En 1987 se disputó el Mundial Juvenil Sub-19 en Santiago, Concepción, Valparaíso y Antofagasta. Estaba en quinto o sexto básico y un compañero de curso, el Avaria, un compañero con el que extrañamente habré cruzado diez palabras en mi vida, porque ambos éramos muy callados, pero él lo era en extremo, además andaba todo el día leyendo (por entonces, francamente, toda una rareza; nadie puede leer todo el día sin interactuar con los cuarenta y tantos niños que densificábamos el espacio de la sala, día a día), no era bueno para la pelota y a esa edad el noventa por cierto del curso lo que más sabíamos hacer aparte de estudiar angelicalmente, era correr como loco en los recreos jugando a la pelota.
Corría el año 87, digo, y el Avaria, acaso porque vio en mí algún tipo de pasión incipiente o porque tal vez ya transmitía todo el día con las revistas deportivas que comenzaba a coleccionar o porque simplemente le caí bien, me regaló dos entradas para el partido inaugural entre Chile y Yugoslavia. ¡Chile y Yugoslavia! Yo, que solo sabía algo de ese país, porque tenía un tío de apellido Franulic que se había venido a Chile a la vida, y que cuando hablaba allá en su casona de Rengo, un montón de historias extrañísimas, no le entendíamos nada, pero absolutamente nada, porque su español era indescriptible, y él seguía hablando mientras almorzaba un brontosaurio con sopa y ensalada de tomates. Esa Yugoslavia. Una selección de unos rubiecitos lindos, cuyos posters coleccionaba mi hermana. La de Boban, Suker y Prosinecki. La del técnico Mirko Jozic, que luego se quedaría en nuestro país. Y ese partido, en un día de lluvia, con setenta mil personas en las tribunas, y un 2-4 inolvidable por el gol de Tudor y las chambonadas de un palitroque de apellido Margas. Ese partido al que no pude asistir, porque algún desgraciado compañero de curso me las sacó de mi mochila y pese a que el profesor Durán -hincha del Chaguito devenido en cruzado- nos hizo quedarnos hasta más tarde abriendo cada uno de los bolsos, esos malditos tickets nunca aparecieron y nunca supe si por último el pequeño ladronzuelo disfrutó de esa fiesta futbolera en el viejo Estadio Nacional.
(Sé que esto tiene poco que ver. Pero, bah, qué importa. Pese al incidente, supongo que es desde entonces que los yugoslavos me caen bien. Porque tenían un club de nombre bonito, el Estrella Roja, porque tuvieron un dictador sanguinario como el nuestro y porque siempre jugaron un fútbol lindo, de mucho toque, muy latino. Y porque en Historia nos enseñaron que se trataba de un país relativamente nuevo, como consecuencia de la Segunda Guerra, un pegoteo de pueblos, todos reunidos bajo la misma bandera, y yo trataba de imaginarme cómo sería eso. Qué tristeza. Y quizás porque después sería un país desangrado, un país nuevamente dividido en fragmentos, un país olvidado. Y por el Balkan Express y por Kusturica. Por una cierta alegría tan poco europea. Y porque en el fondo, pese a todo, pese al idioma y el brontosaurio, el tío Raúl Franulic me caía bien).
Todos los otros mundiales, el Sub 15, el Sub 9 o el Supra 40, los he visto por televisión. Todos. Toditos. En el colegio. En la universidad. En el trabajo. En la casa. Desde que tengo uso de razón, desde España '82 hasta ahora. Un comienzo fatídico, es cierto. Un papelón. Y luego puros mundiales sin bandera chilena. Hasta Francia '98. Y ahora este, el más lindo de todos con presencia tricolor. Sudáfrica "veintediez". Todo una vida en torno a los mundiales. Siendo el más atractivo, para mí, el de México '86. Porque era más niño y porque vi a Maradona en su esplendor.
Cada Mundial trae consigo una propia historia. España '82: el primer gusto por el fútbol y su historia, conocer a los jugadores y la tradición futbolera. México '86: el maravillamiento, el asombro, la mano de Dios y el deseo de querer ser futbolista. Italia '90: el desencanto, la traición napolitana, el fútbol como negocio. Estados Unidos '94: el no entender por qué un jugador muere a balazos, el comprender por qué los norteamericanos no vibran con este deporte. Francia '98: la fiesta de los chilenos endeudados en París y viendo Chile - Italia junto a mi viejo en su lecho de muerte. Corea-Japón '02: que el orientalismo no es más que Occidente más tecnología y mucha disciplina. Que los samurais es a los nipones lo que los huasos a los chilenos, que es preferible ver la final de un Mundial que ir a empelotarse al Parque Forestal. Alemania '06: con cables pelados, enfermo en cama, aburrido de ver fútbol intrascendente y calculador. Sudáfrica '10: el deseo y el gusto de ver que el fútbol ofensivo termina por imponerse al fútbol defensivo, y ahora, con un niño en brazos que se asusta cuando su padre grita como loco un gol de Chile.
Ya tengo avisado en casa que el 2014 nos vamos a Brasil. Como sea. En auto, camión, avión o bus. En carpa, hotel o residencial. Que será época de trabajo. Y qué. Que el niño será muy niño. Y qué. Que las favelas, que los locos, que toda Sudamérica estará allá. Y qué. Será mi primer mundial en vivo. Ojalá con Chile en cancha. Y ojalá que pueda estar, entonces, para contarlo.
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