lunes, 27 de julio de 2009

El Parque Central, un suicidio y el cine futbolero

El Parque Central es el estadio de Nacional de Uruguay, un recinto especial, pequeño, de los más antiguos de Sudamérica. Inaugurado en 1900, en sus más de cien años ha sufrido diversas modificaciones, y actualmente está siendo remodelado una vez más para aumentar su capacidad. Allí se jugaron algunos partidos del primer Mundial de Fútbol, entre ellos el primer partido oficial de una selección chilena en un Mundial: 16 de julio de 1930, 8.000 espectadores, 3-0 a México, con un gol de Vidal y dos del Zorro Subiabre.

Tuve la suerte de conocerlo el año pasado, específicamente el 17 de mayo para un partido de Nacional con Progreso (1-3), junto a Rodrigo Quiroz, compañero de algunas extrañas andanzas como esta. Cuando llegamos a la cancha, de inmediato sentimos esa emoción propia de conocer algo nuevo, pero que se sabe importante a la vez. Sabía la historia de ese lugar y la tremenda tradición de su club, por supuesto. Por lo que ese día solo puede ser etiquetado dentro de los días claves de mi vida futbolera. Me llamó la atención que fuera tan pequeño para un club con tanta historia, pero por sobre todo me gustó que estuvieran hechas sus dos cabeceras con paredes de ladrillo, algo que que le ortogaba al recinto un aire inglés inconfundible. La hinchada del Bolso cantaba fuerte "Yo me enamoré de Nacional..." y los seis mil espectadores terminaban por brindarnos un genuino aire rioplatense con sus cantos junto al fútbol criollo verdadero, ese de carácter, pierna fuerte y mucho "huevo". Bien avanzado el segundo tiempo, eso sí, vimos algo que nunca presencié en 20 años de vida como hincha: a un tipo (estábamos en tribuna) se lo llevaron los guardias de seguridad por... putear al entrenador del propio club. Me quedé helado al ver que casi nadie dijo ni hizo nada, excepto uno que intentó defenderlo pero que fue amenazado por uno de estos tipos vestidos onda Matrix y solo así se quedó callado como diciendo entre dientes "así que ahora no se puede venir al estadio a putear, esto es una cosa de locos". Y sentí temor también, lo encontré muy represivo, muy oscuro y me llamó la atención la pasividad e indiferencia del resto. Al día siguiente, comentando la situación con un taxista, con el recepcionista del hotel y con cuanto pude hablar y todos lo encontraron normal y justificable, porque instigaba a la violencia. Plop: sigo pensando hasta el día de hoy que una de las terapias favorables del fútbol es la posibilidad que tiene uno de descargarse con quien quiera, diciéndole lo que le viene en gana. Como decimos en Chile: el poder botar allí "las tensiones de la semana".

Pero este estadio tiene una historia triste que lo liga al cine. En 1918 se mató en ese campo Abdón Porte, un emblemático jugador que no pudo seguir defendiendo la tricolor y no aguantó la vida sin su club. La galería donde se pone la barra brava del Bolso lleva su nombre. Ese hecho inspiró una película muchos años después, pero en Argentina. La vi una tarde de esas medias melancólicas hace muchos años, una tarde como hoy, sin mucho asunto, fría y desolada, en el ciclo de cine argentino que todas las tardes daba el canal Space. La película se llamaba Pelota de cuero (1963), con la diferencia de que al jugador lo vistieron con la camiseta de Boca y terminó matándose en La Bombonera. Los países más grandes tienen esas cosas: terminan por comerse algunas historias ajenas y las terminan haciendo propias. Pero démosle crédito a la industria cinematográfica del hermano país. Gracias a ese ciclo de cine tuve la posibilidad de ver muchas otras películas que jamás hubiera visto por mi cuenta. Así pude varias de Gardel, algunas de Sandro y otras más, pero por sobre todo algunas joyitas del cine futbolero: Pelota de trapo (1948), del mismo director Armando Bó sobre un chico pobre que llega a ser futbolista de primera división y otra que no recuerdo su nombre sobre los orígenes del fútbol en la Argentina a fines del s. XIX con la llegada de los británicos, en especial a partir de Isaac Newell, el profesor de inglés que hizo practicar el nuevo deporte en una escuela secundaria anglicana de Rosario con disciplina y ateniéndose a las reglas oficiales que había traído desde Inglaterra. Creo que el cine futbolero nos ha dado pocas películas entrañables. De Chile, sin duda, la única viene siendo la de Andrés Wood, Historias de fútbol (1997).

Pero no nos desviemos del tema. Es lindo el Parque Central y es un estadio con historia, un estadio que esconde una cosa esencial del fútbol: la leyenda, ese aire a viejo y mítico que solo puede inspirar historias únicas y que hemos podido conocer, de manera trastocada, en parte por la ingerencia mágica del cine.

jueves, 23 de julio de 2009

Manual para perdedores

Así se llama una novela del argentino Juan Sasturain. Me atrajo el título y lo quise empezar a leer hace un año o más, pero no me agarró; me pareció el típico libro policial. A lo mejor debiera pescarlo de nuevo, darle una oportunidad, escribir sobre él. Al menos, pido prestado su título para esta crónica que habla de los perdedores, si es que existen.

Este tema siempre me atrajo. Desde que una vez en tercero medio el profesor de filosofía que tanto recuerdo y agradezco por sus lecturas y sus grandísimas palabras como también por su consejo de no leer a Nietszche que hizo, por cierto, que me fuera de cabeza a leerlo; desde que el profe, decía, nos hizo leer un extraño texto que hablaba de triunfadores y perdedores que me quedó dando vuelta este asuntito. ¿El mundo estaba dividido entre perdedores y triunfadores? Ciertamente que no. Sería ridículo pensar en eso. El mundo no es blanco y negro. Pero tengo la sensación que para muchos esta dicotomía es real e incluso necesaria, alimentados tal vez por esa cultura tan norteamericana que nos habla a través de cierta filmografía de poco valor, aquella que nos recuerda que en el mundo a los losers y a los nerds lo que les espera en la vida es el infierno. En Chile, por cierto, los campeones del exitismo individualista, el disco duro está rayado hace rato con ciertos aires de grandeza que constantemente inflan más nuestro pecho. Sin embargo, hay toda una cultura del perdedor, tan lesiva, tan orgullosa y denigrante que nos habla de grandes personajes de la historia que en vida fueron ninguneados, pero alcanzaron la fama una vez convertidos en leyenda. Aquí entran una serie de escritores, pintores, músicos, artistas en general que resultan ser de culto por su resistencia y persistencia, sobre todo por cierta resistencia, como Kafka, por quien un sesudo autor escribió un libro llamado Kafka o por una literatura menor.
Pero en fin, para variar me estoy desviando del tema. No me gusta hablar de perdedores ni menores, aunque a algunos sujetos se los tilde de tal ("se trata de un poeta menor", la frase resuena en una que otra charla literaria trasnochada). Por ejemplo, Laurel y Hardy, los tardíos personajes de Triste, solitario y final, la increíble novela de Osvaldo Soriano, son catalogados como tal por encontrarse ya en el ocaso de una brillante carrera. El gordo Liaño, el antiguo manager de Martín Vargas, también aparece pintado así en el excelente documental Chi-chi-chi-le-le-lé, Martín Vargas de Chile. Jorge Márquez, hoy perdido en algún lugar de París, me contó una vez que en el bar La Unión chica (lugar de perdedores para cierta cultura larista) conversó mucho rato con Víctor Nilo, aún apesadumbrado, veinte años después, por el contrincante que una vez mató arriba de un ring. De acuerdo a la categorización fría y distante, tajante y demoledora, el ex boxeador nacional también entra en el mismo saco de la leyenda.

Veo una película de Francois Truffaut, Disparen sobre el pianista, protagonizada por Charles Aznavour y en la contratapa de la carátula se señala que se trata sobre un perdedor: un eximio pianista que pudo hacer carrera como solista tocando en los mejores teatros de Europa, pero que sin embargo termina tocando una pianola destartalada en un barcillo del arrabal, en una suerte de boite. Veo la película y desde el principio siento una cierta afinidad con el personaje. El tipo se queda donde le queda, finalmente, más cómodo. ¿Hay algo de malo en eso? ¿Debe ser castigado por haber optado por una vida menos glamorosa? También me acuerdo de una extraña película de Win Wenders, El miedo del portero ante el penalty, de un arquero cuya vida transita entre el deporte y lo policial. Finalmente, no termina siendo destacado por sus voladas gatunas ni por sus achiques valerosos, sino que por un crimen, como aparece en la foto de más arriba.

