sábado, 22 de agosto de 2009

Fútbol bajo la lluvia

Lo comentábamos la otra vez con Ricardo Mena: el sueño sel pibe de jugar bajo la lluvia, a propósito de una agradable pichanga de mediados de semana con amenaza de aguacero en las canchas de Quilín. César Vallejo había pronosticado que moriría un día "en París con aguacero". Para los futbolistas, en cambio, la lluvia es todo lo contrario: un signo absoluto de placer, de estar más vivo que nunca, un placer infantil de poder mojarse sin que nadie te rete por regresar mojado a casa.

Pero no es lo mismo jugar bajo la lluvia que ver un partido bajo la lluvia. El futbolista profesional o el aficionado tiene la rica opción de una ducha caliente posterior a la brega. El espectador, en cambio, preciso bien: el espectador de galería, en los países del tercer mundo, simplemente se moja y vuelve con resfrío seguro a su casa. Pero en Chile algunas cosas están cambiando. El fútbol también se está modernizando y ahora algunos estadios son techados. Ya llegaré a eso.

Recuerdo en mi vida de más de quinientos partidos como hincha memorables jornadas bajo la lluvia, pero solo tres bajo techo. De los primeros, de esos en los cuales ni siquiera el paraguas sirve y el agua corre fría por el cuello, un Chile 0 - Argentina 0 de la Copa América del 91 con un grupo de amigos colegiales. Algunos no fueron a clases al día siguiente. Pero también está en la retina un Everton 1 - U. de Chile 2 en Sausalito el año 94, que nos pilló a mi hermano Rodrigo y a mi en la más indefensa protección: sin parkas, con mucho frío (las manos congeladas, la nariz ausente) y con tres horas de vuelta a casa entre el bus y el Metro empapados de pies a cabeza y con la gente mirándonos como diciendo "y a estos locos qué les pasa". El esfuerzo, a la postre, valdría la pena: a final de temporada, después de 25 años, la U volvería a ser campeón. El fútbol siempre tiene sus pequeñas recompensas.

Los tres partidos bajo techo, en cambio, son disímiles entre sí y cada uno se sitúa en un espacio y un tiempo especial. El primero fue el año 89 en el Estadio Nacional: U. de Chile 2 - General Velásquez 0, por el campeonato de segunda división. Los días miércoles solía salir de clases a la una y cuarto de la tarde y ese día había fútbol a las 14:30 horas, en esos horarios insólitos de antes. Así que ese día llegué a almorzar a mi casa, como costumbre, lo hice lo más rápido posible y me fui caminando al estadio solo y en camisa, ya que si bien estaba algo nublado, no hacía frío o yo era joven y producía mi propia grasa de ballena que me daba calor. Después de haber pagado mi entrada de "niño" (pondré que fue la última, aunque tal vez haya sido un poco antes: ya tenía trece años, era alto y con púberes vellos en la cara), esa entrada que contaba trescientos, quinientos pesos y que me permitía ir seguido al estadio sin tener que mendigarle plata a nadie, se puso de pronto a llover con mucha fuerza, con tanta que los pocos que estábamos ahí nos guarecimos en el pequeño espacio bajo el tablero marcador. Pero poco a poco empezó a llegar más gente (en total dos mil, tres mil fanáticos-fanáticos), que hizo que por alguna extraña iluminación mental algún dichoso dirigente permitiera que se abriera el sector de Tribuna Marquesina para que los desafortunados feligreses pudieran guarecerse de la ira de Dios. Así pude ver, por primera y única vez, con mucho frío, eso sí, solo estaba en camisa de manga larga, un partido de fútbol en ese privilegiado sector del Estadio Nacional. Ahí vi un gol de canilla de Horacio Rivas (literalmente estábamos en los potreros), a Cristián Castañeda jugando de puntero derecho por los de Tagua Tagua y por primera y única vez también a Los de Abajo alentando desde la Tribuna Andes. También recuerdo haber ido, en el entretiempo, al sector de las cabinas periodísticas y haberle dicho "Hola" a Julio Martínez, café en mano, en medio de la soledad y oscuridad de ese pasillo y absolutamente asombrado de su prominente cráneo calvo, tan parecido a un huevo, y tan verdadero como era posible de apreciar por televisión. Como se podrá ver, un partido memorable bajo todo punto de vista.

