lunes, 10 de agosto de 2009

Pana

Pana es una excelente obra de Andrés Kalawski. La fui a ver la semana pasada al Teatro UC. Hace tiempo que quería verla. Y fue un momento notable. Un gran e inteligente regalo para una audiencia compuesta, en su mayoría, por inquietos escolares y algunos cuantos canosos personajes de la tercera edad. Con Alejandra nos situamos en la última fila del pequeño teatro del segundo piso, como verdaderos espectadores, viendo todo desde atrás, desde lo más atrás posible, que es como se deben ver las cosas.

Pana es el vocablo español que adopta la voz francesa panne, aunque aún no ha sido registrado por la Real Academia Española de la Lengua, según recordó hace poco Héctor Velis Meza en radio Cooperativa, situación que corroboro a través de la web oficial del organismo hispano, esa que fija, limpia y da esplendor. La panita también es el hígado de vacuno que mi tío Juan Eduardo le daba a sus once gatos, pero, ojo, lo sé, esto no viene al caso. Sí, el hecho de que esta situación irregular (un sujeto que se queda en pana; no el hecho de tener once gatos) da pie para que cuatro viejos jubilados (uno de ellos mudo como carnicero), todos vinculados al mundo de las leyes (un ex abogado, un ex juez, un ex policía y un ex no me acuerdo: el mudo; será porque no habló) se reúnan para jugar a realizar un juicio. Esta noche, entonces, es la ocasión perfecta para simular un tribunal de justicia en torno al sujeto que se ha quedado en pana y a quien se ha obligado, mediante tretas siniestras, a quedarse para jugar. Aquí aparece un elemento no menor, paralelo, que según Alejandra está tomado de la Epopeya de las bebidas y comidas de Chile de Pablo de Rokha y que es que todo se da en el marco de una gran cena imaginaria con lo más nutrido y vigoroso de la comida nacional. De ahí, quizás, esa reminiscencia inconciente con la panita y su irrefrenable olor que inundaba toda la casita de mi tío. De ahí, también, que posterior a la obra, como buenos burgueses, partiéramos a disfrutar del "Centro gastronómico" ñuñoíno en torno a las sopas de invierno y un buen vino.

Lo mejor de Pana está en su elenco, la que rescata la vieja y gloriosa escuela del teatro nacional, con Ramón Nuñez y Eduardo del Barril a la cabeza, y, sobre todo, en la dramaturgia. El texto de Andrés Kalawski es muy inteligente y hace de esta obra una pequeña y refrescante delicia intelectual. Partiendo por la situación tensa que plantea de principio a fin, tensión cercana al cuento de terror clásico en el sentido de que todo puede llegar a ser, realmente, posiblemente, una carnicería exquisita (hay inicialmente unas tiras de nylon que simulan, justamente, ese espacio mercantil de la carne), hasta llegar al tema profundo que subyace al hecho de estar detenido para ponerse a pensar, ponerse a jugar con esa posibilidad, de que todos, en tanto humanos, hemos cometido alguna vez un crimen. Por eso, esta obra juega no solo con los argumentos que llevan a este improvisado tribunal a acusar a su inesperado huésped de un horrendo y pequeño crimen, sino que también con la sensibilidad precaria del ser humano frente al tablón, sentado en una butaca, quien llega a interrogarse también, hurgándose, restregándose, en torno a qué crimen ha cometido él también.

Es cosa de ponerse a pensar un poco, pareciera decirnos Kalawski: nadie está a salvo, es condición del ser humano, es su desgracia, su propia tragedia, el haber transgredido alguna vez los mandamientos que alguien (la religión, la propia sociedad, el superyó) ha impuesto o ha sido acordada y aceptada. Por eso, esta obra tiene que ver no solo con el arte del lenguaje que argumenta filosóficamente y con lo paradójicamente lúdico del juego; tiene que ver también con la moral y la justicia, con la Ley con mayúsculas, con las grandezas y pequeñeces del ser humano, con aquellas negras aves rapaces que rondan al criminal que, según Freud, todos llevamos dentro, con el poder y la culpa, con el bien y con el mal, con el crimen y el castigo, para recordar a nuestro querido Dostoievski. Es decir, ¡tiene que ver con los grandes temas de la humanidad! De ahí, entonces, la grandeza de esta obra que, sin duda, da para mucho más que estas pobres reflexiones que incorporan, además, torpemente, a modo de digresión, once gatos y una palabra que aún no ha sido limpiada, fijada y, por lo tanto, aún no puede brillar, según la norma oficial, aunque sabemos que lo hace, desde ya, gracias a su uso literario, metafórico, polisémico.

2 comentarios:

  1. Una obra brillante y por ello, no puedo dejar pasar el detalle que olvidas: El mudo era un ex verdugo.
    A mi parecer, uno de los personajes más interesantes, enmudecido, disfruta tremendamente la comida como si supiera que la muerte se va a aparecer en cualquier momento, con el silencio de esa muerte que él lleva a cuestas.

    ResponderEliminar
  2. Mmmmm, detalle no menor, un verdadero y penoso lapsus que esconde lo siniestro del personaje...

    ResponderEliminar