La historia no es nueva, pero esta vez tiene condimentos muy especiales. En el año 70, cuando ya se apagaban los últimos estertores del Ballet azul, el gran equipo de los años 60 que ganó todo a nivel nacional, pero que nunca pudo validar sus réditos a nivel internacional, se llegó a las semifinales de la Copa en partido de definición con Peñarol en cancha neutral. Los uruguayos habían ganado en el Centenario y la U lo había hecho en el Nacional. Pero en caso de empate, la diferencia favorecía a los carboneros. Dicho y hecho. 2-2 en el conteo final y las crónicas hablan de un rebote que dio Adolfo Nef, que hubo falta de por medio, que gracias a ese gol tránsfuga los uruguayos recibieron los honores propios de una final que luego no ganarían.
La historia del año 96 la puedo contar más vívidamente porque la viví de cerca como hincha. Se trataba de un muy buen equipo que había salido campeón nacional los dos últimos años y tenía jugadores de experiencia y en su mejor momento futbolístico. Dirigidos por el argentino Miguel Ángel Russo, en ese equipo brillaban -puedo recitar casi de memoria- Sergio Vargas, Cristian Castañeda, Cristian Traverso, Ronald Fuentes, Miguel Ponce, Luis Musrri, Patricio Mardones, Esteban Valencia, Leonardo Rodríguez, Rodrigo Goldberg y Marcelo Salas, junto a Víctor Hugo Castañeda, Walter Silvani y algún otro que se me pueda escapar. Ese equipo nunca ganó de visita, pero clasificó en octavos en Montevideo y en cuartos en Guayaquil. En primera ronda, les ganó a la UC, Botafogo y Corinthians. En octavos eliminó por penales a Defensor. En cuartos dejó de lado al Barcelona ecuatoriano y en semifinales se rindió ante un muy buen equipo como el River Plate de Enzo Francescoli, Hernán Crespo, Ariel Ortega y otros, ante la ayuda poco ilustre, vergonzosa, de un pésimo árbitro ecuatoriano de apellido Rodas, que recordaremos por siempre por su descarada hipocresía de no cobrar uno de los penales menos dudosos y más impúdicos a la vez de toda la historia de la Copa: el de Germán Burgos sobre el Huevito Valencia, que pudo haber cambiado la historia. Esa vez el llanto de impotencia y rabia nos sumió a varios en una mudez de semanas, meses, años.
Catorce años después nuevamente un dichoso equipo azul vuelve a restaurar la alegría de estar situado en estas instancia mayores, entre los mejores equipo del continente. Probablemente menos vistoso que el del 96, pero tanto o más copero. Un equipo adiestrado por el uruguayo Gerardo Pelusso, quien justo hace catorce años estaba dirigiendo a Iquique, luego de un mal paso por Everton, y que llega a esta instancia por segunda vez consecutiva, luego de haber llegado hasta acá el año pasado con Nacional. Es que el tipo ha demostrado que algo sabe. Sabe, por sobre todo, armar un equipo bien estructurado, equilibrado y capaz de desnivelar en cualquier cancha. Tiene, además, a un grupo de jugadores hambrientos de gloria, pero que también saben jugar al fútbol. Se trata de la misma base que llegara a octavos el 2009 dirigidos por Sergio Markarián y a cuartos de la Sudamericana del mismo año con José Basualdo. Ese mismo equipo, cuya base está compuesta por Miguel Pinto, José Contreras, Rafael Olarra, José Rojas, Manuel Iturra, Felipe Seymour, Walter Montillo y José Manuel Olivera, más los uruguayos Mauricio Victorino y Fernández, los argentinos Matías Rodríguez y Diego Rivarola y los chilenos Edson Puch y Eduardo Vargas, junto a algún otro que se me pueda escapar. Sus nombres quedarán marcados a fuego, porque ya forman parte de la historia de este querido club chileno, especial por lo atípico (de origen universitario, pero con gran arraigambre popular; un club que nunca ha contado con un estadio propio y que sin embargo semana a semana moviliza a miles de personas en todos las canchas donde se presenta a jugar), siempre aguerrido y con una mística difícil de explicar.
La U clasifica una vez más a unas semifinales de Copa Libertadores y la hazaña se vive a full en un Santa Laura que es una caldera. Con síntomas de infarto, de pánico. De no querer seguir gritando más para no gastar aún más la voz, porque podemos guardar algo de garganta para la celebración final, esa tan esperada y liberadora de tensiones. Los campeones brasileños hacen méritos para llevarse algo más que un triunfo, pero basta el golazo de sombrero de Montillo para que la U tenga un respiro. Se clasifica perdiendo el invicto, pero se clasifica. El histórico triunfo en Maracaná ha resuelto más de la mitad de la llave. Era una jornada más con las posibilidades de abrochar una clasificación redonda, con autoridad, pero es como si la U no supiera de comodidades y buenos pasares. Todo los logros de este equipo han sido en base a sacrificio, esfuerzo y fútbol. Pero por sobre todo en base a dramatismo. Un dramatismo loco que a veces emociona hasta las lágrimas.
Terminado el partido varios decidimos descansar un rato. No solo esperando que las siempre estrechas salidas del recinto estén más fluidas, sino que simplemente tratando de reconstituir al menos una parte de una campaña histórica, especial, de cinco triunfos (tres de ellos en el extranjero), cuatro empates (tres de local) y una derrota que, sin embargo, significa el paso a la instancia de los cuatro mejores, con el derecho a seguir soñando por dos meses más cuando se reanude el campeonato, para enfrentar a los mexicanos de las Chivas de Guadalajara.
Terminado el partido sobrevienen los abrazos y las despedidas. Escuchamos de regreso el relato del gol de Montillo y luego la conferencia de prensa. Y tenemos un momento de relajo para dejar decantar algunas de las cosas que aquí se expresan, como también para poder liberar algunas de las tensiones acumuladas durante estos noventa minutos del deporte más hermoso del mundo. Y mañana trataremos de revivir en los diarios la historia de una Copa vivida desde adentro. De goles gritados de manera eufórica. De uñas gastadas. De saltos y cantos. De insultos y rabias. De sueños e ilusiones.
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