El segundo partido tiene otra historia, pero sirve de contraste, sirve para dejar aún más en evidencia la orfandad del hincha tradicional chileno que no puede dejar de ir al estadio, aún sabiendo que se mojará hasta las canillas y sirve también para terminar de darle una cachetada bien dada para dejarle la mejilla roja. Se trata de un partido en el Estadio Santiago Bernabeu en Madrid, el 2008, un Real Madrid 3 - Villarreal 2, con Pellegrini en la banca y Matías Fernández fuera por lesión, junto a otra enorme cantidad de estrellas: Guti, Robinho, Raúl, Robben, Casillas, Pirlo, entre otros. Un gran partido y un estadio mítico, al cual solo es posible acceder desembolsando veintecinco mil pesos para acceder a la ubicación, entrecomillas, más rasca, detrás de un arco, en la cuarta bandeja, donde todo se ve como desde un edificio, bien inclinado, hacia abajo. Donde todo se ve, en todo caso, increíblemente bien. El asunto es que la lluvia fue de proporciones y con Ale (primera vez que me acompaña a un estadio) no nos mojamos ni un ápice, disfrutamos observando a los locos españoles comiendo sus bocadillos y terminamos de maravillarnos con tanta modernidad cuando ya comenzado el partido empezamos a sentir un leve calorcito agradable que prontamente se fue haciendo más intenso hasta darnos cuenta que desde arriba, desde el techo del estadio que rodeaba toda la cancha, se habían encendido unos calefactores gigantes. ¡El estadio tiene calefacción! Algo nunca visto ni jamás imaginado, es decir, que al hincha se lo trate con tanta deferencia y preocupación.

El tercer y último partido fue ayer y se sitúa a medio camino entre el primero y el segundo, o sea, entre la precariedad y la modernidad, una metáfora del Chile actual que está creciendo y quiere ser desarrollado. Un partido modesto en un estadio pequeño, pero cómodo. Audax 1 - Curicó 1 en el Estadio Bicentenario de La Florida, con frío, con lluvia, desde la galería visitante, junto a la agradable pasión coral de Los Marginales, pero sin mojarse nada, porque el estadio está completamente techado y uno ve cómo cae la lluvia reflejada por las luces que iluminan la cancha, cómo cae, finita, silenciosa, "grácil, leve" como diría Pezoa Véliz y uno no se moja y allí en la cancha los jugadores cumpliendo el sueño del pibe, felices, corriendo mucho, tocando, brindándose en cada jugada para que al final los tres mil parroquianos presentes, todos sequitos, ninguno resfriado, los despidan con un cerrado aplauso porque mojaron la camiseta y produjeron un intenso partido bajo la lluvia, bien disputado, emocionante, lleno de pasión, esfuerzo y dedicación. Y uno como hincha, vuelve a casa, pensando en esta crónica, pensando que prontamente tendremos otros estadios como este, entre ellos el mismísimo Estadio Nacional, completamente techados, cómodos y agradables. Entonces surge una insospechada conclusión: para los hinchas, ver un partido bajo la lluvia, sin mojarse, también es un secreto sueño del pibe.

jueves, 13 de agosto de 2009

Un libro espectacular

Tengo en mis manos un libro espectacular. Se trata de la Historia de Everton, escrito por Ricardo Gatica Labra, y en el cual se cuenta de manera amena los cien años de historia del club oro y cielo.

Su editor, Pablo Diez, con quien mantuve una pequeña correspondencia vía correo electrónico, me lo hizo llegar a tiempo, en perfectas condiciones, a través de correo certificado, directamente desde Viña del Mar. Con su particular entusiasmo, me señaló que se trata de una adquisición de la cual no me iba a arrepentir. Y es cierto, lo acabo de recibir, lo acabo de hojear y ya me siento entusiasmado por devorarme sus 613 páginas tamaño carta, llenas de imágenes históricas, estadísticas y sabrosas anécdotas para conformar la historia de uno de los clubes más tradicionales de nuestro fútbol.

