miércoles, 23 de septiembre de 2009

Andar en tren

La Estación Central reluce temprano por la mañana por gente apurada deseosa de tomar un asiento. Busco algún vagón semivacío y descubro que están todos llenos. Faltan quince minutos para que parta el Metrotrén de las 10:00 con dirección a Rancagua. Encuentro afortunadamente un asiento en el último vagón; no deseo realizar un viaje de hora y veinte de pie, como sí deben hacerlo un montón de otras personas, la mayoría simpatizantes de la U.

Había leído hace poco Los trenes de la noche, de Jorge Teillier. Lectura frugal, experiencial y nutritiva, por cierto, que me había hecho revivir el anhelo de días, semanas de andar en tren. El libro me había hecho recordar un montón de otros viajes: campamentos, veraneos, visitas intempestivas, encuentros poéticos. Se había vuelto una necesidad espiritual. Necesitaba andar en tren. Volver a sentir el lento movimiento inicial sobre los rieles, la alegría iniciática de todo viaje, el saludo de los niños a su paso, el trajín sustancioso y apurado sobre los barrios del sur de Santiago, las ciudades vecinas, Angostura, el Valle de Rancagua. Necesitaba volver a respirar el aire moribundo de los andenes y observar a los vagabundos que rondan las estaciones. Subir rápido casi por la ventana cargado de bolsos para un largo viaje a Puerto Montt con apenas el pasaje de vuelta en los bolsillos. Acordarse de las hawaianas quemadas por el fierro caliente de las ruedas un verano en la estación de Rengo. Volver a conversar en el oscuro bar cercano a la estación de Graneros. Bajarse en Lautaro una madrugada de bruma, humo y hielo en busca del Hotel de France. Hablar de poesía las cinco horas de viaje en el rápido a Chillán. Compartir algún vicio en el descanso de los vagones.

Es mediodía en Rancagua la víspera de un 18 de septiembre. Se sienten a lo lejos los bailes nacionales en los liceos, las niñas andan vestidas como chinitas y los niños de traje huaso. Olor a empanadas, a carne asada. La cueca estridente y repetitiva que sale de un nervioso parlante. Hace frío, está nublado. Poco a poco el centro de la ciudad se va despoblando. Queda mucho rato para el partido con O'Higgins. Soy el único hincha que en la víspera de un partido va a un museo. Hago hora en el Museo Regional de Rancagua. Van a cerrar, pero me permiten entrar igual. Revivo la Batalla de Rancagua en una maqueta que apenas reproduce las cuatro entradas a la plaza principal, las cuatro entradas de las trincheras independentistas. Por enésima vez veo recreado un salón de hace doscientos años con una niña que me habla de las tertulias y de los cuadros colgados en la pared, de Onofre Jarpa, de Pedro Lira, de Valenzuela Puelma. Una pequeña sala da espacio al arte moderno, en donde relucen decenas de patas de maniquíes pintadas a la moda ochentera. En veinte minutos termina mi espacio cultural. Es el único museo de la ciudad y me parece pobre para estar enclavado en la "histórica ciudad", como decía siempre el corresponsal de Radio Cooperativa, cuyo nombre siempre recordé junto a una sonrisa y hoy no recuerdo.

Ubicado en la tribuna Andes del Estadio El Teniente pienso en cómo es posible que este estadio haya sido sede de un Campeonato Mundial de Fútbol, sobre todo si comparamos con los tremendos estadios que existen en otras latitudes. Este recinto, en un 75% de madera y una galería de cemento -donde se ubica la parcialidad local, pretenciosamente autodenominada "Capo de Provincia"-, es esencialmente el mismo de hace cuarenta y siete años, cuando pertenecía a la Braden Company, hoy Codelco. Me ubico bajo las míticas casetas de esta tribuna que siempre me llamaron la atención, pensando en quiénes serían los personajes extraños que las habitarían, sobre todo si los periodistas y transmisores radiales acostumbran situarse en la tribuna del frente, y descubro con asombro que entre las vigas del techo las palomas suelen reunirse a cantar y relajar sus esfínteres. Imposible sentirse amenazado todo el tiempo por la posibilidad de una lluvia ácida, así que termino ubicándome en quizás la mejor posición: de pie, en la última fila, con medio cuerpo hacia la cancha y medio cuerpo hacia la calle, en donde se ve a todos los que corren para entrar a la hora como a los que no tuvieron plata y se quedan vagando por los alrededores. A la hora del partido se siente una agradable brisa primaveral y de pronto el sol promete entibiar la tarde, aunque con reparos. La galería del Romántico Viajero, como siempre, rebosa de entusiasmo y alegría, no cabe un alma más en ese sector.

El partido es de ida y vuelta, con posibilidades en ambos lados, aunque con la sensación de que los celestes son justos ganadores de la primera facción. En la segunda parte, los azules son superiores, logran equiparar el juego y casi lo terminan ganando. El lance finaliza empatado y creo que nadie se va conforme con el resultado. Pese a todo, ha sido un partido que ha cumplido con cierta expectativa, aunque cuando se trata de andar en tren, esto da un poco lo mismo. No alcanzo a tomar el tren de las cinco y debo esperar el de las seis, llenando los pulmones del aire apaciguado de los andenes. El anden se repleta de hinchas que quieren volver a la capital. Cuando el tren aparece con veinte minutos de retraso, la subida se vuelve algo caótica y algunos carabineros intentan poner algo de orden. Algunos truhanes saltan una pandereta y se cuelan en un vagón. Todo trascurre en calma, solo que tendremos que viajar de pie, un poco apretados. Mejor esperar el tren de las seis y media, lo que resulta una gran decisión, porque este se va vacío, lo que asegura un tranquilo regreso pegado a una ventana mientras la luz poco a poco se vuelve difusa dejando pasar la noche.

Al llegar a la Estación Central, hay mucha más gente que en la mañana, muchos quieren volver rápidamente a sus casas, hay filas para adquirir un boleto hacia el Sur y filas en la entrada del Metro. Es víspera de 18 y también hay los que quieren inaugurar una fonda. En mi caso, algo cansado por el viaje de todo un día, me siento satisfecho de haber vuelto a tomar un tren. Y aunque todavía están las ganas de un largo viaje hacia el sur, pienso en los niños que ya no cantan ni juegan en las calles, nosotros, los que siempre quisimos andar en tren, que de algún modo siempre tuvimos la razón, cuando sin saberlo, cantábamos: "Andar en tren / es de lo mejor..."

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