Foto: Cité de calle San Camilo.
Al principio la encargada era la Carmenchu, quien carrito en mano y alegría característica recorría las tres o cuatro cuadras en busca de sus caseros. La Carmenchu trabajó en nuestra casa varios años. Con aproximadamente treinta años de edad, paciente, esmerada, alegre y dinámica, pero con un genio algo áspero, sin pelos en la lengua, debía lidiar con seis genuinos representantes del género masculino de diferentes edades, cada uno con su propia particularidad, desordenados o sucios, mañosos o regalones, poco despiertos o demasiado avispados, aunque siempre respetuosos. Mi hermana, en cierto modo, era su aliada. Al ser las únicas mujeres de la casa, se reconocían y se llevaban bien. Algunos de nosotros, en cambio, en plena etapa de maduración, insoportables, atontados, a veces la hacíamos rabiar y nos enojábamos con ella, sobre todo cuando nos hacía salir de la cama no más allá de las diez de la mañana los sábados o feriados. Repentinamente, la Carmenchu, quien por su cuenta además se ganaba sus buenas lucas cortando el pelo en su casa, se hizo evangélica y de un día para otro la casa se llenó de discursos sobre la gloria del Señor y la Radio Armonía pasaba encendida desde que llegaba en la mañana hasta que se iba en la tarde, a todo volumen, gritándonos, cada cierto tiempo, la característica alarma de "Mi-la-gro, mi-la-gro".
A veces, a menudo, la acompañábamos la Luz María y yo, que no siempre estábamos en casa a esa hora. Después que la Carmen se fue, llegó otra Carmen, pera esta Carmen era distinta. Era menos vital, más bien cómoda y apenas movía un pelo, porque decía que tenía artritis en las manos. En resumen, era rejodida la señora, más interesada en sus plantas dientes de león que en el aseo de la casa. Por lo tanto, comenzó a ir la Luz María sola para encontrarse con los mismos caseros de siempre, algunos de los cuales no dejaban nunca de piropearle mientras ella les pedía un kilo de naranjas y otro de papas. A veces, íbamos los dos o con Gonzalo, o yo solo, o con Felipe, dependiendo de las circunstancias y disponibilidades, al estar todos trabajando o estudiando. Da igual, el asunto es que siempre debía haber alguien dispuesto a ir. Y casi nunca fallábamos.
La Feria de San Camilo lleva décadas de existencia y parece siempre la misma, ahora que han pasado los años, cada uno ha hecho su propia vida y la vieja casa familiar y el viejo barrio son apenas estaciones de paso. Llego un viernes cualquiera buscando humitas para darle a mi hermana que está de visita y me encuentro con los viejos caseros de siempre, diez años después. Ahí está el señor que vende huevos, siempre de buen humor, fresco, amable, cariñoso. Los viejos que se echan talla unos con otros. El señor del kiosko que vende revistas y libros escolares usados. El de las papas, el de las paltas, la señora de las lechugas. Todos personajes de su propio rincón, con apenas nombre conocido.
Pero también me encuentro con algunas sorpresas. Antiguamente, la feria de San Camilo era solamente de frutas, verduras, pescados y mariscos. Pero ahora, como en otras ferias libres de otros sectores de Santiago, hay ramificaciones incipientes, tímidas, de coleros que con un tapete se ponen a vender cualquier cosa. Por ahí aparecen algunos inmigrantes ofreciendo cosas de cocina, otros venden ropa y más allá se ve a un compadre que vende objetos reducidos, como una silla de bebé para auto, impecable, de marca, la cual ofrece a tan solo cuatro lucas. Por otra parte, los edificios nuevos también han cambiado la fisonomía de la feria. Ya no están los cités donde vivían las prostitutas y travestis, ni los oscuros bares donde los feriantes, amigos o vagabundos desayunaban su buena copa de vino. Todo ha sido reemplazado por altísimos edificios nuevos, que se ven elegantes, y que ahora dan una sombra constante a la estrecha calle.
Llevando a un niño en coche que reclama por su comida, porque ya se acerca su hora de comer, espero por la señora de las humitas que no llega. Un casero me dice que viene de Melipilla, por lo que el pique es largo y se demora. Otro más allá me dice que no le compre a la Teña, porque los choclos todavía están muy nuevos y me voy a enfermar, que mejor espere a su señora que como en dos semanas más va a comenzar traer sus propias humitas para vender. Se hace tarde y debo partir. Cuando vuelva, me digo, aparte de llevar cosas para comer, no puedo dejar de pasar por el Juan Ramsay, el club social de antiguos deportistas, un poquito más allá, a una cuadra por la misma San Camilo -rebautizada como Fray Camilo Henríquez como parte de la estrategia de blanqueamiento que incluye casetas de seguridad en ciertas esquinas- para volver a ver sus vitrinas, las copas, los posters y la réplica de la estructura de madera que saltó el caballo Huaso con su jinete Alberto Larraguibel para batir el récord de salto ecuestre en 1949, aún vigente. Y buscar el 2M2, el viejo bar, para tomarse por ahí una cerveza y ayudar a refrescar la memoria. Y sentarse en alguno de los escalones de las casas pareadas de Marín a tomar la sombra fresca, antes que desaparezcan por el arrastre de los altaneros edificios.
Lo que más me gustaba de ir a la feria era el olor de las frutas, las risas de la gente ante las tallas de los feriantes, las cosas insólitas que vendían, los precios (aunque no eran una ganga, eran más baratos que en el supermercado) y que te encontrabas con gente que ubicabas del barrio, pero que sólo veías en la feria.
ResponderEliminarAhora voy a una lonja, atendida por españoles, que vende fruta chilena, sosa, sacada de la mata antes de madurar y que atraviesa el océano en cámaras para ser "disfrutada" por dos chilenos inmigrantes que añoran los olores y sabores del sur del mundo.