Hace falta libros como este. Se trata de esfuerzos aislados, de tremendos esfuerzos, lo sé, porque un ex compañero de pedagogía, hoy profesor de Historia, es el autor de un libro sobre la era amateur de Colo Colo y muchas veces me habló de todo el tiempo que le dedicaba a la investigación y escritura. Sé que se han escrito en nuestro país otros libros similares a este. Por ahí, recuerdo uno de Rangers y pare de contar. Probablemente existan muchos más, pero no son de fácil acceso, porque no existe un circuito libresco futbolero desarrollado en nuestro país, más allá de algunos best sellers anecdóticos como los de Juan Cristóbal Guarello y Luis Urrutia O'Nell y de los tremendos esfuerzos desarrollados por Edgardo Marín, el verdadero pionero de la literatura futbolera nacional con sus clásicos De David a Chamaco, La Roja de todos, La historia de los campeones (la primera obra de este tipo que disfruté a los doce años) y la reciente Historia total del fútbol chileno.

Esta Historia de Everton debiera servir de llamado para que los clubes, la ANFP o el Consejo Nacional del Libro financiaran más obras de este tipo. Otros libros que nos cuenten la rica historia de clubes queridos, tradicionales, arraigados en la cultura del fútbol chileno. Faltan libros que nos hablen de la U, la UC, la Unión, Wanderers, Magallanes, Palestino, Audax, Fernández Vial, O'Higgins, etc., etc., clubes que han llenado la vida de los fanáticos del fútbol chileno que semana a semana concurrimos a los estadios como si se tratara de una religión. En este sentido, otros países más desarrollados en materia futbolera, como Inglaterra, Italia, España, Argentina o Brasil, claramente nos llevan años de distancia.

Pero debiéramos recordar que los nuevos vientos que soplan en nuestro fútbol, aquella que nos habla de una administración dirigencial seria y profesional, de clubes ordenados financieramente, de nuevos estadios gracias al apoyo estatal (que tanto tiempo ha abandonado a los deportistas de este país), de una selección que despliega el mejor fútbol que le hemos visto en cien años y que concita la atención de técnicos internacionales y de la prensa mundial, estos nuevos vientos, digo, han posibilitado el soñar con un futuro mejor, más cercano a los éxitos y al mantenerse en el tiempo más cerca de la elite mundial, pero de nada sirve todos esos anhelos si no son construidos sobre una memoria: esa base histórica que son nuestras queridas instituciones de fútbol que han sobrevivido a los peores terremotos deportivos y económicos para seguir de pie junto a sus hinchas, para seguir creciendo y hacer nueva historia. Un libro como este contribuye a seguir creciendo, pero con espesor y hendidura, con pasión, pero por sobre todo, con el ejercicio de la memoria, algo que le hace falta, también, a este país.

lunes, 10 de agosto de 2009

Pana

Pana es una excelente obra de Andrés Kalawski. La fui a ver la semana pasada al Teatro UC. Hace tiempo que quería verla. Y fue un momento notable. Un gran e inteligente regalo para una audiencia compuesta, en su mayoría, por inquietos escolares y algunos cuantos canosos personajes de la tercera edad. Con Alejandra nos situamos en la última fila del pequeño teatro del segundo piso, como verdaderos espectadores, viendo todo desde atrás, desde lo más atrás posible, que es como se deben ver las cosas.

Pana es el vocablo español que adopta la voz francesa panne, aunque aún no ha sido registrado por la Real Academia Española de la Lengua, según recordó hace poco Héctor Velis Meza en radio Cooperativa, situación que corroboro a través de la web oficial del organismo hispano, esa que fija, limpia y da esplendor. La panita también es el hígado de vacuno que mi tío Juan Eduardo le daba a sus once gatos, pero, ojo, lo sé, esto no viene al caso. Sí, el hecho de que esta situación irregular (un sujeto que se queda en pana; no el hecho de tener once gatos) da pie para que cuatro viejos jubilados (uno de ellos mudo como carnicero), todos vinculados al mundo de las leyes (un ex abogado, un ex juez, un ex policía y un ex no me acuerdo: el mudo; será porque no habló) se reúnan para jugar a realizar un juicio. Esta noche, entonces, es la ocasión perfecta para simular un tribunal de justicia en torno al sujeto que se ha quedado en pana y a quien se ha obligado, mediante tretas siniestras, a quedarse para jugar. Aquí aparece un elemento no menor, paralelo, que según Alejandra está tomado de la Epopeya de las bebidas y comidas de Chile de Pablo de Rokha y que es que todo se da en el marco de una gran cena imaginaria con lo más nutrido y vigoroso de la comida nacional. De ahí, quizás, esa reminiscencia inconciente con la panita y su irrefrenable olor que inundaba toda la casita de mi tío. De ahí, también, que posterior a la obra, como buenos burgueses, partiéramos a disfrutar del "Centro gastronómico" ñuñoíno en torno a las sopas de invierno y un buen vino.

