lunes, 30 de marzo de 2009
12 hombres en pugna
sábado, 28 de marzo de 2009
821 personas en La Cisterna
Yo fui el "y uno". Más de la mitad venía desde la séptima región. El resto: los escasos hinchas bohemios (muchos de ellos ya ancianos), familiares de los futbolistas (mujeres solas, mujeres con niños) y cinco extranjeros (tres que parecían estudiantes norteamericanos en intercambio y dos que parecían agentes alemanes o noruegos que, una de dos, o venían a ver a Esteban Paredes, o no tenían nada que hacer, como yo, en la tarde de sábado).
Yo también vine a ver a Paredes. Dicen los expertos que es la figura del campeonato. Hoy, al menos, no brilló. Pero fue evidente que era el jugador "distinto" de la cancha: tiene potencia, la pide, se mueve, va a durar poco en el club. También vine porque la tarde de sábado a veces es somnolienta y porque no tengo el CDF y Canal 13, no sé por qué, no transmitía en vivo el partido de las clasificatorias a Sudáfrica 2010 entre Uruguay y Paraguay, partido que se disputaba a la misma hora. Entonces, única opción: a la cancha. Antiguamente, uno iba al estadio a ver a determinado jugador. Hoy, los talentos son tan escasos que se perdió esa costumbre. Pocas veces he ido a un partido con el único objetivo de ir a ver a un solo jugador.
La fiesta para los fieles parroquianos que llegamos al más inhóspito de los estadios chilenos (ya diré por qué) esuvo más fuera que dentro de la cancha y gracias al fanatismo de los torteros y su fiel hinchada brava: Los Marginales, a ritmo de cumbia villera, con un repertorio bastante original en contraste con los repetidos cánticos que se escuchan en las galerías de los estadios nacionales.
Hace casi diez años, A. Huenchulaf escribía en la mítica revista La Calabaza del Diablo una crónica titulada "La granja de los marginales" (N°4, año 1, julio 1999, pp. 4-5) en alusión al nombre del estadio, al nombre de la barra de Curicó y haciendo un juego de palabras con la clásica obra de George Orwell, a partir de un partido entre la albirroja y Huachipato B por el campeonato de tercera división: "Los hinchas mantienen un curioso optimismo. Es entendible ser fanático de un equipo con posibilidades reales de competir exitosamente por una copa; pero otra cosa es ir a la gradería todos los fines de semana a gritar en favor de la albirroja que lleva el logo de Multihogar, la tienda más grande de la ciudad, y que nunca ha alcanzado un trofeo." Es entendible, pero me provocan mucho más admiración los hinchas acérrimos de los equipos que no han ganado nada que los de los clubes grandes. Han pasado diez años y ahora Curicó está en primera, van a remodelar su estadio y su hinchada es de las más fanáticas del país. Eso, me genera simpatía. Por otra parte, como si fueran un regionalista matrimonio, Multihogar sigue siendo el sponsor del equipo.
La Cisterna, decía, es un estadio paupérrimo. Los asientos son de piedra, los baños parecen habilitados más para caballos que para seres humanos, el polvo de la pista atlética no parece de ceniza sino derechamente de tierra y rara vez los partidos se disputan con más de dos mil personas en las tribunas. De hecho, la única vez que se llenó fue para su inauguración un miércoles de 1988, en un partido entre Palestino y Puebla, equipo donde jugaba Jorge Aravena. La Cisterna, entonces, es un desierto y transmite pobreza. Desde una cancha vecina, donde se disputa un campeonato amateur, unos quince tipos saltan las rejas y ven los dos partidos simultáneamente, volviéndose de un lado para otro. A lo lejos, se ven los jugadores corriendo y un humo blanco y azul salido de extintores acompañan a uno de los equipos. Más lejos, Santiago reluce a los pies de la cordillera y los grandes edificios que se avizoran parecieran hablar de un desarrollo que aún no ha llegado a la comuna.
Pero el fútbol siempre tiene cosas buenas. Curicó gana uno a cero con un equipo humilde, pero respetable y el Morning con todas sus figuras no puede hacer nada. Su tridente ofensivo de Rivarola, Paredes y Grondona no es capaz de hacer daño y el 3-5-2 dispuesto por el mundialista José Basualdo no puede contra el clásico 4-4-2 de Luis Marcoleta, esquema rendidor, que permite cerrar espacios atrás y llegar de contragolpe arriba.
