El diario de Agustín habla, por sobre todo, del poder. Del poder que no se toca. Del poder que es capaz de acallar, mentir e inventar para seguir manteniendo su poder. Del poder del ejercicio periodístico a la orden de una ideología. Su tesis y sus argumentos son claros. Su verdad es terrible. No hay color político que lo pueda desmentir. Y, sin embargo, sigue actuando. Un estudiante me comenta en los pasillos de una universidad que, inesperadamente, tras ser anunciada su proyección a través de Televisión Nacional de Chile, de un día para otro, simplemente no se dio. Y nadie dio explicaciones. Y si las dieron, no apareció en los medios. Millones de chilenos se quedaron sin verla de manera gratuita por la pantalla abierta. Su incomodidad, su verdad que incomoda, la hace no solo un objeto molesto. Su incomodidad no hace más que reafirmar su importancia y necesidad para una sociedad que aún, veinte años después de recuperada la democracia, sigue manteniendo y reafirmando las distancias entre ricos y pobres, informados y desinformados, poderosos e hijos de vecino, una sociedad cuyo eje es la desigualdad, una sociedad cuya base son unas centenas de familias añosas que se resguardan entre sí.
El diario El Mercurio sigue siendo hoy un diario poderoso y eso las nuevas generaciones lo tienen que saber. Y, sobre todo, tienen que saber que aún no se ha desdicho de su pasado como sí lo han hecho otros actores relevantes de la vida pública de las últimas décadas de nuestro país. Su pasado sigue siendo el mejor estandarte de su presente, de lo que ha significado este diario para la vida nacional. Su historia no solo remite a la historia de Chile desde mil ochocientos veintitantos. Su historia es la historia de una familia –los Edwards- y de cómo han ido construyendo a la par nuestra nación bicentenaria. Este documental, por tanto, es solo una parte, la de los últimos treinta años, de una historia mucho más larga y con mayores consecuencias para la forjación de una nación. Entender algo su historia es entender la historia de nuestro país. Si alguien pretende empezar a entenderla en su complejidad, los libros Intervención norteamericana en Chile, La guerra y la paz ciudadana y Cara y sello de una dinastía, nos hablan, cada uno desde su propio rincón, de otras aristas de esta larga historia que ojalá alguien, alguna vez, se atreva a contar de manera articulada.
Un documental como este no solo es un acto refrescante de periodismo y creación audiovisual a la vez. Es también un acto de valentía. Tanto el grupo de estudiantes tesistas de la Universidad de Chile, quienes son los que llevan a cabo la investigación, como el realizador Ignacio Agüero, tienen el mérito de darnos a conocer cuáles son, en parte, algunos de los mecanismos del poder y lo caradura que ha que hay que ser para defender a rajatabla hasta la más mínima cuota de ese poder. Ignacio Agüero merece un comentario aparte. Su filmografía nos tiene acostumbrados a la visión del mundo con ojos bien abiertos. Nos abre ventanas y nos hace pensar. Nos emociona y nos indigna. Cien niños esperando un tren y Aquí se construye son buenos ejemplos de esta sensibilidad documental. Sus obras son simplemente eso: documentos. Pedazos de realidad. Fragmentos de una historia que se nos va y que a veces no queremos entender. Debiéramos agradecer a estas personas su coraje, su talento y su intencionalidad. Gracias a este tipo de trabajos entendemos un poco más, o hacemos el intento de hacerlo, los vaivenes de una nación que al cumplir doscientos años es aún un paño de lágrimas y sangre y un campo en disputa. Un vecino odiado por su altivez de nuevo rico, pero que, sin embargo, sigue siendo aún muy pobre en espíritu. Obras como estas ayudan a enaltecer esa pobreza.
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