Lo mejor de Pana está en su elenco, la que rescata la vieja y gloriosa escuela del teatro nacional, con Ramón Nuñez y Eduardo del Barril a la cabeza, y, sobre todo, en la dramaturgia. El texto de Andrés Kalawski es muy inteligente y hace de esta obra una pequeña y refrescante delicia intelectual. Partiendo por la situación tensa que plantea de principio a fin, tensión cercana al cuento de terror clásico en el sentido de que todo puede llegar a ser, realmente, posiblemente, una carnicería exquisita (hay inicialmente unas tiras de nylon que simulan, justamente, ese espacio mercantil de la carne), hasta llegar al tema profundo que subyace al hecho de estar detenido para ponerse a pensar, ponerse a jugar con esa posibilidad, de que todos, en tanto humanos, hemos cometido alguna vez un crimen. Por eso, esta obra juega no solo con los argumentos que llevan a este improvisado tribunal a acusar a su inesperado huésped de un horrendo y pequeño crimen, sino que también con la sensibilidad precaria del ser humano frente al tablón, sentado en una butaca, quien llega a interrogarse también, hurgándose, restregándose, en torno a qué crimen ha cometido él también.

Es cosa de ponerse a pensar un poco, pareciera decirnos Kalawski: nadie está a salvo, es condición del ser humano, es su desgracia, su propia tragedia, el haber transgredido alguna vez los mandamientos que alguien (la religión, la propia sociedad, el superyó) ha impuesto o ha sido acordada y aceptada. Por eso, esta obra tiene que ver no solo con el arte del lenguaje que argumenta filosóficamente y con lo paradójicamente lúdico del juego; tiene que ver también con la moral y la justicia, con la Ley con mayúsculas, con las grandezas y pequeñeces del ser humano, con aquellas negras aves rapaces que rondan al criminal que, según Freud, todos llevamos dentro, con el poder y la culpa, con el bien y con el mal, con el crimen y el castigo, para recordar a nuestro querido Dostoievski. Es decir, ¡tiene que ver con los grandes temas de la humanidad! De ahí, entonces, la grandeza de esta obra que, sin duda, da para mucho más que estas pobres reflexiones que incorporan, además, torpemente, a modo de digresión, once gatos y una palabra que aún no ha sido limpiada, fijada y, por lo tanto, aún no puede brillar, según la norma oficial, aunque sabemos que lo hace, desde ya, gracias a su uso literario, metafórico, polisémico.

El gran dios salvaje

Hace poco encontré en librerías un libro de un compañero de universidad: César Farah, a quien, años después, una vez me encontré en Plaza Baquedano y otra vez en un restaurant de comida chilena. Con sorpresa descubrí que esta era su segunda novela. La compré, en primer lugar, porque fue mi compañero, un buen amigo el primer año de universidad (aunque después la vida nos fue alejando con sus barreras infranqueables) y, en segundo lugar, porque uno tiene a veces la vana y absurda ilusión de encontrarse retratado, aunque sea del modo más lejano, en algún rinconcito de una página escrita. También, en tercer lugar, porque siempre es bueno saber qué están escribiendo los escritores nacionales.

