Los niños que vivíamos en las calles aledañas al Parque Bustamante solíamos matar las tardes de verano entre sus verdes pastos y jardines y en ese gran hoyo de cemento que, dicen, alguna vez fue una inmensa pileta de agua, de no más de un metro de altura. Años después, cuando ya éramos jóvenes despuntando a la vida seria, la Municipalidad de Providencia convertiría ese lugar en una gran pista de juego para los skaters provenientes de todos lados de Santiago. Por entonces, el parque había dejado de ser un lugar de disfrute infantil y se transitaba por ahí más como de paso, como una suerte de intermedio entre el lugar de partida y el lugar de llegada. Pero cuando éramos niños fue un privilegiado lugar de llegada a tan solo a unas cuadras de la casa familiar.
El Parque Bustamante es una larga faja que consta de unas tres manzanas de dispar extensión, desde la estatua de Baquedano hasta los juegos infantiles casi al llegar a la calle Marín. Antiguamente pasaba por ahí el tren hacia Puente Alto, cuando Santiago tuvo la oportunidad de ser una ciudad moderna, con un sistema de trenes suburbanos similar, aunque más acotado, al de Buenos Aires. Nosotros vivíamos muy cerca de la parte del parque donde aún existe un gran escenario disponible para diversos espectáculos. Ese lugar con una gran explanada de tierra, donde en más de alguna ocasión jugamos eternas pichangas, pronto va a desaparecer para dar paso a la construcción de un gran Teatro Municipal, moderno y espacioso, como alternativa artística al que existe tradicionalmente en la comuna de Santiago Centro.
El Parque Bustamante fue el lugar en donde giraba gran parte de la vida comunitaria que algunas familias del sector pretendieron llevar en torno a la Parroquia Italiana. Allí, los niños de la “comunidad” nos educamos, ya sea en el propio jardín infantil de la iglesia o en el mítico Liceo a unas pocas cuadras, casi en la esquina con Santa Isabel. Los domingos nos llevaban a la misa de diez, porque la de las once era en italiano y a la de las doce, nos decían, iban los paltones del barrio y eso resultaba desagradable. La misa de las diez, además, era la organizada por el grupo scout de la parroquia, donde participaban todos mis hermanos. Además, después quedaba tiempo para organizar el almuerzo familiar. En la misma parroquia había un sector, también, en donde trabajaban mis tíos en la oficina de acogida a los inmigrantes y en el fondo de una bodega había un gran piano en donde mi hermano mayor ensayaba algunos mínimos acordes de Beethoven o Mozart. En ese contexto, éramos nosotros, los niños pequeños del barrio, los actores obligados de la fiesta navideña, disfrazados de rey mago, apóstol o niño Jesús. Éramos nosotros, los niños del barrio, los animadores del fogón de Navidad y los participantes entusiastas del gran bingo bailable de fin de año. Pese al contexto de una infancia signada por una dictadura militar, los adultos organizados en torno al catolicismo quisieron marcarnos con la idea de una educación religiosa, sencilla, simple y fraterna, con un cierto grado de protección respecto a la violencia soterrada de “allá afuera”. Pero en el caso nuestro, todo eso se fue apagando poco a poco por un quiebre familiar abrupto que fue confinándonos, silenciosamente, a una vida dentro de cuadro paredes, con escaso acento en la vida social. Como si no hubiese bastado la sombra de una bota militar que pisoteaba, a diario, violentamente, una infancia manchada por las noticias de muerte, dolor y desapariciones, una infancia de juguetes rotos y juegos prontamente acabados.
Pese a todo, el Parque Bustamante fue de esos lugares necesarios para una buena infancia. El lugar de esparcimiento y encuentro de gente de diversas condiciones sociales: desde los que vivían en las grandes casas hasta los que bajaban de los edificios aledaños pasando por quienes vivían en los ya casi desaparecidos conventillos del sector. Fue el espacio necesario para salir de las paredes del asfixiante hogar. El rincón donde podíamos estar solos sin que ningún adulto nos dijera lo que debíamos o no debíamos hacer. Entre sus, por entonces, frondosos jardines, íbamos a cazar mariposas, a columpiarnos eternamente y a pegarle a una pelota a la esquina de un arco imaginario, formado por un árbol y una polera. El Parque Bustamente fue el necesario lugar para comenzar a extender las fronteras de la infancia. Ese espacio que inicialmente era un gran cuadrante formado por las calles Seminario, Marín, Av. Providencia y Salvador se extendía gracias al Parque. La frontera se corría un poco más y nos acercaba a la Avenida Vicuña Mackenna, donde, nos decían, la vida transcurría más salvajemente, más desprotegida, más peligrosa, en torno al comercio y el paso de las viejas micros, a los lanzas y la gente de "mal vivir". De allí llegaban a veces el olor de los gases lacrimógenos y las historias de robos y raptos, la sensación de una vida mucho más amplia y compleja que prontamente comenzaríamos a descubrir. El Parque Bustamante fue el muro que luego iríamos a derrumbar para dar paso a la verdadera ciudad.
Es triste haberse criado en Santiago
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