viernes, 9 de abril de 2010

Huacho

Esta es una película chilena que contó con financiamiento de organizaciones francesas. De lo contrario, difícilmente se podría haber realizado. Fue premiada, además, en Sundance.

Huacho es una película que retrata la parte olvidada de nuestro país. La de esos protagonistas cotidianos, comunes y corrientes, que día a día hacen frente a la vida en medio de una sociedad cambiante, que bombardea consumo y exije el éxito.

Los protagonistas de Huacho son cuatro y el eje es el niño sin padre. Símbolo de nuestra sociedad de siglos. La del padre ausente. Para profundizar en esto basta revisar el clásico de Sonia Montecinos, Madres y huachos, o el reciente Ser un niño huacho en Chile, de Gabriel Salazar. Ambos textos hacen uso de esta voz mapuche para retratar el descalabro social de una nación construida a partir de la fuerza extendida por la madre para sostener al núcleo familiar, ante el desaparecimiento del padre que no asume su responsabilidad, que es alcohólico o trabaja en varias partes como gañán y tiene varios hijos repartidos por ahí. En esta película que parece documental no se cuestiona para nada esta ausencia. Simplemente el padre no está. Y eso parece asumido.

El escenario es algún lugar campestre cercano a Chillán, en el corazón de nuestro Chile sureño. Como lámpara que rota, la película empieza con todos juntos y luego se disgrega para seguir las actividades de un personaje durante todo el día, para luego volver al punto de partida (que es cuando se apaga la luz a la hora del desayuno) y empezar con otro personaje. Y así terminar todos juntos otra vez, a la hora de la once-cena.

La abuela. Ella hace quesos y los vende en la carretera. La leche que viene de un fundo ha subido unilateralmente y el queso se debe vender más caro. Pero la abuela no es buena vendedora y los compradores se aprovechan. Al final, lo que importa es llegar a la noche con unas luquitas bajo el brazo. La abuela es silenciosa y ordena las cosas de la casa. La abuela mantiene el orden del ranchito. La abuela es la matriarca.

La madre. La hija de la matriarca. Trabaja en un fundo donde se realizan visitas turísticas y se les da comida a los turistas. Su labor es estar en la cocina. Pero también pagar las cuentas de su casa. La luz se ha apagado en su casa porque en vez de pagar la cuenta decidió comprarse un vestido azul en Almacenes París. Las razones no se explican, pero se pueden deducir. Se ve en su cara la insatisfacción, el deseo de tener más. Su rostro es el rostro de miles de chilenos endeudados subsumidos por el crédito fácil. La madre pide permiso a su jefa para partir a Chillán a pagar la cuenta de luz. Para tal efecto, se pone el vestido azul. A la ciudad, se va elegante. Ya en la tienda, se lo cambia en los probadores y lo puede devolver. Luego, va a pagar la cuenta de luz. El resto del día es un paseo solitario por las tiendas de la ciudad y el brillo de las vitrinas no refleja más que el recuerdo de lo que no se tiene.

El abuelo. El esposo de la matriarca. El padre de la madre. Toda su vida la ha pasado en el campo. Pero ahora está viejo y lento. Es de hablar pausado, parsimonioso, pero su hablar está lleno de historias, muchas de ellas que no interesan para nada al niño. Debe trabajar solitario en un fundo levantando una cerca. Al terminar la jornada, lo mejor es pasar a un barcito campesino, típicamente oscuro, donde todos los hombres de campo se toman sus copas para recomponerse de los daños del sol. Al final hay que ir a buscarlo para que no se quede más tiempo de lo conveniente.

El niño. El hijo de la madre. El nieto de los abuelos. El huacho. Tiene la edad de un estudiante de séptimo u octavo básico y va a un colegio que parece ser particular o particular subvencionado, por la calidad de las instalaciones, por la ropa de los estudiantes y por los compañeros que tiene, los cuales tienen un buen nivel de habla y manejan a diario juegos electrónicos. El niño no quiere ir al colegio. Le cuesta levantarse. Luego, entendemos por qué. Es excluido. No es querido. Sus compañeros rubios le dicen el indio. Y lo dejan de lado de la pichanga del recreo y no comparten con él el nintendo. A la salida del colegio se va a jugar solo a un centro de juegos con las monedas que ha podido recolectar revisando las otras máquinas. Su situación tiene muchos más matices que mejor vale descubrir viendo la película. Pero su caso es también el caso de otro miles de niños chilenos que están siendo educados en nuestro país y no tienen las herramientas necesarias para sobrellevar a las condiciones ambientales amenazantes, poco gratas, de algunos centros educativos.

En definitiva, Huacho es de esas películas que enaltecen nuestro cine. Lástima que su circulación se reduzca a las salas de cine arte y no pueda extenderse a un público más amplio. Huacho es una película que todo sujeto preocupado de lo social tiene que ver.

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