El rótulo de perdedor es fuerte, es aniquilador. Un cantito de las barras argentinas, ese que dice "Vos sos de la B" o ese otro "Se van para la B", que son de burla malintencionada, hiriente, que pretende pisotear al que está en el suelo. Hay una cancioncita bien buena también, de Beck, cantada en inglés y en español con el mismo estribillo: "Soy un perdedor, I am loser, baby..." En fin, la lista puede ser larga y, por lo que estoy viendo, algo disparatada. A lo concreto: ciertamente me terminan generando más simpatía aquellos que son ninguneados de manera permanente, los que habitan cierto margen, pero que son honestos, humildes y demuestran tener un talento corajudo y recio para estar, pese a todo, con la cabeza levantada, sin pretender mirar el suelo, que los que andan por la vida declarando su éxito. Esos, finalmente, terminan imponiendo su arte. Supongo que esa simpatía es también una declaración de principios, un negarse a tan absurda catalogación y sí, bueno, ya está, un querer optar por los que, pese a todo, tienen un cierto valor para mí. Sean quienes sean, habiten donde habiten, se llamen como se llamen, ganen o pierdan, hay un panteón ilusorio que está lleno de personajes a los que solo se les debe prender una vela y agradecer, como el niño de Los 400 golpes con Balzac, sobre todo agradecer por iluminar un cuadro de pronto, a veces, demasiado oscuro. No sé si esto forme parte del manual para perdedores, pero a mí, al menos, me sienta bien.

martes, 21 de julio de 2009

Un partido en el Valle del Elqui

Pasé unos días de descanso en el Valle del Elqui. Específicamente en Pisco Elqui. También fui a ver a la U a Coquimbo por la clasificación a la Sudamericana y tuve una importante detención en Andacollo a prender algunas velas. Pero en Elqui vimos las estrellas. Muchas estrellas. Abrigados hasta los huesos, la nariz fría, el rostro de hielo, pero vimos las estrellas. Tres estrellas fugaces y un satélite. Ningún ovni.

También recargamos energía en Alcohuaz, Horcón y Cochiguaz. En este último lugar tuve un flash back de aquellos, algo que tiene relación con el aprendizaje. Lo hallé medio cambiado. Hace quince años había estado una semana en un camping durmiendo a la intemperie viendo muchas estrellas y bañándome en el río. Ahora, estuve harto rato buscando el lugar donde me había quedado. Por entonces no existían tantas casas ni hoteles para quedarse. De hecho, solo habían un par de campings, unas comunidades de reflexión y las pocas casas de los lugareños. Todo lo que existe ahora se parece a una invasión de invisible modernidad. Incluso pusieron un pequeño observatorio que parece un torreón español, de esos que hay en Valdivia. Hasta que di con la escuela básica, donde entra eso de algo relacionado con el aprendizaje, lo central de este texto. Mientras tanto, me permito señalar que en el Valle todas las escuelas tienen un aire mistraliano inconfundible. Todas las escuelas, de hecho, tienen un busto de Gabriela Mistral a la entrada, muy cerca del clásico escudo chileno que también está en todas las escuelas bucólicas básicas.

