Estas palabras tienen que ver con la valiosa biblioteca heredada de mi padre y madre, pero por sobre todo, por la herencia del hábito lector, esa cosa rara difícil de entender, difícil de explicar, tan poco atractivo para más de la mitad de los chilenos, según algunas recientes encuestas de opinión.
Me hice un lector voraz tardíamente, rondando los deiciseis años, cuando los excelentes profesores que me tocó tener me hicieron leer "por obligación" algunos libros de historia, de filosofía y, en especial, la mejor producción de la novela de posguerra, lo que hizo que descubriera con pasión la escritura de escritores como Herman Hesse, Ernesto Sabato y Albert Camus, entre otros. Por años pensé que ese había sido el comienzo de un recorrido sin fin de cientos de libros leídos en la torre incendiada, al amparo de la soledad, la quietud y el ánimo fervoroso de estar descubriendo el mundo. Pero debo enmendar el rumbo y señalar que la historia comenzó antes, bastante antes, de manera imprecisa. Tal vez, en los albores de las mañanas agitadas que configuraban la partida hacia el establecimiento escolar, cuando hojeaba con avidez el periódico que tempranamente esperaba a la puerta de la casa. O en medio de esas tardes muertas cuando, aburrido y sin mucho afán, me dirigía a la "pieza de los cachureos" y revisaba con esmerada atención algunas de las revistas viejas que mi padre acumulaba, sin botarlas tan rápidamente a la basura.
Una y otra acción son el mismo asunto, pero con diferentes matices. Mi padre era un ávido de información. Escuchaba las tres ediciones noticiosas de Radio Cooperativa del día: a las 7:00 AM, a las 13:00 PM y a las 19:00 PM. Luego, veía y escuchaba con atención el noticiero televisivo de las 21 horas. No conforme con tal empacho informativo, estaba suscrito a dos diarios: El Mercurio y La Época, y de lunes a viernes volvía del trabajo con La Segunda, mientras los sábados y domingos complementaba todo con el diario La Tercera. Esto, en cuanto a diarios, porque cuento aparte son las revistas. En la década de los ochenta compraba semanalmente de a dos y de a tres: Cauce, Hoy, Análisis, Apsi, algunas de ellas incluso antes de que fueran censuradas por el Régimen y sacadas de los kioscos. Y en la década de los noventa, los sobrevivientes: Apsi y Análisis, y eventualmente una que otra Qué pasa o Ercilla, para tener también las visiones "del otro lado".
Cuando a veces me preguntan cuáles fueron mis lecturas iniciales, aquellas que marcaron mi niñez y juventud, siempre respondo lo mismo: los diarios y revistas que compraba mi padre. Gracias a ellos -que se mantenían muy bien conservadas en la bien llamada "pieza de cachureos", un cuarto oscuro, lleno de arañas, baúles misteriosos, herramientas y todo tipo de objetos en desuso-, gracias a ellos, digo, supe desde siempre la realidad amarga de nuestro país, el miedo, la mentira y el dolor, la trágica historia que me había tocado vivir en mi niñez y que ensombreció la de toda mi generación, acostumbrados a jugar entre fantasmas, entre palabras calladas, entre las tensiones de adultos preocupados. Gracias a esas revistas, conocí a los periodistas valientes que escribían con humanidad algunos de los crímenes más atroces que ni la mente de un niño podía imaginar que podían suceder algunas pocas calles más allá de tu casa. Todos esos reportajes y relatos quedaron signados para siempre en la memoria y se completaban con las voces que provenían de la radio, para configurar mi propia historia personal de mi país gris y entristecido, signado por el escalofrío violento de la muerte.
Entre medio de esas revistas, habían, por cierto muchas otras más: una para nada despreciable colección de Mampato, algunas Barrabases, algunas de historietas como Dr. Mortis, Batman y Superman, y unas cuantas Estadio, la mayoría destinadas a lectoría de mis hermanos mayores.
Y en un librero que cubría toda una pared, en esa parte de la casa que llamábamos "el comedor de diario", estaban todas las enciclopedias que mi padre compraba semanalmente en kioscos: la Monitor, la del Estudiante, la de los Pueblos de la Tierra, la Enciclopedia Visual, entre otros, junto a los libros de literatura chilena y española que nos había regalado, "para nuestros estudios", una tía lejana que venía de la isla de Chiloé y que había estudiado en el Instituto Pedagógico junto a Pablo Neruda.
Esas fueron mis primeras lecturas, las que nunca se hubieran podido materializar sin la ayuda del gran lector, ese padre que tanto nos enseñó de maneras tan poco convencionales. Cuando le preguntábamos por el significado de una palabra, solo respondía: "Diccionario", invitándonos a averiguar por nosotros mismos los placenteros caminos del conocimiento. Y cuando le preguntábamos por detalles de algún acontecimiento reciente, nos replicaba con "lea los diarios, escuche las noticias, infórmese". Así aprendimos a descubrir por nosotros mismos la realidad, picados de curiosidad, ansiosos de conocer el funcionamiento del mundo. Método didáctico por descubrimiento, que nos reveló que los mejores aprendizajes son, siempre, aquellos que están guiados por la motivación profunda de conocer a partir de los más recónditos intereses.
Después de leer esto, pienso que ojalá podamos hacer algo parecido con Tomás. Tuviste un excelente padre!
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