martes, 21 de julio de 2009

Un partido en el Valle del Elqui

Pasé unos días de descanso en el Valle del Elqui. Específicamente en Pisco Elqui. También fui a ver a la U a Coquimbo por la clasificación a la Sudamericana y tuve una importante detención en Andacollo a prender algunas velas. Pero en Elqui vimos las estrellas. Muchas estrellas. Abrigados hasta los huesos, la nariz fría, el rostro de hielo, pero vimos las estrellas. Tres estrellas fugaces y un satélite. Ningún ovni.

También recargamos energía en Alcohuaz, Horcón y Cochiguaz. En este último lugar tuve un flash back de aquellos, algo que tiene relación con el aprendizaje. Lo hallé medio cambiado. Hace quince años había estado una semana en un camping durmiendo a la intemperie viendo muchas estrellas y bañándome en el río. Ahora, estuve harto rato buscando el lugar donde me había quedado. Por entonces no existían tantas casas ni hoteles para quedarse. De hecho, solo habían un par de campings, unas comunidades de reflexión y las pocas casas de los lugareños. Todo lo que existe ahora se parece a una invasión de invisible modernidad. Incluso pusieron un pequeño observatorio que parece un torreón español, de esos que hay en Valdivia. Hasta que di con la escuela básica, donde entra eso de algo relacionado con el aprendizaje, lo central de este texto. Mientras tanto, me permito señalar que en el Valle todas las escuelas tienen un aire mistraliano inconfundible. Todas las escuelas, de hecho, tienen un busto de Gabriela Mistral a la entrada, muy cerca del clásico escudo chileno que también está en todas las escuelas bucólicas básicas.

Pero también me permito señalar que cuando paso al lado de una escuela rural, generalmente muy lejos de todo, de inmediato surgen aquellas novelitas de fines del s. XIX y comienzos del s. XX que nos contaban las historias de estudiantes marcados para siempre por la vida de los internados y la experiencia de la naturaleza. Me acuerdo de Edmundo D'Amicis, de Alan Fournier, de Thomas Bernhard y de José María Arguedas, por nombrar a cuatro extraños autores, tan diferentes unos de otros pero que cuya literatura de internado siempre me evocó una infancia marcada por el aislamiento, la distancia, el contacto cercano con lo natural y la amistad cercana y espontánea entre los escasos compañeros. Sé que poco tienen que ver los antiguos internados con las escuelas rurales chilenas, pero siempre realicé esa extraña asociación. Será porque las escuelas rurales siempre tienen algo de evocación o porque más de alguna vez soñé con trabajar en un lugar así, casi mintiendo, mejor dicho, huyendo, cuando en verdad la ciudad te atrapa y muy difícilmente te deja salir si no a "desconectarse" para tener un rato de "contacto con la naturaleza". O será porque siempre ocurren allí cosas cercanas a lo verdadero. Por ejemplo, me remito aquí a un hecho que corrobora lo anterior: en una escuela básica de Panquehue, en el Valle de Aconcagua, donde alguna vez fui a leer algunos poemas de El silencio de esta casa, un libro de tapas negras con una foto de un espejo en su portada, un niño de cuarto básico me preguntó si ese libro era de terror. Al comienzo quedé consternado con la pregunta, pero segundos después me di cuenta que sí, que en verdad, en cierto sentido, ese era un libro de terror, algo de lo cual nadie se había dado cuenta, ni siquiera su propio autor, por lo que fue necesario responderle con propiedad a ese gran descubridor de apenas diez u once años y decirle "Sí, es un libro de terror" y felicitarlo por su inquietante pregunta.
En la escuela básica de Cochiguaz, cuando solo existía el escudo de Chile y no el busto de Gabriela Mistral, es decir, hace quince años, jugué un gran partido de fútbol y eso también tiene relación con lo verdadero y, sin saberlo, con el aprendizaje. Lo recordé en este viaje. Lo tenía completamente olvidado y lo recordé al ver la cancha de baby al lado de la escuela, por entonces algo más pobre que ahora. Con el Moncho caminábamos por ahí sin tener mucho que hacer, que para eso sirve el verano, cuando de pronto vimos la cancha, una pelota y dos tipos peloteando. Había que jugar. Había que poner a prueba el orgullo. Era costumbre. Y jugamos. Eramos dos contra dos una tarde calurosísima de verano. Nuestros rivales resultaron ser el vocalista de De Kiruza y uno de su banda. Cuando chicos los escuchábamos en la radio y cantábamos esa canción que decía "Algo está pasando / algo huele mal...". Teníamos que ganarles, porque además eran algo más grandes que nosotros en edad. Jugamos mucho rato. Con el Moncho hacíamos excelentes paredes y dejábamos a los músicos apenas atornillados al suelo. Sentíamos la fuerza del valle y el aire de la montaña que inflaba el pecho y nos daba más energía. Lo tomamos como algo en serio, porque así lo hacíamos siempre con los amigos cada vez que se armaba una pichanga, porque una pichanga era, por entonces, algo relacionado con el disfrute, con el jugar bien, pero también con ganar, sobre todo con ganar y eso era, por entonces, nuestra verdad. Había que ganar siempre. Una derrota era pesadilla de semanas y un cuestionamiento a tu modo de jugar y, por ende, a tu modo de ser. Y ganarles a esos músicos significaba para nosotros afianzar el orgullo para después contarles a todo el mundo que habíamos jugado una pichanga en no sé dónde y con no sé con quién, en tales condiciones, y la habíamos ganado. Por entonces, repito, en todo sentido, había que ganar, no importa cómo ni por qué. Simplemente había que ganar. Y ganamos. No sé cuánto, pero ganamos. O a lo mejor perdimos. No importa. En ese caso, ocultábamos la verdad. Por entonces nos sentíamos los mejores, los dueños del mundo, no era posible caer. Después vendrían otros partidos que nos enseñarían lo que es perder, derrotas dolorosas, catastróficas. Después vendría la humildad, el terror, la necesidad de escribir.

Es curioso, pero no me había detenido hasta ahora en pensar que una pichanga que bien puede ser cualquier otra pichanga, como esa que una vez jugamos en el Altiplano en la frontera chileno-boliviana, o esa que una vez jugamos en el Campus Oriente de la UC, o esa otra que una vez jugamos en Tucumán, o esa de Chiloé, o esa de Perú, o esa del Parque Inés de Suárez, da lo mismo, lo que importa es que hasta ahora no había hecho la relación: una pichanga cualquiera, de la cual poco me acuerdo y de manera vaga, bien puede servir de ejemplo simbólico para dar cuenta de una época que no daba paso aún, aunque pronto lo haría, al origen de un silencioso y paulatino cambio de actitud y que supongo tiene relación con lo verdadero, el aprendizaje y la madurez. El entorno es el adecuado y también simbólico, lo pedimos prestado: una escuela rural básica del Valle de Elqui, un viaje de desconexión y el recuerdo aleatorio, gratuito, de un gran partido de fútbol casi ficticio una tarde de verano cualquiera esperando ver las estrellas.

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