miércoles, 15 de septiembre de 2010

Diario de un viaje a California VI

Lucía sale al patio, se sienta en una mesa junto a la gran extensión de pasto y prende un nuevo cigarrillo, mientras los niños corren a su alrededor con sus bolsas llenas de dulces, haciendo burbujas o saltando unos detrás de otros. Adentro de la sala comunitaria de Verano Place, Martín sostiene en sus manos sus lentes oscuros y conversa animadamente con Richard. Se diría que la inquietud que exuda Martín, sus ojos algo cansados y sus manos laxamente sostenidas sobre su pantalón de lino azul habla de su verdadera postal, el hecho de tener tal vez la cabeza en otra parte, alguna preocupación por su madre enferma que apenas sale de su casa en San Francisco o por el hecho de que ha notado, hace apenas unas semanas, que se le está cayendo poco a poco el pelo, de manera algo más rápida que lo normal para su edad. Aún así, sostiene y alimenta la conversación animada de Richard, quien con entusiasmo y con su habitual tono alto recuerda esa vez que en Vietnam una señora del pueblo en donde andaban haciendo rondas de vigilancia, le invitó a su casa a comerse una merienda para capear la tarde calurosa y le sirvió uno de esos bichos parecidos a las cucarachas que estaban invadiendo como plaga toda la maldita zona cercana al cuartel, bichos con apenas unas alitas inútiles que eran la fascinación culinaria de niños y masa en general, fritos y servidos acompañados con algo de arroz.

Un poco antes, en el cuarto contiguo, la larga mesa había dejado de estar ordenada por la acción de los niños. Quedaron pedazos de pizza y de torta, un poco de bebida caída sobre el mantel de plástico y restos de papel envoltorio de dulces. Todos los niños se habían reunido en torno a un juego organizado por Rafaella, explicado en un perfecto inglés que silabeaba en medio del espacio dejado por las dos paletas de arriba de sus dientes que no están, un inglés mejor al de muchos de los adultos presentes en el cuarto, la mayoría de origen latino. Todos, niños y adultos, visten unas esplendorosas poleras rojas estampadas con la cara de Elmo, el muñeco de Plaza Sésamo. Viviana, la madre, le pide que por favor repita sus palabras, ahora que tiene su cámara encendida. Rafaella lo vuelve a explicar, primero en inglés, después en español. Sus tías festinan con su explicación y los niños que están agrupados en torno a ella esperan pacientes que comience el juego.

Luego vino el momento de la piñata y todos los niños haciendo fila para tomar el palo y dar seis pegadas para darle el turno al niño que sigue. Colgado sobre un aro de basquetbol, la bolsa de dulces se balanceaba al compás de la dirección dada por el padre. Isabella, la cumpleañera de apenas dos años, finalmente termina por romperla y todos los niños se agrupan en torno al preciado tesoro que ha caído al suelo. Entonces, cada uno sale con una bolsa en la mano, saltando y gritando, dispuesto a comerse el mejor de los manjares. La madre de uno de ellos termina abruptamente la conversación que apenas había iniciado unos diez minutos atrás con Alejandra, para ir a sostener el brazo de su hijo, enojado quizás por qué razón, quien había tirado al suelo su bolsa de dulces.

Es entonces cuando Lucía toma asiento y prende su cigarro. Su vestido rojo reluce con el sol, mientras su mano se mueve tranquilamente para llevar el elixir a la boca. Mientras tanto, adentro, en un rincón, Tomás descubre las teclas de un piano pegado a la pared, sentado sobre las piernas de su padre, y esboza alguna auténtica melodía que solo él sabe descifrar, al mismo tiempo que su madre ha tomado la Nikon automática e intenta captar el momento tomando unas fotografía que más tarde compartirá con amigos y familiares a través de la red. Con las manos fuertemente sostenidas sobre las teclas blancas y negras, Tomás pareciera decidido a sacar la mejor de sus sonrisas, a juzgar de la espléndida fotografía que Alejandra ha tomado, pensando en retratar un segundo de la vida de su hijo en medio de su primera fiesta de cumpleaños.

Poco rato después, los padres y sus hijos comienzan a despedirse. Todos con sus poleras rojas de Elmo. Todos recibiendo de regalo un lindo balde de playa llenos de más dulces junto a un muñeco suave, tamaño mediano, del mismísimo Elmo. Viviana nos dice que vayamos a saltar con Tomás allá a la casa gigante de Elmo que sirve para saltar, gritar y empujarse, pero este no lo disfruta y prontamente vuelve en los brazos de su madre. Nos despedimos de Martín, quien ha decidido partir decidido a preparar una clase que tiene al día siguiente en la Chapman University. Viviana da las gracias a todos por venir y entendemos que ya es hora de partir.

La tarde comienza poco a poco a caer y Lucía y Richard concuerdan que sería bueno terminar el día cenando en casa un pedazo de carne asada a la parrilla con arroz, papas y ensaladas, y una buena botella de vino chileno. Por la ventana del auto se ve a Viviana y a su esposo guardando los últimos adornos desparramados en la cancha de basquetbol y cuando ya el carro ha comenzado a alejarse de Verano Place, se aprecia la agradable brisa que refresca y los cada vez más tenues rayos de sol que apenas se extienden sobre las colinas de los cerros.

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