viernes, 11 de marzo de 2011

El Parque San Borja de cinco a siete

El parque San Borja siempre tuvo un aire de misterio para los niños que vivíamos cerca de sus fronteras. Para empezar, se trataba de un barrio distinto al nuestro. Para nosotros, resultaba más natural la cercanía del Parque Bustamante para descargar allí las horas somnolientas de la tarde, ir a cazar alguna mariposa, mover una pelota o simplemente divertirse conjuntamente con el chirrido del columpio en magnífico movimiento. Las amenazas de nuestra abuelita, además, tenían un efecto disuasivo. Con la rigurosidad de quien tiene años de experiencia -el rictus severo y la voz firme- nos solía recalcar cada cierto tiempo que no le gustaban los niños callejeros, porque revelaban despreocupación por parte de la familia, porque un niño solo sin su padre o su madre era un niño abandonado, porque se aprendían malas costumbres y porque en esos lugares había gente mala que le podía hacer daño a uno. "Gente de mal vivir", solía recalcar, para referirse a todos, sin excepción, trabajadores, estudiantes, dueñas de casa, vagabundos y aquellos que pasaban sus horas de ocio tirados en el pasto.

Cuando pequeños, habrá sido unas cinco a diez veces las ocasiones que entramos a este parque cerrado por una lindas rejas metálicas, especialmente para ir a patinar, porque la losa de la pista era algo más suave que de la del Bustamante. Los otros niños que jugaban allí nos parecían seres lejanos, con costumbres difíciles de comprender y que, sin embargo, se veían relucientes en medio de su vagabundeo. Como si sus vidas ocultaran algo más completo que las que teníamos nosotros, algo más desfachatada, algo más natural. En una ocasión, fuimos los tres solos: mi hermana mayor, mi hermano chico y yo. Mi hermana hablaba con otras personas, chicos de su edad, y eso nos asustaba. Creíamos que la podrían raptar y como protagonistas de algún cuento infantil, temíamos por no saber volver a casa. Pero pronto disipamos el temor cuando mi hermana desechaba a sus pretendientes y se encontraba con una amiga, con la que pasaría un rato largo. Nosotros, en cambio, los hombres, éramos torpes con los patines y nunca, verdaderamente, lo llegamos a disfrutar. Es más, es probable que lo hayamos considerado más bien una diversión femenina que masculina, por lo que prontamente nos rendíamos y nos íbamos a sentar a alguna parte de la larga banca circular que rodeaba la pista, con el pretexto de que se nos había doblado un tobillo o nos habíamos hecho una herida en alguna rodilla. Aprovechábamos ese rato para descansar un poco comiendo un pan con mortadela y bebiendo algún beneficioso líquido, cuando ya comenzaba a caer la tarde y era prudente volver a casa, cumplir con los horarios dispuestos para así poder volver a salir otro día más allá de los linderos de nuestro barrio.

Después de años sin visitarlo, fue más común pasar por el Parque San Borja siendo ya adolescente, cursando la educación media. Casi nunca para quedarse ahí, sino que como camino obligado cuando mi hermano, estudiante de arquitectura, me pedía que le fuera a comprar algún artículo necesario para sus maquetas a la librería especializada situada en una de las torres frente a la facultad de la Chile o cuando debía ir al centro de la ciudad donde el dentista Emir Egaña, a su consulta del pasaje Cousiño, para que me arreglara alguno de los pozos que habían hecho las caries a ambos lados de la mandíbula. El dentista -amigo de mi padre- solía regalarnos, ya que atendía a toda la familia, ejemplares de las revistas institucionales del Club Deportivo Universidad de Chile, uno de mis primeros tesoros futboleros, pero todo terminó abruptamente cuando a principios de los noventa el avión peruano en que viajaba cayó al agua, matando con ello a una veintena de chilenos, entre ellos también, a su esposa y a la poeta Bárbara Délano.

Esas caminatas solían ser en la tarde, después de la extensa jornada escolar que finalizaba a las 16:20, cuando llegaba a casa y había que hacer algo de tiempo con cualquier cosa antes de ponerse a estudiar. Eran caminatas agradables que significaba disfrutar de la caída de la tarde, especialmente en otoño, con el viento que arrastraba las hojas amarillas, observar el movimiento de la gente que salía del trabajo y se dirigía a sus casas, de las parejas que se juntaban en una banca a comer y conversar, de los estudiantes universitarios que por entonces me parecían tremendamente grandes, casi adultos, con sus risas, sus ropas sueltas, la música que escuchaban y una alegría generalizada que yo catalogaba de "universitaria" en contraste con el espíritu monacal que reinaba en el colegio donde estudiaba.

El Parque San Borja de cinco a siete, con esa luz única del ocaso en cada parque, con el runruneo de las voces de los niños, con las sombras profundas de sus árboles, con las vidas imaginadas en cada uno de los departamentos de sus más de diez torres, atravesado a pie firme con un cartón corrugado bajo el brazo y con el contraste térmico agradable que producía la bajada de la temperatura conjugada con el calor del caminar y que se colaba entre la camisa y el polerón escolar como masaje de miel, era el momento de una paz y un descanso únicos entre un encierro y otro. Entre la escuela y la casa. Era el momento en que el mundo se abría y se mostraba para decirme que afuera de todo muro, por sobre los libros de estudio, la familia, el fútbol y los amigos, habían historias que comenzar y llenar, escenarios para dibujar y cientos de conversaciones pendientes sobre la realidad.

