viernes, 20 de marzo de 2009

¿El Nobel para Ernesto Sabato?

Hace poco leí en la prensa escrita que uno de los más firmes candidatos para recibir el Premio Nobel de Literatura este año sería Ernesto Sabato. El galardón, en parte, saldaría una antigua deuda de la Academia Sueca con la literatura argentina: ni los más grandes, Cortázar y Borges, lo recibieron. El asunto, de ser así, no puede más que alegrarme. No tanto por la relevancia del premio (que, en realidad, poco me importa), sino porque se trata de un escritor "cercano", con el cual existe una secreta correspondencia, una analogía diría Octavio Paz, porque fue uno de los culpables de que en mi juventud fuera atrapado por el fantasma de la literatura.

A Sabato lo descubrí gracias a mis profesores de castellano del colegio. Porque me hicieron leerlo, discutirlo y analizarlo del mismo modo que permitieron que lo hiciera con Camus, Kafka, Dostoievski y tantos otros que alimentaron mis juveniles necesidades espirituales.

Y gracias a Sabato descubrí lo que significa escribir. Él decía que uno debe escribir sobre sus obsesiones. Sobre aquellas cosas que lo atormentan. Ese tipo de literatura es la genuina, la que nadie te puede cuestionar, porque es la que tiene relación con lo más secreto del ser humano. Por eso, cuestionaba al escritor que lo hacía por encargo. Aquel que se amarra a un jugoso contrato y debe escribir un libro cada dos años. Sabato, en cambio, lo hacía por necesidad. Porque debía hacerlo. Físico de formación y surrealista por opción, Sabato escribió apenas tres novelas: El túnel, Sobre héroes y tumbas, y, Abaddón el exterminador, algunos ensayos científicos como Uno y el universo, y otros libros de memorias. Además, pintó muchos cuadros, algunos de ellos memorables, en especial los retratos de Virginia Wolf, Franz Kafka y Fiodor Dostoievski.

Gracias a Sabato conocí la literatura argentina. Él, más tarde, me llevaría a Borges, Cortázar y Puig. Pero, por sobre todo, conocí lo que significa sumergirse en lo más profundo de la conciencia humana, a través de ese increíble escrito titulado Informe sobre ciegos.

Gracias a Sabato descubrí Buenos Aires. Tras leer por segunda vez Sobre héroes y tumbas anoté en uno de mis absurdos cuadernos una lista de todos los lugares significativos de la ciudad, especialmente aquellos en los cuales sucedían cosas importantes para los protagonistas de la oscura historia de amor entre Martín y Alejandra: el Parque Lezama, el Puente Avellaneda, la Plaza Dorrego, Barracas, la insignificante calle Paso, Villa Crespo, la iglesia de Belgrano, Retiro, Corrientes, etc. Entonces fui a la ciudad por primera vez en 1994, con apenas 19 años, y recorrí todos esos lugares y recreé la historia, esta vez, en base a los escenarios reales. Entonces, me pareció que Buenos Aires era una ciudad memorable, literaria, llena de increíbles rincones, gracias a sus arquitectos, al tango y a lo que sus escritores lograban ficcionar sobre ella. En contraste, Santiago me pareció pequeño y gris. Felizmente, hoy parece una ciudad hermosa, más cosmopolita, donde suceden muchas cosas, y que bien podría ser ficcionalizada de mejor manera de como lo han hecho algunos cuentistas y novelistas. Creo que esa es una de las grandes deudas de la narrativa chilena.

Pero volvamos a Buenos Aires y a Ernesto Sabato. Una vez lo fui a ver. Necesitaba ir a verlo. Formaba parte de ese viaje espiritual de iniciación literaria. Tomé el tren en la estación Retiro que me llevaría hasta Santos Lugares, en la periferia. Preguntando en algún almacén de barrio, di con su casa. Como había leído en algún parte, en su jardín se destacaba una enorme estatua. Fue fácil dar con ella. Me senté al frente, donde hay un gimnasio, un club de barrio, como tantos en esa ciudad, y en donde había bastante movimiento, con muchos chicos y chicas entrando y saliendo. Debí haber estado una hora sentado al frente de su casa cavilando qué iba a hacer. ¿Iba a tocar el timbre y pedir hablar con él? Pensaba que muchos jóvenes vendrían a verlo regularmente y que al final debía resultarle molesto. Además, ¿de qué iba a hablar con él? Me lo imaginaba pintando o escribiendo en su subterráneo y, en ese caso, no tenía ningún sentido interrumpirle. Por último, sabía que su esposa, Matilde, estaba enferma. De hecho, murió a los pocos meses después. Entonces no. No debía entrar.

Pasó un rato más. Ya estaba por ir a tomar el tren de vuelta cuando de pronto llegó una camioneta y un tipo se bajó a tocar el timbre. Salió la empleada. El sujeto traía un pedido. Pero venía solo. Entonces, lo ayudé a descargar. Se trataba de un colchón que había que entrar a la casa. Fue instántaneo. Me paré y me ofrecí a ayudarlo. Fue así como finalmente entré. Pensaba que el propio Sabato estaría adentro esperando recibir el colchón que, con seguridad, sería para su esposa enferma. Llegué a la antesala, pero no había nadie. Dejamos el colchón en un rincón y ya había que irse. Fue todo muy rápido. No le pregunté a la empleada si estaba el escritor. No me atreví. Entre contento por la "hazaña" y molesto por mi timidez, salí junto al sujeto. Ya no había vuelta atrás.

Entonces, cerré el portón y me fui camino a la estación. Suponía que ya me había dado por pagado por haber llegado hasta allí. Además, ¿qué sentido tiene ir a hablar con un escritor? ¿Qué de nuevo te puede decir aparte de todo lo que está en su obra? ¿No basta más bien quedarse con su obra? Lo otro es ya generar, de frentón, o una trabada y forzada "amistad" o, de lo contrario, una absurda relación discípulo-maestro que, pronto, por definición, debiera acabar. Preferí, entonces, dejarlo hasta ahí. Quedarme con sus libros, con las entrevistas en las revistas especializadas. Porque, en el fondo, el sentido del viaje ya se había cumplido: ya me había relacionado con el escritor a partir de la ciudad que inventó y la persona podía distorsionar todo eso. No quería correr ese riesgo. No es necesario hacerlo tampoco. Supongo que esa es una de las virtudes silenciosas de la literatura.

En un par de meses más me toca volver a Buenos Aires. Voy a la Feria del Libro. Quizás debiera ir a verlo. Ya no tengo 19 años y Sabato se está muriendo. Ahora tendría muchas cosas que decirle. Ya no al escritor, sino a la persona. Tal vez, debiera tomar ese tren a Santos Lugares. Quizás, únicamente, para darle las gracias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario