lunes, 13 de abril de 2009

Gran Torino

Hay películas que uno va a ver una vez y parece suficiente. Luego las olvida y ni siquiera recuerda cómo se titulaban. Pero también hay películas que uno quisiera volver a ver aún recién vistas. Son esas películas que resuenan en la memoria: quedan dando vueltas, con pequeños detalles que uno quisiera volver a atender o disfrutar o darles una resignificación. Gran Torino (2008), la última película de Clint Eastwood es de estas últimas. Queda en el recuerdo porque está llena de detalles que adquieren sentido nuevo al vincularlos con la experiencia.

Podemos estar hablando ya de un cine de autor. Como otras anteriores, esta película es escrita, dirigida y actuada por Clint Eastwood. Tiene, por tanto, un sello personalísimo. Y esa marca nos habla de un cine fuera de lo convencional, de un cine hecho de gestos e imágenes seductoras y profundas, que esconden detrás no únicamente lo que vemos y oímos de modo superficial sino que otra cosa que dice mucho más. Esa otra cosa es lo que queda resonando.

Es difícil de explicar. Pero no sucede con todas las películas. Ocurre solo con algunas pocas. Algo hay de especial en esta historia que tiene que ver con lo entrañable: a fuerza de ser casi insoportable, solitario, cascarrabias y obtuso, el personaje encarnado por el propio Eastwood se vuelve querible, humano, demasiado humano. Porque ya viejo se da la posibilidad de renacer. En su vida ya casi acabada, con dos hijos estúpidos que apenas le hablan, se proporciona a sí mismo una nueva chance: volver a ser un pequeño héroe. Ya no en las trincheras de Corea en el nombre de una patria tan extrañamente democrática e imperial a la vez, sino que en nombre propio y del otro: el débil inmigrante amenazado por sus propios congéneres en una patria ajena. Para saldar la deuda consigo mismo que lo tiene confinado a una casa llena de latas de cerveza con un garage lleno de herramientas con un precioso Ford Torino verde del año 72.

Esta película pareciera sugerir una actualización de una época distinta. Parece un western en la ciudad moderna. En este caso, en un barrio amenazado por pandillas de inmigrantes en un pueblo cualquiera del medio oeste norteamericano. Y Clint Eastwood es el cowboy que, como señala Juan Villegas en su clásico estudio La estructura mítica del héroe, en tanto héroe, siente el llamado que lo moviliza a la acción. Aquí: defender a un pobre muchacho de las amenazas de una pandilla. En la acción que lo mueve, se esconde la posibilidad de redimirse de su oscuro pasado, de volver a ser padre, de poder morir en paz, sin medallas, sin títulos, sin trofeos, despojado de todo.

Como en Shane, el desconocido (1953), uno de los mejores western de la historia del cine, aquí también hay una relación filial entre un joven y un adulto. Y en ambas, el pistolero ya viene de vuelta y deja un legado. Dice Shane algo así como que "no se puede volver atrás si has participado de una matanza, ya no se es nunca más el mismo. Por eso, un hombre debe ser fiel a su naturaleza." El personaje encarnado por Eastwood, como Shane, es un pistolero, un tipo duro, que sabe que está en sus manos impartir justicia porque nadie más lo va a hacer. Por eso, al final se entrega en su ley. Como el más prominente de los hombres, como el más corajudo y sagaz, en pos de una causa justa. Esa entrega, esa entrega de héroe que siente el llamado y actúa sabiendo que su destino está sellado, también queda resonando. Es el regalo de la posteridad.

Gran Torino es una de las grandes películas de la historia del cine por muchas otras cosas más. Habría que escribir todo un ensayo para eso. Prefiero quedarme con haber tenido la suerte de poder contar aún con tipos dispuestos a regalarte este tipo de minucias estéticas, con tipos como Clint Eastwood que despliegan todo su arte en pos de la expresión más humana, para sacar de ellas las conclusiones que cada uno deba realizar.



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