Pero también me permito señalar que cuando paso al lado de una escuela rural, generalmente muy lejos de todo, de inmediato surgen aquellas novelitas de fines del s. XIX y comienzos del s. XX que nos contaban las historias de estudiantes marcados para siempre por la vida de los internados y la experiencia de la naturaleza. Me acuerdo de Edmundo D'Amicis, de Alan Fournier, de Thomas Bernhard y de José María Arguedas, por nombrar a cuatro extraños autores, tan diferentes unos de otros pero que cuya literatura de internado siempre me evocó una infancia marcada por el aislamiento, la distancia, el contacto cercano con lo natural y la amistad cercana y espontánea entre los escasos compañeros. Sé que poco tienen que ver los antiguos internados con las escuelas rurales chilenas, pero siempre realicé esa extraña asociación. Será porque las escuelas rurales siempre tienen algo de evocación o porque más de alguna vez soñé con trabajar en un lugar así, casi mintiendo, mejor dicho, huyendo, cuando en verdad la ciudad te atrapa y muy difícilmente te deja salir si no a "desconectarse" para tener un rato de "contacto con la naturaleza". O será porque siempre ocurren allí cosas cercanas a lo verdadero. Por ejemplo, me remito aquí a un hecho que corrobora lo anterior: en una escuela básica de Panquehue, en el Valle de Aconcagua, donde alguna vez fui a leer algunos poemas de El silencio de esta casa, un libro de tapas negras con una foto de un espejo en su portada, un niño de cuarto básico me preguntó si ese libro era de terror. Al comienzo quedé consternado con la pregunta, pero segundos después me di cuenta que sí, que en verdad, en cierto sentido, ese era un libro de terror, algo de lo cual nadie se había dado cuenta, ni siquiera su propio autor, por lo que fue necesario responderle con propiedad a ese gran descubridor de apenas diez u once años y decirle "Sí, es un libro de terror" y felicitarlo por su inquietante pregunta.
En la escuela básica de Cochiguaz, cuando solo existía el escudo de Chile y no el busto de Gabriela Mistral, es decir, hace quince años, jugué un gran partido de fútbol y eso también tiene relación con lo verdadero y, sin saberlo, con el aprendizaje. Lo recordé en este viaje. Lo tenía completamente olvidado y lo recordé al ver la cancha de baby al lado de la escuela, por entonces algo más pobre que ahora. Con el Moncho caminábamos por ahí sin tener mucho que hacer, que para eso sirve el verano, cuando de pronto vimos la cancha, una pelota y dos tipos peloteando. Había que jugar. Había que poner a prueba el orgullo. Era costumbre. Y jugamos. Eramos dos contra dos una tarde calurosísima de verano. Nuestros rivales resultaron ser el vocalista de De Kiruza y uno de su banda. Cuando chicos los escuchábamos en la radio y cantábamos esa canción que decía "Algo está pasando / algo huele mal...". Teníamos que ganarles, porque además eran algo más grandes que nosotros en edad. Jugamos mucho rato. Con el Moncho hacíamos excelentes paredes y dejábamos a los músicos apenas atornillados al suelo. Sentíamos la fuerza del valle y el aire de la montaña que inflaba el pecho y nos daba más energía. Lo tomamos como algo en serio, porque así lo hacíamos siempre con los amigos cada vez que se armaba una pichanga, porque una pichanga era, por entonces, algo relacionado con el disfrute, con el jugar bien, pero también con ganar, sobre todo con ganar y eso era, por entonces, nuestra verdad. Había que ganar siempre. Una derrota era pesadilla de semanas y un cuestionamiento a tu modo de jugar y, por ende, a tu modo de ser. Y ganarles a esos músicos significaba para nosotros afianzar el orgullo para después contarles a todo el mundo que habíamos jugado una pichanga en no sé dónde y con no sé con quién, en tales condiciones, y la habíamos ganado. Por entonces, repito, en todo sentido, había que ganar, no importa cómo ni por qué. Simplemente había que ganar. Y ganamos. No sé cuánto, pero ganamos. O a lo mejor perdimos. No importa. En ese caso, ocultábamos la verdad. Por entonces nos sentíamos los mejores, los dueños del mundo, no era posible caer. Después vendrían otros partidos que nos enseñarían lo que es perder, derrotas dolorosas, catastróficas. Después vendría la humildad, el terror, la necesidad de escribir.

Es curioso, pero no me había detenido hasta ahora en pensar que una pichanga que bien puede ser cualquier otra pichanga, como esa que una vez jugamos en el Altiplano en la frontera chileno-boliviana, o esa que una vez jugamos en el Campus Oriente de la UC, o esa otra que una vez jugamos en Tucumán, o esa de Chiloé, o esa de Perú, o esa del Parque Inés de Suárez, da lo mismo, lo que importa es que hasta ahora no había hecho la relación: una pichanga cualquiera, de la cual poco me acuerdo y de manera vaga, bien puede servir de ejemplo simbólico para dar cuenta de una época que no daba paso aún, aunque pronto lo haría, al origen de un silencioso y paulatino cambio de actitud y que supongo tiene relación con lo verdadero, el aprendizaje y la madurez. El entorno es el adecuado y también simbólico, lo pedimos prestado: una escuela rural básica del Valle de Elqui, un viaje de desconexión y el recuerdo aleatorio, gratuito, de un gran partido de fútbol casi ficticio una tarde de verano cualquiera esperando ver las estrellas.

miércoles, 8 de julio de 2009

Cuando la U sale campeón

Siempre me gustó Santa Laura. Porque es el estadio más antiguo de Chile (1927). Por el barrio, que aún conserva un aire de otra época, una resistencia invisible hacia la modernidad. Y porque se siente la cercanía de la gente con la cancha. Santa Laura es un estadio querido para los hinchas azules. Muchas veces hicimos de local allí. En la final del campeonato de Apertura 2009, también fuimos locales jugando de visita. De los quince mil y tantos hinchas controlados, según la voz oficial del estadio, al menos diez mil eran azules, quienes llenaron la mitad de la tribuna, la galería norte, la mitad de Andes y un tercio de la galería sur, la recientemente bautizada como Galería Honorino Landa, destinada a la parcialidad hispana. Es decir, todo lo contrario a lo que pensaba el Sr. Segovia, quien ilusamente creyó que Unión sería local en su estadio, un estadio que nunca ha llenado con sus propios hinchas en un partido oficial.

La final de ayer fue una buena final, algo parecido a lo que todos entendemos como definición de una final: dientes apretados, tensión, presión, ansiedad, ilusión, estudio, pase al pie, centros medidos. Tanto o mejor como el partido de ida, jugado tres días antes en el Estadio Nacional, con cincuenta y cinco mil almas, de los cuales apenas dos mil quinientas (de las seis mil que se les asignó) estaban teñidos de rojo. Al partido de ida fui con el Aldo, con quien de chicos (quinto básico) solíamos jugar haciendo estadios de lego. Al partido de vuelta fui con mi hermano Rodrigo, con su camiseta del año 94, la misma que alguna vez a mi me robaron entre seis pendejos apertrechados con amenazantes armas blancas el día que la U salió campeón el 95.

La final de ayer es un resumen perfecto de lo que es la U. Un equipo que genera una pasión descontralada, que hiciera que llegáramos tres horas y cuarto antes de que comenzara el juego para poder entrar tranquilos sin aglomeraciones. Un equipo con una hinchada impresionantemente grande, fiel, entusiasta y con cierta mística. Un equipo que no tiene estadio y que recién en 2010 tendrá su propio complejo deportivo para cadetes y primer equipo en más de ochenta años de existencia. Un romántico viajero, como dice el himno, con una vida fecunda de ideal. Un equipo que hace explotar la tribuna y que todos se vuelvan locos cantando y saltando. Un equipo que aparentemente solo puede ganar sufriendo, como en la semifinal ante Everton y Miguel Pinto salvando un disparo de media distancia o como ayer con un hombre menos los últimos quince minutos y Miguel Pinto atajando todos los desesperados embates hispanos.

Cuando la U sale campeón la mitad de Chile está contenta. Sobre todo, después de tantos años de reveses acumulados: las dos finales perdidas por penales en 2005 y 2006 y la insípida era de Arturo Salah. Cuando la U sale campeón uno se acuerda de muchas cosas. Lo conversábamos ayer con mi hermano: el viaje frustrado a El Salvador el año 94, el encuentro con Leonel Sánchez en la Schopería Munich el 2000, los partidos de Copa Libertadores, el descenso del 88. Tantos partidos, tantos momentos. Cuando la U sale campeón aparece el bombo desde afuera del estadio y se arma una fiesta impresionante, nos compramos unas banderas del recuerdo y la salida de Santa Laura, con una luz mortecina, solo se puede hacer cantando, con la voz pastosa de tanto gritar, con el rostro lleno de felicidad y con una mano haciendo flamear una bandera de color azul. Es todo esto algo próximo a la máxima felicidad.