Dolor de cabeza, dolor estomacal, dolor a secas.

El Museo está hecho, principalmente, en base a documentos. Documentos de diverso tipo: audiovisuales, imágenes fotográficas, recortes de periódicos y revistas, memorandum oficiales del gobierno como de instituciones públicas, cartas privadas, papeles judiciales, dibujos, extractos del Informe Rettig y todo tipo de objetos personales, entre otras cosas. Todo este conjunto termina siendo una muestra universal de realizaciones privadas de la historia de Chile. Y todos estos fragmentos permiten reconstituir parte de esa gran y terrible historia común. Terminan siendo signos de una herida común, un trauma que no ha sido totalmente cerrado y que, como diría Derrida, al no estar completamente sellado reaparece de modo fantasmal. Aparece. Y reaperece, aunque no se le invoque. Como fantasma. De esos a los que no es agradable verles la cara. Aparece. Y reaparece. Y al reaparecer causa revuelta, dolor, indigestión. El Museo de la Memoria es lo más parecido a una casa habitada por fantasmas. Ellos están allí porque no tienen sepultura. Ellos están allí porque todavía nos recuerdan y nos piden descanso, paz y justicia.

Muchas de las personas que fueron víctimas del terror deben asociar ese dolor a objetos, lugares, olores, cosas. Mientras veía el video del bombardeo a La Moneda me detuve a observar los rostros de los que estaban allí presentes. Algunos lloraban y evitaban ser vistos. Pensé que esa imagen del misil derrumbando el frontis del palacio de gobierno ya debe ser lo suficientemente fuerte para quienes lo pudieron presenciar en vivo. Gente más joven observaba con consternación para luego partir en silencio. Pensé que ese solo acto puede llegar a ser un acto de pequeña sanación para algunos. Pero hay otros que tienen que ver únicamente con la vida privada. Algunos hablaban, por ejemplo, de la rejilla de desagüadero con forma de caballito de mar que formaba parte de sus celdas de encierro. Todo el dolor se concentra en esa rejilla. Es el recuerdo físico del dolor.

En el caso de esta infancia reaparecida de modo fantasmal, la parte visible del dolor tiene muchas formas: la clásica música de la cortina informativa de Radio Cooperativa, los apagones, el caceroleo, las protestas. Pero por sobre todo, el montón de revistas que mi padre traía a la casa y que terminaron guardadas en lo que llamábamos "la pieza de los cachureos", una especie de bodega que quedaba en el patio trasero, donde se solía dejar todos los restos de las cosas inservibles o rotas y que no calificaban para ser botadas a la basura. Entre montones de discos, papeles y libros viejos, había un montón grande de revistas Apsi, Análisis, Cauce y Hoy. Gracias a esas revistas, gracias a mi viejo, construí mucho antes mi propio museo de la memoria y jamás olvidé. Gracias al trabajo valiente de los periodistas de esos medios la infancia marcada por el terror se volvió información, memoria y acción. El Museo de la Memoria recientemente inaugurado hizo reaparecer esas revistas. Y no sin dolor, pero con algo de cariño, la imagen de un niño encerrado en una bodega en la tarde muerta cuando todos descansan aprendiendo sobre la muerte y las fracturas, sobre la justicia, la rabia y el dolor, sobre el miedo y la humillación, sobre la necesidad de escarbar, siempre, en la memoria.

Muchos han criticado los objetivos y los procedimientos, los modos y las decisiones adoptadas en torno a este Museo. Poco me importa lo que se diga sobre él. A mi me parece necesario. Y me basta con que haga recordar y que me ayude a hacerlo con mis hijos cuando puedan empezar a comprender las mecánicas oscuras de la historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario