Una mañana de domingo de comienzos de la década del 80, el tío Renato nos llevó a mi y a mis pequeños hermanos (uno, dos años menor; la otra, dos años mayor) a los juegos del Parque Forestal, casi frente al Museo Bellas Artes. Junto a nuestras primas pasamos unas horas columpiándonos y trepando unos largos bloques de acero. Era común jugar con nuestras primas de más o menos la misma edad nuestra; lo que no era común era haber llegado hasta allí: una de las cosas que marcaron nuestra infancia fue el encierro. Por eso, cada vez que salíamos a algún lugar de la ciudad esta quedaba grabada para siempre no tanto por sus propias características llamativas sino que por lo novedoso del asunto. El hecho mismo de salir del hogar.
El niño, por lo general, vive la mayor parte de su tiempo encerrado. Si en los primeros años los motivos se relacionan con la preocupación por posibles enfermedades, el frío o la absoluta dependencia, en los años posteriores se relaciona con la inserción en las instituciones educativas que lo acogen y moldean. Solo quedan las horas muertas de la tarde y las horas muertas del fin de semana. A nosotros nos tocó, además, una simbólica forma de encierro. Tuvimos una madre fallecida muy tempranamente y un padre que a partir de entonces se fue recluyendo cada vez más hasta el más absoluto y asocial de los enclaustramientos, acarreando consigo, en parte, a sus pequeños huérfanos, debidamente educados para conservar el respeto y no hacerlo rabiar, según nos había pedido nuestra madre el día de su despedida en su lecho de moribunda. Dadas esta circunstancias tan poco afortunadas, salir más allá del patio o de la acera del frente o del otro parque que apenas quedaba a dos cuadras de la casa se convirtió, entonces, en todo un suceso precisamente por su escasez.
Muy pocos fueron lugares que visitamos junto a nuestro padre. La vida, después, nos regalaría otros momentos de compañía. Pero esto hizo que la ciudad la descubriera mucho más tarde, ya con doce o trece años, cuando recién pudiera valerme con independencia. Por entonces, el clásico paseo dominical consistía en ir al Cementerio General a ver a nuestra madre y a nuestro abuelo y a una prima muerta de diabetes con apenas nueve años, a quien no alcanzamos casi a conocer. Comprábamos flores en Arzobispo Valdivieso al llegar a Avenida Recoleta y caminábamos unos diez minutos a paso lento y en silencio hasta la tumba familiar, en donde cumplíamos el rito de cambiar las flores podridas por las nuevas con agua sacada de unos tambores gigantes. Luego rezábamos algo, probablemente hacíamos algunos pequeños recuerdos y el resto del tiempo lo pasábamos corriendo y saltando sobre montículos de tierras, jugando a las escondidas en medio de las otras tumbas, revisando los nombres, las estatuas y tratando de descubrir algún mausoleo abierto. Desde entonces, supongo, proviene esa extraña fascinación que más tarde sentiría por los cementerios, como si su aire rancio a flor desencajada, su silencio apagado y su inquieta tranquilidad brindara la misma paz que nos daba entonces, un poco menos juguetones, cuando ya volvíamos a casa enfilando por Avenida Perú y luego por Purísima, para encontrarnos con esa casa que tanto nos gustaba, la casa cuya entrada de mosaico era una gran escalera, y un poco más allá pasar por ese Parque Forestal donde nunca bajaríamos porque ya era hora de ir a almorzar.
Hubo muchas ocasiones en que pudimos conocer otros lugares: el Zoológico, por ejemplo, una helada mañana en medio del Cerro San Cristóbal, o el barrio Franklin, cuando buscábamos alguna loza de baño que reemplazara a la que se había roto producto del terremoto del 85. Pero así fueron, sin chistar, nuestros escasos paseos por la ciudad junto a nuestro atribulado padre. El resto del tiempo, la mayor parte del tiempo, lo vivíamos recluidos, inventándonos juegos con los pocos niños que habían en el barrio, viendo en las mañanas los dibujos animados norteamericanos y japoneses y Sábados Gigantes a la hora de la once, y los domingos el Magnetoscopio musical y el Jappening con Já, que eran algunos de los escasos programas que animaban la subdesarrollada oferta televisiva de tres canales. Lo otro era jugar solo, en la más absoluta y hermosa de las soledades, quizás, la mejor forma de entretención del niño, rodeado de sus propias inventivas y reglas, con cuentos que nadie le cuenta, solo él.
Las otras salidas a jugar corrían por cuenta de nuestros tíos Renato y Nancy, cuando en un arranque de bondad nos sumaban a sus hijas o junto a los padres de los primeros amiguitos. En una ocasión, la tía Nancy nos llevó un día al circo en plena Plaza Baquedano, en el mismo lugar donde hoy se emplaza el celular gigante de la Telefónica. Con la mamá del Figueroa, en cambio, amigo de barrio y de escuela a la vez, pasamos una tarde entera en Fantasilandia, en el Parque O'Higgins, una tarde de esas de sábado, largas, intensa e inolvidables, para volver exhaustos a casa, de noche, a dormir felices.
El mapa imaginario que por entonces era Santiago se fue completando más tarde, como un puzzle suspendido en el tiempo, a medida que la sociabilidad escolar se acrecentó, pero por entonces salir a pasear, salir a jugar podía considerarse apenas un eufemismo, una gota de risa en medio del panorama desolador de una casa habitada por la muerte y una ciudad custodiada y fisurada por el ruido de las botas militares. Una casa en donde la palabra juego siempre tuvo una pequeña mancha, algo de adultez abrupta, temprana, no invocada sino presencial, fantasmal, como el letargo de un juguete roto. Y una ciudad en donde el caceroleo en medio de la noche oscura era un juego peligroso por los sapos y las balas perdidas. En este contexto, salir a pasear, salir a jugar significaba liberarse de unas paredes altas y oscuras. Un mínimo arresto de felicidad. Los primeros escarceos de una adolescencia callejeada que más tarde vendría a revertir el tiempo agrio del pequeño reo enjaulado.
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