Curicó celebra su tercer triunfo oficial en primera divisón y los cinco minibuses que llegaron desde la ciudad de los ciclistas enfilan repletos por la carretera en dirección al sur y las banderas albirrojas ondean al viento al ritmo del bombo y platillo de la cumbia villera.
viernes, 20 de marzo de 2009
¿El Nobel para Ernesto Sabato?
A Sabato lo descubrí gracias a mis profesores de castellano del colegio. Porque me hicieron leerlo, discutirlo y analizarlo del mismo modo que permitieron que lo hiciera con Camus, Kafka, Dostoievski y tantos otros que alimentaron mis juveniles necesidades espirituales.
Y gracias a Sabato descubrí lo que significa escribir. Él decía que uno debe escribir sobre sus obsesiones. Sobre aquellas cosas que lo atormentan. Ese tipo de literatura es la genuina, la que nadie te puede cuestionar, porque es la que tiene relación con lo más secreto del ser humano. Por eso, cuestionaba al escritor que lo hacía por encargo. Aquel que se amarra a un jugoso contrato y debe escribir un libro cada dos años. Sabato, en cambio, lo hacía por necesidad. Porque debía hacerlo. Físico de formación y surrealista por opción, Sabato escribió apenas tres novelas: El túnel, Sobre héroes y tumbas, y, Abaddón el exterminador, algunos ensayos científicos como Uno y el universo, y otros libros de memorias. Además, pintó muchos cuadros, algunos de ellos memorables, en especial los retratos de Virginia Wolf, Franz Kafka y Fiodor Dostoievski.
Gracias a Sabato conocí la literatura argentina. Él, más tarde, me llevaría a Borges, Cortázar y Puig. Pero, por sobre todo, conocí lo que significa sumergirse en lo más profundo de la conciencia humana, a través de ese increíble escrito titulado Informe sobre ciegos.
Gracias a Sabato descubrí Buenos Aires. Tras leer por segunda vez Sobre héroes y tumbas anoté en uno de mis absurdos cuadernos una lista de todos los lugares significativos de la ciudad, especialmente aquellos en los cuales sucedían cosas importantes para los protagonistas de la oscura historia de amor entre Martín y Alejandra: el Parque Lezama, el Puente Avellaneda, la Plaza Dorrego, Barracas, la insignificante calle Paso, Villa Crespo, la iglesia de Belgrano, Retiro, Corrientes, etc. Entonces fui a la ciudad por primera vez en 1994, con apenas 19 años, y recorrí todos esos lugares y recreé la historia, esta vez, en base a los escenarios reales. Entonces, me pareció que Buenos Aires era una ciudad memorable, literaria, llena de increíbles rincones, gracias a sus arquitectos, al tango y a lo que sus escritores lograban ficcionar sobre ella. En contraste, Santiago me pareció pequeño y gris. Felizmente, hoy parece una ciudad hermosa, más cosmopolita, donde suceden muchas cosas, y que bien podría ser ficcionalizada de mejor manera de como lo han hecho algunos cuentistas y novelistas. Creo que esa es una de las grandes deudas de la narrativa chilena.
Pero volvamos a Buenos Aires y a Ernesto Sabato. Una vez lo fui a ver. Necesitaba ir a verlo. Formaba parte de ese viaje espiritual de iniciación literaria. Tomé el tren en la estación Retiro que me llevaría hasta Santos Lugares, en la periferia. Preguntando en algún almacén de barrio, di con su casa. Como había leído en algún parte, en su jardín se destacaba una enorme estatua. Fue fácil dar con ella. Me senté al frente, donde hay un gimnasio, un club de barrio, como tantos en esa ciudad, y en donde había bastante movimiento, con muchos chicos y chicas entrando y saliendo. Debí haber estado una hora sentado al frente de su casa cavilando qué iba a hacer. ¿Iba a tocar el timbre y pedir hablar con él? Pensaba que muchos jóvenes vendrían a verlo regularmente y que al final debía resultarle molesto. Además, ¿de qué iba a hablar con él? Me lo imaginaba pintando o escribiendo en su subterráneo y, en ese caso, no tenía ningún sentido interrumpirle. Por último, sabía que su esposa, Matilde, estaba enferma. De hecho, murió a los pocos meses después. Entonces no. No debía entrar.
Pasó un rato más. Ya estaba por ir a tomar el tren de vuelta cuando de pronto llegó una camioneta y un tipo se bajó a tocar el timbre. Salió la empleada. El sujeto traía un pedido. Pero venía solo. Entonces, lo ayudé a descargar. Se trataba de un colchón que había que entrar a la casa. Fue instántaneo. Me paré y me ofrecí a ayudarlo. Fue así como finalmente entré. Pensaba que el propio Sabato estaría adentro esperando recibir el colchón que, con seguridad, sería para su esposa enferma. Llegué a la antesala, pero no había nadie. Dejamos el colchón en un rincón y ya había que irse. Fue todo muy rápido. No le pregunté a la empleada si estaba el escritor. No me atreví. Entre contento por la "hazaña" y molesto por mi timidez, salí junto al sujeto. Ya no había vuelta atrás.
Entonces, cerré el portón y me fui camino a la estación. Suponía que ya me había dado por pagado por haber llegado hasta allí. Además, ¿qué sentido tiene ir a hablar con un escritor? ¿Qué de nuevo te puede decir aparte de todo lo que está en su obra? ¿No basta más bien quedarse con su obra? Lo otro es ya generar, de frentón, o una trabada y forzada "amistad" o, de lo contrario, una absurda relación discípulo-maestro que, pronto, por definición, debiera acabar. Preferí, entonces, dejarlo hasta ahí. Quedarme con sus libros, con las entrevistas en las revistas especializadas. Porque, en el fondo, el sentido del viaje ya se había cumplido: ya me había relacionado con el escritor a partir de la ciudad que inventó y la persona podía distorsionar todo eso. No quería correr ese riesgo. No es necesario hacerlo tampoco. Supongo que esa es una de las virtudes silenciosas de la literatura.
En un par de meses más me toca volver a Buenos Aires. Voy a la Feria del Libro. Quizás debiera ir a verlo. Ya no tengo 19 años y Sabato se está muriendo. Ahora tendría muchas cosas que decirle. Ya no al escritor, sino a la persona. Tal vez, debiera tomar ese tren a Santos Lugares. Quizás, únicamente, para darle las gracias.
sábado, 14 de marzo de 2009
La U ganó en su estilo: sufriendo
Acomodados en mitad de cancha, muy cerca del pasto sintético del Bicentenario de la comuna de las flores, Darío es testigo de esta historia. Él mismo lo afirma de alguna forma que lo mejor de la U es su hinchada: porque contagia, empuja. Darío es hincha de la Unión. Pero también se lo he escuchado a hinchas de Católica y Colo Colo. La pasión que transmite el hincha, creo que se traspasa al jugador. El año pasado Arturo Salah señalaba que su equipo no debía jugar "al ritmo de la tribuna". ¿Y qué quería? Jugar a lo Salah: casi para el lado (para no ofender a Carvallo, el rey del juego para el lado), ordenadito, reflexivo, al borde de la siesta. Por eso ese equipo no ganó nada: ni campeonatos ni, quizás lo que es peor, clásicos. Ganó dos clásicos en apenas dos años. ¡Terrible! En cambio esta U de Markarián rescata la esencia del juego histórico de la U: intensidad, pasión, mística. No da un partido por perdido. Pelea cada pelota. Lucha hasta el final. Por eso, el empate que parecía sellado se convirtió en triunfo agónico. Porque sin importar la cancha, buscó hasta el último suspiro. Así es la U. Así le gusta a su gente. Hace tres semanas el Colo apenas llevó tres mil hinchas a La Florida. Hoy, la U llevó diez mil. Eso indica la forma de vivir los partidos que tiene cada hincha.
Pero sigamos con el partido. Darío es testigo. Fue un buen juego. Primer tiempo intenso, con la U levemente mejor, traducido en gol de cabeza del uruguayo Olivera a poco del final. 0-1 y a descansar. Pero el segundo tiempo, Audax hizo lo suyo. Tiene a Orellana, pero le falta un socio. Ataca mucho por el lado de Rieloff y Gigena se las arregla para crear peligro al medio. Destellos de Toledo. Luego, de Medel. Audax es un buen equipo, que se apodera del balón, toca y genera peligro. Por eso, el segundo tiempo fue para ellos. Por eso, el empate fue merecido. A poco del final. Córner de Orellana. Cerrado. La pelota sobra a Pinto (su único error en varios partidos) y aparece al segundo palo Vilches, el defensor, quien le gana el cabezazo a un jugador de la U, creo que a José Rojas. 1-1 y parecía que todo quedaría ahí, diplomáticamente. Pero no. ¡Audax siguió atacando! Haciéndose respetar en su casa. Y casi, casi, lo da vuelta. Centro pasado de Rieloff, Orellana devuelve al centro del área de primera y Gigena cabecea casi en área chica e increíblemente la bota afuera. Los tanos perdonaron. Y eso, contra los grandes, suele ser fatal. Así, casi en los descuentos vino el gol de la U, que poco había hecho en el segundo tiempo como para llevarse una victoria. Córner que pivotea Olivera y aparece en el segundo palo Osvaldo González y a cobrar. Explosión en la galería norte del Bicentenario y fiesta final.
Así es la U. El equipo que da alegrías. Darío fue testigo.
¿Todas las películas de época son iguales?
Hace un par de días leí una crítica de cine en el diario La Nación, que decía que todas las películas de época eran iguales. En cierto sentido, claro que sí, puesto que se trata de un género. Por definición, entonces, deben existir elementos que permitan reconocerlo como tal. Y no solo por los trajes y porque todas las películas están ambientadas en grandes palacios europeos, junto a extensas campiñas. También hay otros elementos que, para mí al menos, resultan chistosos y motivan que siempre las vaya a ver. Por ejemplo, siempre hay minutos dedicados a mostrar las costumbres de los nobles, lo que se debe hacer o lo que se debe decir. Sobre todo, las enseñanzas a lás más jóvenes sobre el rol que deben cumplir dentro de la sociedad. Las mujeres tienen una educación; los hombres, otra. También, está la clásica escena del baile, donde se despliegan grandes cuadros que muestran el "esplendor" de la época. Por supuesto, la descripción de ambientes: la pieza del rey, la reina, la doncella versus los habitáculos mugrientos del "tercer estado". En fin, la lista podría ser larga y creo que, a la larga, la columnista tiene razón. Por lo tanto, una buena película de época debe darse a conocer y brillar básicamente por la potencia de la historia que cuenta. Un caso que siempre recuerdo es Orgullo y prejuicio, quizás una de las mejores junto a, por ejemplo, Relaciones peligrosas, de Stephen Frears (la foto de John Malcovich junto a Glenn Close). Basada en una novela de Jane Austin, los diálogos de Orgullo y prejuicio son de una inteligencia notable.
Por el mismo carril, pero más atracito, bien atrás, corre La duquesa, una película basada en hechos reales. Los primeros veinte minutos, por ejemplo, me parecieron repetidos. Un norteamericano diría algo así como: "¡Diablos, esto ya lo he visto mil veces!". Claro, son momentos muy apegados al manual. Pero poco a poco se va poniendo interesante por lo extraño de la situación en que todo se convierte. Como muy bien lo dicen los franceses, desde afuera pareciera un menage a trois. Aunque, en términos matemáticos, en realidad hay un tercero excluido: la duquesa.
La película es recomendable, porque tiene cuento propio. Hay personajes interesantes: la misma duquesa y su afición por los asuntos públicos; la mujer que con tal de luchar por sus hijos es capaz de todo; y, el duque, quien utiliza todos sus privilegios para hacer lo que quiere. Llama la atención, también, el escaso valor asignado a la infancia: las niñas no valen prácticamente un peso, y los niños están destinados a seguir reproduciendo el statu quo masculino de la nobleza. Me imagino que la obsesión por el heredero también debe asediar a la nobleza inglesa, aunque francamente poco sé de quiénes son sus protagonistas y cómo van las cosas por ahí.
Siguiendo una antigua forma de calificar a las películas, con esta Ud. "no perderá su tiempo". Porque así como el fanático del western siempre recae con una película del oeste y en medio de las balaceras y forasteros solitarios espera rubicundo el duelo final, la pelea en el bar o el asalto al banco, un fanático del cine de época siempre va querer volver a la belle epoque que alguna vez soñó vivir.
viernes, 13 de marzo de 2009
En Pedreros con Jorge y Jairo Gaitán
He visto jugar dos veces a la Liga Deportiva Universitaria de Quito. Según mis archivos futboleros, la primera vez fue el 22 de marzo de 1991. Primera fase de Copa Libertadores. 20:30 horas, junto al River, el Moncho, el Champion y el Boban, en tribuna Océano. Colo Colo jugó con un 3-5-2, la innovación que trajo Mirko Jozic a Chile, y formó con Morón; Garrido (Margas), Ramírez y Peralta; Mendoza, Espinoza, Pizarro, Vilches y Barticciotto; Yáñez (Salgado) y Dabrowski. Ganó el Albo 3-0 con goles de Dabrowski en dos ocasiones y el Coca Mendoza con un zapatazo impresionante. Todos los goles en el primer tiempo y en no más de veinte minutos. Ha sido uno de los comienzos más vertiginosos que me ha tocado ver. Una media hora de juego perfecta. Parecida al primer tiempo de Chile 4 - Colombia 1 para las Clasificatorias de Francia '98.
La segunda vez que he visto a la Liga fue ayer. Primera fase de Copa Libertadores, 21:15 horas, junto a los sedientos hermanos Gaitán en tribuna Cordillera. Ganó Colo 3-0. Jugó con un 3-5-2, y formó con Muñoz; Mena, Riffo y Cereceda; Figueroa, Sanhueza, Salcedo, Millar (Caroca) y Torres (Moya); Carranza (González) y Barrios. El entrenador: Barticciotto. Los goles: Carranza, Cereceda y Barrios, todos en los primeros veinte minutos... del segundo tiempo.
Jorge y Jairo Gaitán piensan de manera singular. Creen que este equipo no es tan brillante y que la Liga mereció una derrota más estrecha. Mal que mal, se trataba del campeón vigente. Con el argentino Manso, con Ambrosi y Reasco, pero ya sin la principal figura del año pasado: Guerrón. A ellos les gustó ir al Monumental. Pero no les gustó que la gente se parara a cada rato de sus asientos. Los dos son colombianos y querían ver fútbol en los pocos días en los que iban a estar en Santiago de Chile. Venían llegando de Cuzco para algunos días después partir a Valparaíso, Mendoza y Buenos Aires. En la capital trasandina quieren ver a Radamel Falcao o a Fabián Vargas. En Chile, querían ver a Macnelly Torres. Tampoco les gustó mucho. Lo encuentran intermitente, aunque con mucho futuro. Años atrás Jorge quiso ir a ver a Giovanni Hernández cuando jugaba en Colo Colo junto a Iván Zamorano y juntos fuimos a un partido contra la U en el Estadio Nacional. A la salida, le robaron su celular. Ayer, no pasó nada, solo caminamos raudos en busca de un bus o un taxi, porque el Metro estaba cerrado.
Pero estaban algo decepcionados porque en los estadios chilenos no se vende cerveza. Y no solo eso: Jorge tenía los ojos hinchados producto de una operación a la córnea. Era de noche y usaba lentes oscuros. Yo cambié mis lentes, y veía bien, pero con algo de dolor de cabeza. No sé si porque estoy más ciego y temo llegar un día a no ver nada como Ernesto Sábato o la tía Pina, o, por los excesos de la visita social de la noche anterior.
Jorge y Jairo son hinchas del América de Cali, el equipo que disputó cuatro finales de Copa Libertadores y no ganó ninguna y dicen que la única Copa que tiene un club colombiano en sus vitrinas, la que ganó el año '89 Atlético Nacional, la ganó en parte porque agentes del Cartel de Medellín apretaban a los árbitros.
Jorge y Jairo vivieron su niñez en el Departamento de Boyacá, a varias horas de Bogotá. La U juega la próxima semana en Tunja, la capital de la región, por Copa Libertadores. Los hermanos Gaitán no van a estar allá cuando jueguen los azules. Van a estar en el Monumental de River o en La Bombonera, viendo a Falcao o a Vargas. No sé porque, pero me hubiera gustado que en vez de irse a la Argentina se hayan ido de vuelta a Colombia, volvieran al pueblo de su infancia y junto con recordar los juegos de la niñez, fueran a ver a la U. Egoístamente, un poco, en representación mía. Por esa falta, como castigo, en los estadios de Buenos Aires tampoco van a poder tomar cerveza.
lunes, 9 de marzo de 2009
Historias de Santa Laura. El Boban.
Mis suegros son afables y conversadores y siempre se hacen amigos de la gente de su barrio. Por entonces, Ale debía tener catorce años. La conocí seis años después, pero siempre supe que ya de antes había un conocimiento. Tal vez cuando ellos vivían en Vicuña Mackenna, al frente del edificio de Marcoleta (abajo estaba Abastible), donde mis padres vivieron un tiempo, y luego lo haría el tío Mario. Ale, con uno o dos años de vida, era llevada a pasear al Parque Bustamente. Por entonces, yo, con uno o dos años de vida, es muy probable también que me hayan llevado a pasear al Parque Bustamante. La fantasía está en creer que quizás hubo un infantil intercambio de peluches. El tema sin embargo es que entonces los papás de Ale no solo conocían a Hugo Bobadilla, sino que eran muy amigos de él. Hugo Bobadilla, para los que no saben, era un profesor de Química de la Universidad de Chile y su esposa era profesora de castellano. Tenían tres hijos, dos niñas y un joven. Las dos niñas iban al mismo colegio al que después iría Ale. El niño se llamaba igual que su padre y era compañero mío de colegio. Le decíamos Boban. Sí, por ese jugador yugoslavo del Mundial Juvenil del '87. Pero no solo eso. Hugo Bobadilla padre era colega de mi padre en la U y más de alguna vez coincidimos todos en las fiestas navideñas que se hacían a los hijos de los funcionarios. Hasta que un día se murió. Yo estaba en segundo medio. A todos nos impactó mucho. Esa mañana, en un recreo, el Boban me comentó que su padre estaba hospitalizado. Más tarde, en clases, lo vinieron a buscar. Supe de inmediato que había muerto. A esas alturas, algo sabía de la muerte. Todo el curso fue a su funeral. Allí, no solo estaba yo y todos mis compañeros. También estaban los papás de Ale y probablemente Ale también. Varios años antes de conocernos.
De modo que toda la conversación posterior dejó de ser importante para mi y pronto me fui a otra región de la memoria, la que me llevó a acordarme de mi compañero de curso, de sus padres, del barrio y, en fin, todas estas cosas importantes que vivimos con protagonistas colindantes desconocidos alrededor. Y una de esas cosas, no menor, es la siguiente: Las primeras veces que fui a Santa Laura fue con el Boban. Ambos teníamos carnet de socios de la U gracias a nuestros padres funcionarios y pagábamos 300 pesos la entrada, algo así como mil pesos de hoy, supongo. Íbamos a la galería sur, cerca de la Barra Oficial, la del Chuncho Martínez. Vimos juntos gran parte de la campaña triste del '88, la del descenso, allí, tras ese arco. Partidos polvorosos, anémicos, de escasos goles y varias decepciones. Allí estaban jugadores clásicos de esa época, como los de la foto: Horacio Rivas y Patricio Reyes. Con el Boban vi mi primer partido internacional. Allí, en Santa Laura, un amistoso 2-2, con Huracán, donde jugaba el hermano chico de Maradona, Hugo. Con el Boban conocimos Santiago norte, la Plaza Chacabuco. Santiago se nos hizo más grande. Crecimos también un poco. Con el Boban éramos los únicos hinchas de la U y debíamos soportar las burlas domingo a domingo de nuestros compañeros hinchas de Colo Colo, Católica y Cobreloa que, por entonces, ganaban todo. La historia cambiaría después, muchos años después. Por entonces, casi todo era dientes apretados y cabezas gachas.
Santa Laura siempre tuvo algo de magia. Esconde muchas historias. Guarda increíbles momentos. Hace tiempo que quería escribir sobre este estadio. Ahora que está remodelado, más moderno, con butacas individuales, como en la foto de más arriba. Y me pareció que a raíz de la conversación de anoche sobre la mesa debía empezar con esta historia de afinidades secretas. Esas afinidades que permiten establecer relaciones entre personas, lugares y sentimientos, en donde todo aquello que se ordena sin una lógica aparente, en verdad se sustenta precisamente a partir de esa ilogicidad.
miércoles, 4 de marzo de 2009
A partir de Claroscuro, de Gonzalo Millán
martes, 3 de marzo de 2009
El lector
Nos habíamos amado tanto
lunes, 2 de marzo de 2009
Audax 2 - Unión 2
Llegamos con tiempo de prudencia, dada la asistencia que se esperaba. No fallamos: logramos sacar entradas con relativa rapidez, después sabríamos de los reclamos de la gente, y observábamos cómo seguía entrando gente a los diez, quince, veinte minutos. Resultado: la galería de Unión prácticamente llena: dos mil quinientos, tres mil hinchas que, sumados a los situados en tribuna Andes, se hicieron sentir como locales en cancha ajena. Ante esto, una duda: ¿por qué una semana atrás en Santa Laura en el juego con la U hubo tan poco hincha hispano? En fin, por lo menos la Furia Roja animó la fiesta e hizo que Los Tanos, en la galería del frente, apenas se escucharan.
La primera sensación al entrar al estadio fue de admiración y un tonto orgullo por entrar a un lugar realmente hermoso, que invita a venir y a presenciar fútbol. Situados en la galería norte, comprobamos que realmente se ve muy bien desde cualquier lado, muy cerca del arco, algo que no ocurre ni en Santa Laura, el mejor lugar, hasta hace poco, para ver fútbol. La Florida, de verdad, tiene un hermoso estadio.
Y por suerte, el fútbol acompañó. Gran partido. De ida y vuelta, con una Unión que se vio algo apretada al principio por un Audax que mereció irse en ventaja, pese a la absurda expulsión de Orellana a los 40' por un foul que solo el árbitro juzgó como penable. Por culpa de esta poco criteriosa decisión nos quedamos sin poder ver a quien era, en parte, una de las causas de mi visita. Penoso. Pero bueno, como alguien sabiamente dijo, estas son las cosas del fútbol, tan así, que Unión se fue en ventaja con un gol que, desde la galería, se vio que no entró. 1-0 y a descansar.
El segundo tiempo fue muy bueno. Audax, con uno menos, no bajó los brazos y mostró determinación para ir al arco contrario. Se pareció al mejor Audax de la era Toro, con toque y amor propio, pero en versión Marini, un asociado a la "ideología Bielsa". Así, logró el empate a través de Rieloff, un flaco desgarbado empeñoso, dinámico y decidido. Tiro desde la derecha, rebote, palo del arquero y gol. Pero Unión tenía en el banco a Manolete, adorado por la parcialidad hispana. A poco de final sacó un tiro desde el área grande fiel a su estilo, rodeado de defensores, pero sin pedir permiso. Puntazo fuerte, abajo, como los goleadores, y a cobrar. Parecía que la Unión sacaba ventaja definitiva. Parecía lo lógico. Pero Audax también tuvo banca. Quiroga y Mallea entraron con todo y Audax siguió mostrando una buena cuota de hambre, la misma que permitió una semana atrás vencer a Colo Colo, en la primera visita oficial de los albos a la vecina comuna. Así, en un córner, cabezazo de Gigena, segunda pelota, agilidad de Mallea, revés, gol. Marín no alcanza a reaccionar. Dos a dos, con uno menos, merecido, por la entrega y porque Unión mostró -en los dos goles- pequeñas licencias defensivas que, como en este caso, cuestan caro.
En conclusión, nos fuimos con la alegría de haber presenciado un gran partido de fútbol, en un gran estadio y con un marco de fútbol de antaño, ese del hincha decente, tranquilo, pero apasionado. El hincha de siempre, el clásico, el que pierde el tiempo por amor al juego, y que en nada se parece a los que ostentan su agresividad absurda.
Por esto, también, la nostalgia posterior. Esa sensación de haber retrocedido veinte años en el tiempo para presenciar un espectáculo antiguo, en medio de una fiesta como las de antes.