martes, 12 de octubre de 2010

Diario de un viaje a California VII

Irvine Ranch, 1959. Futuro lugar de emplazamiento de la Universidad de California en Irvine.

La llegada del otoño traicionó el pequeño paraíso que había construido en este lugar. Los estudiantes se mueven por cientos como hormigas a través del Aldrich Park, el esférico pedazo verde y hermosamente arbolado, repleto de cuervos, conejos y ardillas, que es el núcleo de la gran célula de edificios que conforman la Universidad de California, en la apacible y templada Irvine. Las hormigas-estudiantes, con una leve mayoría de ascendencia oriental, han quebrado el silencio monacal del campus al cual me había acostumbrado durante el verano y ahora la Langson Library es un hervidero de personas que hablan, merodean y estudian a montones, convirtiendo mi monasterio medieval de libros donde pasaba horas y horas en el más santo de los silencios en una simple biblioteca universitaria del s. XXI a pleno funcionamiento. Es difícil ahora conseguir un computador desde el cual escribir. Camino hasta la Science Library, donde hay un poco más en cantidad, y encuentro uno en un rincón, esperándome para redactar estas palabras. A mi lado, dos jóvenes chinescos degustan una olorosa ensalada mientras estudian algo que no alcanzo a percibir muy bien. Capaz que uno de ellos, en cincuenta años más, sea un Premio Nobel de Ciencia y yo lo inmortalice primero gracias al aderezo de su frugal almuerzo.

Algunos poetas tendrían extrañas conductas en este lugar. Claudio Bertoni, por ejemplo, estaría loco con los shorcitos cortos de las estudiantes. Cuantos poemas saldrían del solo hecho de sentarse un rato a ver pasar a estas damiselas, cuyas prendas públicas no son habituales en el conservador y frío Chilito. Carlos Soto ya habría reunido a un par de gente y hubiera roto la monotonía de los espacios comunes con alguna sensata y lúdica performance, leyendo un poema muy similar al de La ciudad de Gonzalo Millán, pero con la reversa imaginaria de la historia de este rico país. Cristian Cruz pasaría largas horas en el pub situado en el Student Center, claro que alcanzaría a tomarse solo unas dos copas de vino con los precios de hotel puestos en la pizarra. Terminada su segunda copa, aun sin estar saciado del todo, despotricaría contra todo y contra todos y partiría a Trader’s Joe, el supermercado más cercano, a comprarse la botella más barata de vino, la cual sería, para su sorpresa, un para nada despreciable Chianti de cuatro dólares producido en la mismísima California. Una vez superado el trauma, transmitiría en directo desde singular pub universitario, una serie de entrevistas a poetas locales tratando de entender qué mierda significa escribir poesía en este país.

No me atrevo a pensar qué harían otros poetas, la historia puede llegar a ser demasiado larga y algo delirante, pero seguro nadie tendría clara la película. Este lugar es tan desconcertante como imprevisible. Tan así, que una asociación de estudiantes musulmanes ha sido censurada por la universidad con prohibición de reunirse públicamente tras haber sido acusados de irrumpir violentamente en febrero pasado durante una conferencia dictada por un intelectual de origen israelí. A veces, el orden perfecto es sinónimo de una violencia soterrada. Una passive aggressive de la cual ya me han advertido y que ya me ha tocado vivir y que no viene al caso detallar aquí.

Es otoño en California y las chalas, los shorts y las poleras todavía no pasan al closet. Hay en promedio 25 grados Celsius y me dicen los locales que es así prácticamente todo el año. Es un pequeño paraíso lleno del confort reservado solo para el primer mundo. Solo para los estudiantes que pueden pagar, en promedio, treinta mil dólares al año para estudiar y vivir cerca de la universidad. Solo para los que tienen auto, porque el transporte público funciona, pero es demoroso, demasiado lento, y aquí todo tiene la lógica del suburbio norteamericano, donde no existe el concepto de panadería o almacén de la esquina. Solo para los que van a surfear a cualquiera de las cálidas playas que abundan en la costa, en especial, Huntington Beach, famosa por sus olas. Para el resto, Irvine es un lugar inalcanzable. Para los de origen afroamericano, que aquí apenas se ven, y para los inmigrantes, especialmente mexicanos.

Estos últimos siguen llegando todos los días desde las colinas y el desierto, encerrados en maletas especiales dentro de los autos, atravesando el cruce de Tijuana a San Diego arriesgando la vida, enfrentando a la muerte para encontrar en California el oro perdido, el simulacro de una mejor vida, trabajando en la sección de carnicería de Wholesome Choice, el supermercado de origen persa, o como auxiliar de aseo del John Wayne Airport, en las cocinas del Subway, de McDonalds, de Wendy, de Lee’s Sandwichs, en los jardines de la universidad y los grandes condominios, y en general en todos aquellos trabajos que nadie quiere hacer, solo, tal vez, y por un tiempo, el estudiante que hace un esfuerzo para abaratar los costos que implican estudiar en una universidad. Costos relacionados con privilegios: de acuerdo a un cartel emplazado a las afueras de la Science Library, en el marco de una campaña organizada no sé por quien y titulada Teach for ten, solo uno de cada diez jóvenes que estudia en su propio distrito termina el college, todos los demás lo abandonan para ponerse a trabajar. Leyendo el cartelito me hace sentido, entonces, que una inmensa cantidad de estudiantes de esta universidad pública norteamericana lleguen, todos los años, a esta Ellis Island estudiantil, a raudales, provenientes del Mar Amarillo y sus alrededores. Mientras tanto, la crónica policial de Los Angeles Times, la sección Crime, lleva un conteo diario de los crímenes cometidos en el condado de Los Ángeles. Hasta el 28 de septiembre, han muerto 484 personas este año. Entre ellos, un ex compañero de colegio, Adolfo, asesinado a balazos la madrugada que celebraba su cumpleaños, tras recibir disparos provenientes de un vehículo en movimiento. Todas esas muertes, como la del hombre encontrado con la cabeza amarrada a una bolsa en el baño del LAX Airport, en Los Ángeles, llegan hasta Irvine, la ciudad más segura de Estados Unidos de acuerdo al FBI, como un eco lejano, como un pedazo de realidad demasiado escalofriante como para interrumpir el paraíso aquí construido desde hace cuarenta años, con la fundación de la ciudad. Un lugar apacible, hecho para olvidarse de todos los males del mundo. Un pequeño paraíso inconsciente, limpio, verde, caluroso y cálido, en donde tienes suerte si en veinte minutos de caminata por una vereda cualquiera te encuentras con otro ciudadano de a pie e intercambias un educado y leve “Good morning. Have a nice day”.

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