En la casa donde viví 25 años habían dos damascos. Pero siempre fueron uno. Hablábamos de ellos como si fueran uno solo. Uno era más grueso y el otro más angosto, apenas separados por unos pocos centímetros y en lo alto confundían sus ramas viejas con las nuevas, como si fueran la misma cosa. Muchas veces, acostado sobre la hamaca que colgábamos desde uno de ellos, me imaginaba que uno era la madre y el otro su pequeño hijo, y que iban a estar juntos para siempre, que nunca nadie los separaría. No se sabe quién los plantó, pero seguro que llevan más de cincuenta años allí.
Su presencia marcaba las temporadas. Al final del otoño, cuando ya no quedaban hojas, había que podarlo. Con las tijeras adecuadas, llenábamos el patio de ramitas, las que luego servían para azuzar la chimenea. Además, el viejo árbol parecía tener cada vez más una leve inclinación, lo que lo transformaba en una inminente amenaza para el sector de la galería, llena de vidrios, amenaza que nunca se concretaría. Varias veces vi a mis hermanos mayores con un serrucho tratando de cortar aquella rama más imprudente que, obstinada, se acercaba más y más a la leve pared del pasillo.
En invierno, las ramas peladas se movían con el viento y hacían crujir el techo de zinc como un viejo ogro que nos sacaría de nuestras pequeñas camitas. En esta época, además, desde el segundo piso de la casa descubríamos la vida privada de los vecinos de atrás como una novedad extraña, escuchábamos los juegos de otros niños que no conocíamos, veíamos las sombras de los adultos en las ventanas y ya siendo grande, recuerdo haber conversado más de alguna vez de ventana a ventana, segundo piso con segundo piso, separados por veinte o treinta metros, con un amigo que había arrendado en una de esas casas misteriosas que pensaba nunca llegaría a conocer.
En primavera era agradable el aroma de la flor del damasco y el verde limpio de las hojas, nuevas como un niño recién bañado. La incipiente sombra que comenzaba a dar ayudaba a prolongar un poco más las pichangas uno a uno que hacíamos con mi hermano mayor. Y sus verde presencia nos anunciaba y preparaba para la ardua tarea de los meses siguientes.
El verano, de este modo, constituía el periodo en que debíamos trajinarlo, la época del ritual. Año por medio, generalmente, la cosecha era abundante. Habían tantos que había que regar y limpiar el patio a diario para sacar todos aquellos damascos demasiado maduros que caían por su propio peso o picoteados por los pájaros. Nos subíamos al techo a partir de diciembre a cosechar su generosa ofrenda y ya en enero estábamos hartos de comer tantos, de manera que era costumbre hacer mermelada, la que era comida recién durante el invierno, una vez que habíamos olvidado su dulce sabor. El rito consistía en subirse al techo periódicamente a llenar envases, pero había veces en que el asunto se desbordaba, todos los damascos estaban preparados para la mano ajena que los sacaría de su quieto suspenso, lo que nos obligaba a pasar tardes enteras, tratando de capear el fuerte calor del estío santiaguino, llenando y llenando tiestos.
Ante tanta generosidad de nuestro querido damasco, era costumbre que visita que llegaba, se iba con una bolsa repleta. Ya sea los primos que vivían dos casas más allá. El tío marinero que venía de Coquimbo. Nuestra vecina rusa y su esposo espía -según el rumor de barrio- de la KGB. Los vecinos del frente. Los amigos. Otros parientes lejanos. Todos, alguna vez, sintieron el gozo de la pulpa del damasco deshaciéndose en la boca. Mi abuelita, por último, para terminar de sacar provecho, juntaba un montón de cuescos y hacía un licor único que, alguna vez, siendo más grande, tuve la dicha de probar por única vez, como un elixir destinado a unos solos pocos. La receta de su alquimia -junto con la del licor de oro- la perdimos para siempre los días en que su memoria nos empezó a dejar, enteramente vestida de luto.
Sé, de primera fuente, que ese damasco sigue siendo un padre generoso dispuesto a repartir sus frutos a los comensales que se arrimen a su sombra. Ojalá que otros sigan disfrutando de su largo brazo, siempre abierto, siempre acogedor.