El 18 de febrero de 1849, cuenta Vicente Pérez Rosales en su Diario de un viaje a California, llegaron a tierras norteamericanas, por primera vez, un grupo de cien hombres y más, en busca de la afamada piedra de oro que, según se contaba por entonces, afloraba a raudales en una gran cantidad de yacimientos, a los cuales solo había que tener el valor de poder llegar, muy bien armado por cierto, para comenzar a cambiar la suerte y empezar a soñar con ser millonario.
La primera impresión que tuvo nuestro viajero de la bahía de San Francisco, sin embargo, vista desde la cubierta del barco, fue que ese conjunto pequeño de casuchas y carpas, calles de barro y gente multicolor y multilingüística, en medios de suaves colinas, significaba ver en sí mismo “algo de Curacaví”, aludiendo con esto a una pequeña comarca situada a unos setenta kilómetros al oeste de Santiago de Chile.
Más adelante, ya en tierra, se extiende en su apreciación, y señala lo siguiente: “La ciudad, o más bien, la pequeña aldea del puerto, está situada en la falda inclinada de unos cerros sin árboles mayores pero cubiertos de matorrales de frambuesas silvestres, de frutillas y de vistosas flores; su población es bastante reducida, alcanzaría a cinco mil; sus casas bajas, muchas de adobe a la antigua española, alguna que otra de moderna arquitectura y multitud de carpas y casuchas, son por ahora los cimientos de esta nueva y singularísima población”. Todo tenía, de acuerdo a sus palabras, “el aspecto de un gran campamento” en permanente movimiento.
Cosas del destino, de la historia y de la acción de los hombres. Ciento sesenta años después, mientras Curacaví sigue siendo esencialmente la misma, quizás con algo más que cinco mil habitantes, pero con las mismas casas de adobe de entonces, San Francisco luce hoy rebosante de vida y modernidad en tanto principal puerto del Pacífico. La comparación de Pérez Rosales hoy puede sonar algo cruel a la vista del dispar desarrollo de las naciones involucradas, pero no deja de ser curiosa.
Es que aquí en California si bien el oro no brilla a simple vista, está presente igualmente en todos lados. En la inmensa cantidad de autopistas de seis a ocho carriles por lado, que luego se dividen para convertirse en otro autopistas que pasan por arriba, por debajo y por el lado de la anterior, en una imagen que Fritz Lang no pudo sino ver antes de imaginar a la hora de hacer su Metrópolis. En la inmensa cantidad de autos que colapsan dichas vías. En las casas hechas casi en un 100% en función de un doble garage como fachada para los dos autos por familia. En las grandes extensiones de jardines y parques con cuidado municipal. En el equipamiento de las casas y departamentos, y en un largo etcétera que sería latoso de enumerar.
Irvine, la pequeña ciudad a sesenta millas al sur de Los Ángeles en la cual estamos asentados, es de acuerdo a una estadística del FBI, la ciudad más segura de América. No sabemos si con “América” se refieren a los Estados Unidos de Norteamérica o al gran continente que empieza en Canadá y termina en Chile. De todos modos, hay que decirlo, la ciudad es tranquila, apenas pasada a llevar por el sonido estruendoso de los cuervos, pero caritativa con las ardillas y conejos que se pasean sin temor de un lado a otro. Con un clima muy agradable en verano, sin mucho calor y de brisa fresca, esta ciudad universitaria de más o menos reciente fundación reluce por lo nuevo y apacible, cómodo y confortable, espacioso y reluciente, como si todo hubiese sido construido apenas ayer.
Y nuestra vida se reduce acá a una caminata diaria de media hora de ida y media de vuelta para encontrar en la Langson Library de la Universidad de California el tesoro perdido de la vieja biblioteca de Alejandría. Sumergido entre medio de miles de libros no puede haber otra cosa parecida a la felicidad para quien encuentra en las páginas amarillentas y en las tapas duras de los textos signos fetichistas de placer. Pero la felicidad también tiene otros rostros. Las tardes son equivalentes a un paseo en coche junto a un bebé que se asombra con todo y que se muestra alegre y comunicativo. Estas dos cosas son suficientes para encontrar en esta ciudad el encanto por un lugar que tiene muchas cosas agradables y otras no tanto. Un atisbo de paz en medio de un lugar donde todo parece automatizado y en equilibrio. Un espacio de descanso en medio de un lugar donde no pareciera existir problemas sociales, porque no hay pobreza, no se ve la pobreza y si está, está en las grandes urbes como San Francisco, Los Ángeles o San Diego, en algunos homeless a chancleta que avizoramos por ahí en medio de un paseo por esos lugares o en los trabajos precarios de los inmigrantes, en su mayoría mexicanos, y que sin embargo parecieran sentirse muy felices de freír papas y hacer hamburguesas a razón de una porción por treinta segundos.
Esta vida en California, tan alejada a la vida de Curacaví y, sin embargo, en algunos aspectos tan parecida en su tranquilidad pseudopueblerina. Con una inmensa universidad situada al medio y todo lo que eso significa. Una ciudad tranquila y silenciosa como los pueblos, pero inserta en un país inmensamente grande y rico. Un lugar para perderse en la gran Biblioteca Imaginaria de Babel sin dejar de escuchar, a cada rato, el canto aleve de los cuervos.
Te siento inmerso en cuento de Borges o Cortazar, casi como un realismo mágico,un mundo de contrastes, pero distintos a los de Chile....
ResponderEliminarDisfruten y aprendan de cada momento que la vida les está entregando, junto a ese pequeño inspirador que los acompaña... y de paso díganles a éstos gringos de porquería que nos devuelvan o por lo menos nos incluyan en el continente... jajajaa
saludos.
Luego tienes que comentarnos cómo es Irvine con los estudiantes, ahora de vacaciones. Creo que será una crónica muy diferente...
ResponderEliminarCarola: sí, es como un cuento todo, muy inspirador.
ResponderEliminarLuzma: los estudiantes es como en las películas. Al frente están los Omegas-Psi-Delta y un poco más allá los Epsilon-Beta-Gamma.