Si el paso de la infancia a la adolescencia tuviera un lugar, este sería el Parque San Borja, lo mismo que el Parque Lezama para Martín, el joven de Sobre héroes y tumbas. Un lugar protegido y abierto a la vez, concurrido y solitario, laberíntico, arrebolado, desigual y tremendamente evocador de las vicisitudes de una conciencia en tránsito. El Parque San Borja como lugar de indefinición y reflexión, inseguridad y temor, volatilidad y placer sensorial.


lunes, 7 de marzo de 2011

El coleccionista de datos inútiles

Tengo listas para regalar. De los bares que he visitado. De los libros que he leído. De las películas que he disfrutado. Y otras tantas que no me atrevo a revelar. En ocasiones, las conversaciones que más disfruto son aquellas en que se comparten este tipo de listas. Alguna fascinante salivación se activa y la conversación agarra una espiral única, irrepetible, solo dada en contadas ocasiones con algún par. No me atrevo a calificar las listas de otros, pero algunas son más enfermas que las mías. De eso creo estar seguro. Por lo pronto, de todas estas listas inútiles, las que más me gustan son aquellas que tienen menos sentido, aquellas que reúnen más datos evanescentes: en lo que concierne a mi persona, todos los partidos que vi alguna vez en un estadio y todos los jugadores que pisaron la cancha las veces que contaron con mi presencia en las tribunas.

De la primera lista, puedo asegurar que son 577 los partidos que he disfrutado en vivo y en directo, como tanto gusta señalar a mis queridos comentaristas deportivos. De primera, segunda y tercera división. Con la fecha, la hora, el público y la recaudación. El acompañante, las alineaciones, las amarillas, las rojas y, por supuesto, los nombres de quienes inflaron las redes aquella tarde gloriosa o esa agradable noche de verano. De la segunda lista, se desprende que son miles los jugadores vistos, desde los más grandes para la historia y los hinchas hasta los más modestos y anónimos. Separados por puesto, nacionalidad y camiseta defendida. Tantas veces por un club, otras cuantas por este otro. Es cierto, se trata de algo parecido a la definición de absurdo, sé que no tiene ningún sentido, pero el placer que me provoca estar sumido en estas tareas es único y no dependo de nadie. Es un verdadero placer solitario, similar al del niño que juegas horas a escondidas del mundo exterior, absorto, concentrado, con todas las horas del día libres y dispuestas solo para él. Y es cierto también que son pocos, muy pocos, los afortunados de presenciar tamaño tesoro. Como si su secretismo fuera también parte del juego placentero.

El origen de tamaña obsesión es difícil de precisar. Germinó junto con la conciencia del adolescente que comienza a descubrir el mundo y está ávido de aprehender todo con vivaz pasión, casi con un afán enciclopedista sui generis, pero a sabiendas de que se trataba de algo mucho más que eso. Y aquello que comenzó como un simple hobby pronto pasó a ser una obsesión, una tarea que nunca se ha permitido dejar de lado. Reconozco que muchas veces intenté hacerlo. Pero la culpa es lo primero que nace. ¿Qué le voy a entregar a mis hijos aparte de una menuda biblioteca, algunos haberes y, si el destino me sonríe, alguna propiedad? ¿Por qué no también dejar para la posteridad algún bien simbólico, por más inútil que sea? Estoy seguro
que las próximas generaciones sabrán apreciar estas horas de dedicación. Son para mí, pero también será para ellos.

Reconozco también que hace veinte años habré empezado con unas cinco listas. Luego, estas se habrán incrementado a unas diez y que hoy, ya algo más maduro, apenas son dos o tres las que me atrevo a sostener. Es que el peso del coleccionista inútil, del clasificador obsesivo y del que tiene alma de biliotecólogo, escribano o aplicado funcionario de oficinas atiborradas de archivadores, a veces se vuelve insostenible y, aunque dan ganas de dejarlo todo de una buena vez (porque, digamos las cosas como son, permítanme ser algo procaz, ustedes cambian las palabras si quieren: chitas que es ridícula la cuestión), suele primar una absurda sensatez que te dice: por qué, para qué botar veinte años de paciente trabajo, de esmerado buscador del dato faltante y de emocionado reducidor de información. Para qué dejar de lado algo tan fascinante para el verdadero futbolero como la síntesis escrita en sus estadísticas de pedazos de vida acontecidos en noventa minutos de juego.

Tal vez esto último sea lo verdaderamente importante. He perdido tantas horas de mi vida en un bar, un estadio o un libro, que la necesidad de cristalizar ese tiempo es una medida desesperada por capturarlo de modo tal que la memoria no falle. Como una fotografía, pero de letras y números. Porque la memoria es traicionera, es inestable y caprichosa, y hay que luchar contra ella como se lucha contra la muerte: de todas las formas posibles y una de esas es con pedazitos de vida archivados en una hoja.