lunes, 25 de octubre de 2010

Diario de un viaje a California VIII

Efectos personales del escritorio de Charles Bukowski

Llegamos a la Huntington Library casi por casualidad y nos encontramos con toda una locura allá adentro. Lucía nos había dicho que allí estaba La Biblia impresa por Gutenberg. Y en efecto, allí estaba, no la primera edición, pero seguro una de las primeras, de 1450-1460. Es decir, uno de los ejemplos vivos de la historia de la imprenta, el libro por el que se ha pagado más en la Gran Historia del Libro: 50.000 palos de los años veinte. Pero el asunto no se quedaba ahí. Encontraríamos, además, otra serie de joyitas librescas como la primera edición de los Cuentos de Canterbury, algunas de William Shakespeare y Marlowe, primeras ediciones y cartas de científicos como Kepler, Galilei, Copérnico, Einstein y toda una serie de libros raros extraídos de una bodega similar a la de un banco, a la que nadie puede acceder, y cuyas muestran se exhiben para captar la admiración del vulgo: libros antiguos de medicina, de astronomía y física, de geografía, historia y agricultura, grabados y láminas de flora y fauna, una colección de las primeras ampolletas eléctricas de la historia y en un rincón, 250 ejemplares distintos, primeras, segundas y terceras ediciones en diferentes idiomas, del mismo libro: El origen de las especies, de Charles Darwin. Todo, perteneciente a la colección privada de un excéntrico y millonario norteamericano que murió a comienzos del s. XX, y a quien Estados Unidos le debe, entre otras cosas, la construcción del ferrocarril que atraviesa el país de este a oeste. Su nombre: Henry Huntington.

250 ejemplares de El origen de las especies

Entre esas otras cosas está su quinta de agrado en San Marino, California, en medio de un acomodado suburbio de la ciudad de Los Ángeles, convertida en museo y parque por sus amplios jardines de todo tipo (chinos, japoneses, para niños, tropicales, todo lo que se pueda imaginar) y sala de exposiciones itinerantes. “Es fabuloso” –había dicho la Lucia-. “Es un bonito paseo. Tienen que ir”. Y fuimos. Hora y media en auto desde Irvine evitando las multitudinarias carreteras y paseando por los pueblos-ciudades-suburbios de la grande Babilón, unos pegados a otros como trencito, suburbios conquistados por chinos, suburbios conquistados por mexicanos, suburbios para lo que queda de norteamericanos: Tustin, Orange, Anaheim, La Mirada, Whittier, El Monte, Rosemead, Alhambra, San Marino, Pasadena. Unos pegados a otros en un interminable tour de casitas con porche, antejardín e interminables centros comerciales, de esos que se anuncian desde torrecitas en sus esquinas, como en las películas, siempre desde lo alto, sobresaliendo del extenso plano urbano de casas de dos pisos.

Y fue fabuloso. Tan fabuloso como el brillo del oro en las manos de este hombre. Símbolo del capital más puro, aquel que nace del negrerismo y genera tanta plusvalía que ya no se sabe en qué invertir, y del sin sentido del dinero a raudales, que de ser tan inmenso y numeroso, pierde su valor. Todo, para quien fue capaz de casarse con su tía para preservar aún más los acaudalados bolsillos y así perpetuar su fortuna. Metáfora de un país inmensamente rico, capaz de satisfacer todos y cada uno de los caprichos de sus insignes prohombres. De la acumulación. Y de la extraordinaria locura que engendra el coleccionismo de los museos, aquello que permite brindar un espectáculo de los objetos culturales del ser humano, reunidos bajo un mismo techo para la admiración y asombro del ciudadano común y corriente que necesita llenar su estómago no solo con el refill de los coffes and beverages, sino que también algo de su culposo y empobrecido espíritu.

La Biblia, Gutenberg

La Huntington Library puede llegar a ser una visita obligada para todo espíritu libresco y para todo coleccionista enfermo de sus colecciones. Es una visita que no deja de asombrar y exaltar al más abúlico de los visitantes. Puede llegar a generar incluso algo de alegría. Pero por sobre todo, es llegar al alma solitaria del hombre bien vestido, rodeado de sus monedas de oro. De un hombre extraordinariamente solo en medio de su colección, en medio de su palacio, en medio de sus jardines, mientras allá afuera las multitudes salen de los malls y vuelven a sus autos para enfilar rápido en la cinta de las carreteras, con un vaso de café o bebida rellenado.

Supongo que los treinta dólares gastados en la entrada valieron la pena para llegar a este asombro. Supongo que los otros treinta dólares gastados para rellenar nuestro escuálido estómago de burgueses empobrecidos de espíritu, también valieron la pena para estar atentos, sin retorcijones, sin dolor de cabeza, sin dolor de pies. Pero pensándolo bien, más allá de toda fábula, nos quedamos con esa pequeña exposición sobre Charles Bukowski que ocupaba un rincón del imponente edificio, que me imagino debe haber sido muy bien pagada para la heredera de su obra, Linda Lee Bukowski. En ese mínimo espacio de no más de 40 metros cuadrados, los visitantes librescos nos emocionamos mucho más con las cartas, poemas y fotos de este singular poeta genuino de Estados Unidos, un ejemplar único que ahora que se está acá, se entiende que solo pudo haber escrito acá todo lo que escribió, comprendiendo, en gran parte, los motivos de su obra y los excesos de su vida en medio de una vida hecha para perderse.

Libros raros. Entrada prohibida.

Vemos las cartas y fotos que sus admiradoras le mandaban. Una, desde Australia, le manda cuatro fotos: una de su rostro, otra en bikini, entrando a una piscina, la tercera del espejo y velador de su cuarto, y la cuarta, de su cama. Otra admiradora le manda una carta-poema en donde le dice que lo admira mucho, que es un gran poeta y que al ver su rostro no cree ni una palabra de lo que se dice de su vida sexual. Pero nosotros nos quedamos, definitivamente, con la pequeña vitrina que muestra algunos de sus efectos personales habituales de su escritorio de trabajo: la vieja máquina de escribir, unas lapiceras, una copa de vino, unos lentes y una vieja radio en donde, se dice, acostumbraba escuchar música clásica mientras escribía. Aquellos efectos personales terminaron siendo la afectiva muestra que validó el viaje. Como objetos inertes aparentemente sin valor alguno, relucen por sí mismos al mostrarnos el alma del sujeto que escribe rodeado de sus enseres principales. Únicamente del sujeto que llenó su espíritu a punta de palabras vertidas con fuego, desprovisto de toda máscara. Esos mínimos objetos esconden en sí mismos cuán apreciables pueden llegar a ser las cosas cuando se relacionan afectivamente con la memoria. En una visita a un lugar tan grandioso como la Huntington Library, esos mínimos objetos terminan siendo un agradecido gesto de lo personal y único versus la grandiosidad falsa del dinero. Querencia del ser humano rodeado de sus materiales elementales, ajeno a todo afán mercantil.

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