Algunas de las mejores películas (aquellas capaces de entregarte una verdadera experiencia de cine, es decir, olvidarte, realmente, entre otras cosas, de toda la furia citadina de allá afuera y de toda la furia psicológica de acá adentro, en pos de una historia bien contada) apenas aparecen en algunas salas olvidadas. Aquellas películas que constan de dos requisitos básicos: una buena historia y bien contada.
A propósito de una muestra de lo mejor de los últimos cinco años del Festival de Sundance, surge una película como esta: Rocket science, premiada en 2007. Una película de esas que son entrañables por la mirada sugestiva, sensible, de un director dispuesto a entregarte una historia llena de detalles, puntos de fuga, algunas ideas claras y otras muchas aún por descubrir. La historia de un joven de una típica high school norteamericana, tartamudo e inhábil socialmente, que por razones anexas a su voluntad termina siendo involucrado en los clásicos torneos de debates por una chica tan exitosa como utilitarista.
Una de esas películas que retratan la adolescencia, cierta adolescencia que todos alguna vez nos tocó vivir. Esa adolescencia absoluta de paveza. Llena de tiempos muertos como de segundos cargados de intensidad. Prodiga en ridiculeces y esperanzada ante el mundo difícil de comprender aún. Cargada de amor y cargada de furia. Esa edad incógnita en donde nada parece resuelto y, sin embargo, cuán parecidos somos después a esa cosa rara que fuimos.
Creo que este tipo de películas (recuerdo ahora otra muy entrañable: ¿A quién ama Gilbert Grape?) de pronto alimenta una cierta nostalgia. Ese espejo roto que alguna vez fuimos. Esa cosa irresuelta llena de sueños y anhelos difíciles de alcanzar. Esa guitarra partida en dos con las cuerdas al aire, disonante, absurdo, inútil. Nostalgia de lo absurdo que fuimos y que, sin embargo, a veces quisiéramos volver a ser.
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