La novela se llama El gran dios salvaje y tiene 483 páginas, lo que, sin duda, debió servir de advertencia. Pero caí en el error: llegué a la página 145 y ya me di por satisfecho. ¿Por qué algunos escritores nacionales insisten en creer que todo o casi todo puede llegar a ser publicable? Y lo que es peor, quiénes son los editores y cuáles son sus criterios para dar paso a una novela de quinientos páginas. ¿Es que hay tanto que decir hoy en día? Veo con sorpresa que no se trata de una autoedición ni mucho menos, sino que tiene el auspicio de un importante grupo multinacional que ve en los libros un gran negocio. Lo siento por mi compañero, pero me molesta que hoy por hoy, cuando hay tanto que leer y, paradójicamente, tan poco que decir, se juegue con la paciencia de los buenos lectores. Antiguamente, la neurosis crítica que me dominaba hacía que tuviera que terminar de leer todo lo que empezara. Felizmente, no trabajo como critico literario ni me interesa hacerlo. Aunque si me pagaran, lo pensaría. Pero cuando ha pasado mucha agua bajo el puente de mi vida como lector hay una cosa que atesoro como una de las pocas certezas que conducen mi vida: que, a veces, hay que parar y callar. Con esto, simplemente digo que la novela no me llegó, ni me tocó. Ni siquiera emito un juicio. Simplemente hubo un punto en que debía parar. Y lo hice. Cansado de tanta pretensión y tanta descripción de asuntos que hoy no me interesan, aunque de seguro para otros resultará muy entretenida e interesante.

Si dedico algunas palabras a este texto es para reivindicar la dirección opuesta: me gustan las novelas cortas, aquellas que, como lo hacía González Vera, son "corregidas y disminuidas", aquellas novelas-bónsai como las de Alejandro Zambra, de Thomas Bernhard y tantos otros que habitan el panteón de las pequeñas delicias: esas donde las palabras son cuidados cortes de arbolito, donde se respeta el silencio, la página en blanco, la pausa y el candor, el cuidadoso trabajo de la palabra cercana a la poesía y la inteligencia y paciencia del lector, esas novelitas que son capaces de contener en no más de ciento veinte, ciento cincuenta páginas un mundo poderoso a punta de recortes, muchos recortes, para dejar al arbolito concentrado, intenso, profundo. En otras palabras, donde el trabajo es reflejo de paciencia, sabiduría y laboriosidad, como de cierta humildad, cuidado y espera.

Ha muerto Alfonso Calderón

Ha muerto Alfonso Calderón. Siento que con él se va una época. Aún quedan algunos próceres como Pedro Lastra, pero se ha ido uno de sus mejores espadines.

Tuve la suerte de que me hiciera clases. Lo recuerdo como un excelente profesor. Muy ameno, despierto y de una memoria increíble. El último memorioso de la literatura, leí por ahí en una nota necrológica. Sí, sin duda. Era impresionante escucharlo hablar de calles, lugares, personajes reales y ficiticios de la vida santiaguina de otra época, que me recuerda más a mis padres y abuelos que a este presente desmemoriado, que rehuye de los antepasados. Era agradable escucharlo hablar también sobre la literatura colonial y la testimonial y autobiográfica. Si bien lo conocí poco, apenas un semestre, lo que más recuerdo es su estampa de literato ameno, conocedor, un gran conversador, lúcido y muy inquieto, de un vigor y una pasión desbordantes.

Siento que hacen falta más escritores como Alfonso Calderón. Su trabajo de difusión de la literatura como profesor, editor, prologuista y antologador ha sido extraordinario. Su trabajo de difusión de la lectura a nivel escolar es precioso, tiene la marca del maestro que quiere a sus alumnos. Los libros pequeños de la Editorial Quimantú marcó a varias generaciones, quienes encontramos en esos librillos grandes joyitas de la literatura universal a bajo precio, para el alcance de todos. Sus libros de memorias de ciudades como Valparaíso y Santiago también son testimonios de nuestro pasado, de lo que fuimos y tal vez debiéramos reconsiderar.

No me gustan, en lo personal, las notas necrológicas. Pero da pena cuando uno siente que ha partido alguien que deja un gran vacío, cuando fallece un escritor y profesor en algún minuto de tu vida, bien cercano, uno recuerda varios momentos únicos, inigualables, que también parten a lo lejos, para difícilmente ser recuperados.