miércoles, 3 de junio de 2009

Las estatuas de la Catedral observan por la tarde fugaces perspectivas

¿Tiene el centro de la ciudad de Santiago algo digno de contar? ¿Qué cosas suceden habitualmente en este espacio tan público que permita señalar que está marcado por algo característico, algo que permita afirmar que "se deja leer", como diría Poe en El hombre de la multitud? A raíz de esta lectura, de algunas crónicas de Roberto Merino y de La ciudad vista de Beatriz Sarlo, les pedí a mis estudiantes que fueran al centro de la ciudad y escribieran sobre ella. Mientras esperaba por sus trabajos, escribí esto, una suerte de mínima etnografía, sentado en una banca frente a la Catedral, con tres estatuas para mí góticas (aunque seguro no lo son) que me observaban fijamente, como lo han hecho desde hace más de cuatrocientos años.

En este lugar están las vitrinas, la gente caminando a diferentes ritmos, los humoristas que congregan a un numeroso público, quienes conforman un círculo apreciable para cualquier artista. Están los desocupados que pierden el tiempo en cualquier banca de la Plaza de Armas, los jubilados que dan de comer a las palomas, los lustrabotas, los pintores, los jugadores de ajedrez, los religiosos, los lanzas, los vendedores ambulantes, los turistas que desean descubrir aquello que es eterno en esta ciudad, aquello distintivo y especial que no encontrarán en sus propias ciudades, y están los inmigrantes que disfrutan del escaso ocio que les debe quedar. Es decir, una humanidad que transita y se queda, historias de vida privadas que por diferentes motivos confluyen en un gran espacio público especialmente diseñado para el encuentro.

No sé si el centro de la ciudad tenga un ángel especial. Supongo que todo tiene que ver con el ánimo que a uno lo gobierne. Por ejemplo, el sujeto que duerme despreocupadamente a mi lado, sin zapatos y con sus lentes colgando, debe pensar que la Plaza de Armas es un lugar apacible, seguro y tranquilo, ideal para dormir la siesta. Para las señoras que caminan alertas, su cartera firmemente agarrada al brazo, pareciera que el centro debe ser un lugar del cual hay que huir con avidez. Los que no paran de reír, en cambio, en torno al humorista de turno, pareciera que necesitaran de ese espacio: una suerte de recreo a la hora de colación para pasar el rato junto a una necesidad: la risa. Por mi parte, rara vez me detengo a observar las cosas que suceden en la Plaza de Armas: cuando uno va al centro de la ciudad suele estar dirigido en función de un objetivo específico: una compra, un trámite o, como decía mi abuelita, una diligencia; nunca, para descubrir allí lo normal y acostumbrado de la ciudad. Otra veces, me he detenido a escuchar a los grupos de personas que discuten acaloradamente sobre temas trascendentes: la Política con mayúscula como en el ágora, la existencia de Dios, lo que verdaderamente dice y quiere decir la Biblia o la llegada de los extraterrestres. Supongo que este tipo de personajes forma parte de lo cotidiano de este lugar y configuran su espacio de día, de la misma forma que en la noche lo hacen los pequeños vagabundos que venden rosas y son recogidos por oscuros hombres. Aquí, nada parece fijo, pero todo parece conocido, normal y estable a la vez, todo parece estar sucediendo de manera repetida como ayer o como hace cien años, solo que esta vez hay alguien que se ha detenido un momento con una intencionalidad: sacar una fotografía de un lugar que por ser tan emblemático no se deja asir ni comprender.

Los edificios antiguos, como Correos, la Intendencia o la Catedral conviven con aparente armonía con algunas edificaciones nuevas, como aquel rutilante de vidrios que gobierna la esquina de Puente y Catedral, la zona que denominan desde hace más de una década, la Pequeña Lima. Las campanadas cronométricas de la Catedral tiñen de sonidos novedosos a los sorprendentes y habituales murmullos, a las carcajadas ocasionales y a las lejanas bocinas. Los espacios abiertos dan amplitud a la plaza y la convierten en un gran paseo. Una soberana calma se apodera de quien se detiene en alguna banca. Supongo que esta tranquilidad es una de las cosas propias de este lugar, es aquello que su configuración y dinámica permite: un momento para detenerse del ritmo frenético que nos gobierna día a día de esta sociedad que cada vez exige más: más éxito, más consumo, más individualismo, más productividad. Pero también, este lugar es una posibilidad para darse cuenta que es la ciudad es bella cuando uno, intencionadamente, le asigna ese valor; un tiempo dado más que un espacio: un tiempo apropiado, resignificado, un espacio simbólico que se asocia más a quien observa que a lo observado propiamente tal. Por eso, las estatuas de la Catedral se mantienen firmes, lejanas, escudriñadoras, porque ellas no cambian, son testigos de los cambios y vaivenes de los otros, de aquellos que intentan descubrir, por ejercicio, simple afición o apego, el alma de un lugar, aquello que no deja leer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario